San Pablo nos dice que ha pasado “peligros entre falsos hermanos”
(2 corintios 11,26; Gálatas 2,4), porque estar en la Iglesia no es un
Paraíso, sino un camino de cruz, un camino de negación a sí mismo, una
vida que si no se entrega totalmente al Espíritu de Cristo, la persona
se convierte en un demonio encarnado. Muchos sacerdotes, religiosos, son
sólo eso: una figura, una entelequia de Cristo, pero, en su interior,
viven al demonio.
San Pablo habla de los “que con una apariencia de piedad están en realidad lejos de ella. Guárdate de esos…”
(2 Timoteo 3,5-6), porque sus vidas están dedicadas al trabajo del
demonio en el mundo, que es poner caminos para que los hombres tropiecen
y no puedan salvarse. Así, con la falsa piedad, se ponen caminos en la
Iglesia – que las almas no saben discernir – y se pierden creyendo que
van bien en lo que hacen en la Iglesia. ¡Cuántas asociaciones,
institutos, que la misma Iglesia ha aprobado, y son sólo refugio de
demonios para condenar a las almas bajo la apariencia de piedad.
San Pablo pone en guardia contra los falsos maestros, doctores, ministros o apóstoles; a este género parecen pertenecer los que “con discursos suaves y engañosos seducen los corazones de los incautos”
(Romanos 16,18). En estas palabras se refleja la obra de Francisco en
la Iglesia. Su deseo de dar ternuras a la gente, para no herir
sensibilidades, produce todo lo contrario en muchas almas que no son
incautas, que saben discernir las palabras de los hombres y, por tanto,
no pueden tragarse la mentira cuando se da en la sensibilidad de la
mente.
Francisco
tiene una mente sensible, débil, enfermiza, loca, que sólo mira una
cosa, que sólo está fijo en una cosa: agradar a los hombres, caerles
bien a los hombres, tener la sonrisa siempre en los labios para dar a
entender que se vive en paz con todo el mundo.
Francisco
escoge palabras tiernas para cautivar a los tontos de mente, a los
insensatos de corazón, a los miserables en sus vidas en la Iglesia.
Por
eso, la palabra de Francisco destruye toda verdad en la Iglesia. No
deja la doctrina de Cristo sana: la tiene que torcer, tiene que dar su
interpretación sensible, monótona, afectiva, ridícula, que cojea por
todas partes, porque sólo quiere enternecer el corazón de la persona,
darle algo agradable, algo que le gusta en su lenguaje humano. Y,
entonces, los tontos que le escuchan se quedan en esa sensiblería y no
saben discernir la Verdad; no saben ver la estupidez de homilía que
habla ese hombre cada día.
Son muchos los que emplean discursos melosos, a juzgar por el pasaje de la Segunda Carta a los Corintios 2,17: “no somos como la mayoría que negocian con la Palabra de Dios”.
La Iglesia está llena de sacerdotes y de Obispos tontos cuando
predican. Sólo saben decir que Dios nos ama, que vayan a casa y den un
abrazo a toda la familia, porque Dios nos ama; que a todo el que pase
por nuestro lado, hay que decirle que Dios nos ama… Se quedan en la
ternura estúpida, blasfema, inútil, sin sabiduría, ni siquiera humana. Y
hablan así para contentar a todo el mundo, para hacer una iglesia donde
todo está incluido, todo vale, todo sirve, todo es divino, todo es
santo.
Y, por eso, en la misma carta, San Pablo los denuncia a éstos como: “unos falsos apóstoles, unos obreros engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo”
(Corintios 11,13). ¡Cuántos hay, como Francisco, con su sotana, con su
hábito, que parecen santos, y son sólo antros de demonios; tienen en su
alma legiones de demonios; son la encarnación del demonio en un hombre
religioso.
Francisco
es un anticristo, es decir, uno que se parece a Cristo en lo exterior,
en el vestuario, en sus palabras, en sus gestos, pero que obra de forma
oculta la voluntad perversa del demonio. Nadie ve el mal que hace
Francisco porque cuando aparece al exterior sólo se dedica a hacer
bienes, a obrar cosas bonitas, maravillosas, que encantan a todos. Pero
él vuelve a su pecado, cuando nadie lo ve, cuando desparece de la
publicidad del mundo.
Y
cuando quiere mostrar su pecado claramente, entonces elige el medio
adecuado para eso: una entrevista con unas declaraciones totalmente
heréticas, pero que las dice convencido de que ése debe ser el camino
que tiene que recorrer la Iglesia. Y Francisco siempre hace esto por su
orgullo: porque se siente líder de la Iglesia, se siente que va a la
cabeza de los hombres y les va mostrando el camino. Francisco es un
ciego que guía a muchos ciegos, por su maldita soberbia, por su orgullo
declarado, por su mala vida conocida de todos.
Francisco
no esconde su mala vida, sino que permite que otros hablen de lo que él
ha hecho porque su obra de mentira es la verdad. Eso malo que él ha
hecho es una verdad que vive sin más en su vida. Para él no es una
mentira, un pecado, un error. Francisco tiene el pecado como una verdad,
un valor, un camino, una sustancia en la vida. Él no puede vivir sin
pecar. Y, por eso, quiere una Iglesia accidentada, pecadora, porque su
experiencia en la vida es la del pecado, no la de la gracia. Él no
conoce el misterio de la Gracia, la Vida de la Gracia, el Amor de la
Gracia, la Verdad que da la Gracia. No sabe lo que es eso. Eso lo ha
estudiado en su teología protestante, pero sólo son palabras humanas que
no le dice nada.
La
vida de Francisco es su pecado. Y, por eso, él no es capaz de juzgar a
nadie, porque se siente libre pecando. Se siente esclavo cuando tiene
que decir una verdad; se siente incómodo cuando en sus homilías tiene
que ceñirse a la verdad tradicional, a la verdad de siempre. Y, por eso,
siempre tiene que meter su cizaña, su mala palabra, su mentira, su
engaño, su maldad.
Francisco
no ama a nadie en la Iglesia porque sólo ama a su pecado. Y, por tanto,
sólo se siente bien con gente pecadora, como él. Se siente bien, pero
tampoco los puede amar, porque su pecado se lo impide. Les muestra sus
cosas de hombre, sus sentimientos, sus afectos, sus ternuras, pero su
corazón está podrido por su pecado. Es incapaz de obrar un acto de amor.
Francisco
es un hombre corrupto en su vida interior; es decir, no posee vida para
Dios, vida de Gracia, vida de Espíritu. Sólo posee una negrura de alma,
una oscuridad de mente, una estupidez en su corazón. Está atado a su
negro pecado; está poseído por Satanás en su mente; es llevado por
Lucifer a las oscuras tinieblas de su orgullo; y Belcebú le mueve el
cuerpo para que aprenda la lujuria en toda su carne.
Un
hombre que no sabe juzgar el pecado de otro hombre, tampoco sabe juzgar
el mal que tiene él en su propio corazón. Y, por eso, él se cree santo,
justo, super-papa, superhombre, llamado por Dios a hacer una obra
magnifica en la Iglesia. Él se cree lo que él mismo se dice. Él habla
consigo mismo para darse importancia y tomar valor para enfrentar a los
que se oponen a su orgullo.
Francisco
es un hombre que gusta a todos y que es odiado por todos. Su palabra
cariñosa es del gusto de todos; pero sus obras producen el odio de
todos.
Cuando
se lee o se escucha a Francisco, un sentimiento amable recorre el alma;
un gusto, un atractivo, pero que deja al alma confusa en la mente.
El
alma es encendida en el sentimiento; porque el demonio no puede entrar
en el corazón. Y, entonces, ese sentimiento, al no ser verdadero, al ser
algo pasional, no da una verdad a la mente, sino una oscuridad.
Dios,
cuando habla al corazón, enseguida llega a la mente una verdad, una
luz, una confianza, una seguridad, una certeza, un camino. Del amor del
corazón a la verdad en la mente. Eso es siempre Dios.
Pero
el demonio, al no poder entrar en el corazón, tiene que dar un
sentimiento bueno al alma, pero es siempre humano, carnal, sensible,
temporal, profano, mundano, natural; nunca algo sobrenatural ni santo.
Y, entonces, la mente se queda sin verdad, sin luz, a oscuras, en una
mentira, en un engaño. Y si el hombre no sabe discernir las palabras de
Francisco se queda en ese engaño, sembrado por esa palabra de mentira,
que ofrece Francisco en sus homilías.
Por
eso, no se puede leer a Francisco sin una lupa. Su palabra hace mucho
daño. Muchísimo. Hay que analizar palabra por palabra para entender la
mentira que quiere decir. Porque él dice su mentira, pero de manera
oculta, ya que no puede hablar abiertamente lo que le interesa. No puede
decir: no existe el infierno. Tiene que inventarse una parrafada en que
declare muchas cosas y no diga ninguna verdad. Así son siempre sus
homilías. Y a primera vista parecen perfectas y es sólo la apariencia
externa. Cuando uno se mete a analizar palabra por palabra, descubre la
intención de ese hereje en esa homilía.
Por
eso, muchos caen en sus redes nefastas, porque no saben discernir nada.
No saben pensar nada. Todo es bueno, todo sirve, todo vale. Y con
Francisco, nada vale, nada sirve, nada es bueno.
San Pablo desentraña la razón teológica de ser un falso Cristo: “Y
nada tiene de extraño (que ellos actúen como impostores) ya que el
mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Por tanto, no es (cosa)
grande que también los ministros de él se disfracen de ministros de
justicia” (2 Corintios 11,14‑15). No es extraño que Francisco
esté sentado en la Silla de Pedro. Está realizando lo mismo del demonio.
Se disfraza de santo; da su luz a la Iglesia, una luz que es oscuridad
en sí misma; una luz que es ceguedad para las almas; una luz que es
tiniebla para el corazón. Y con esa luz podrida se recubre de justicia,
de moralidad, de bien divino, de majestad divina. Quiere imponer la
Voluntad de Dios, declararla con esa luz. Por eso, él se cargó la
verticalidad en la Iglesia con un acto de majestad, de soberanía divina:
como soy el Papa yo decido poner un gobierno horizontal. Es típico de
su orgullo. Sólo consultó con Satanás para hacer esa obra, porque no
puede escuchar la Voz de Cristo. No es el Vicario de Cristo, es el
vicario de Lucifer en la Iglesia.
San Pablo pone en guardia a Timoteo contra una falsa ciencia que ha apartado a los que la profesaban, de la verdadera fe: “¡Oh
Timoteo! guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades
impías y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan
extraviándose de la fe” (1 Timoteo 6,20). Una persona
inteligente debe despreciar las palabras de Francisco para no perder su
alma. Ante Francisco, hay que guardar como un tesoro la verdadera
doctrina de Cristo. Y no cambiarla por ternuras, por sensibilidades, por
sentimientos vacíos.
La
doctrina de Francisco lleva al alma al claro pecado, a la apostasía de
la fe, a renegar de la Iglesia de Cristo. Eso ya se está viendo en
muchos sacerdotes y Obispos que siguen a ese hereje. Eso se palpa en el
ambiente de la Iglesia. Cuando se predica en contra de Francisco, la
gente comienza a criticar y a señalar con el dedo, porque hay en muchos
el sometimiento a la mentira que siembra Francisco. Se someten sin
discernir sus palabras. Obedecen a una mente humana y no tienen la
valentía de escuchar la Verdad. Y eso es señal de cisma dentro de la
Iglesia. Una Iglesia que sigue a un hereje es una Iglesia cismática.
El
cisma en la Iglesia comienza a estar patente, comienza a verse, a
palparse. Ya nadie en la Iglesia lucha por la Verdad, sino sólo por la
opinión de Francisco. Y se quiere poner esa opinión por encima de la
Verdad, de la doctrina de Cristo.
Quien
no guarde los dogmas se va a perder con las nuevas filosofías que
vienen de parte del gobierno horizontal. Se va a dar un nuevo lenguaje
para estar en la Iglesia, para ser Iglesia. Se van a dar unas nuevas
formas de comunicación entre todos: ya no hay que dar la Verdad como es,
sino el lenguaje de esa Verdad, la interpretación de esa Verdad, porque
es necesario hacer una iglesia que sea para todo y para todos: todo
incluido.
En una de sus primeras cartas San Pablo se refiere al “Hombre de la Apostasía” (2 Tesalonicenses 2,3). Esta expresión significa: un tipo de hombre, un modelo cultural. Así como se habla del hombre de hoy, o del hombre de la civilización técnica, o del hombre de los viajes a la luna, el hombre de ciencia, el hombre de negocios. Así como existen esas categorías humanas, así existe para San Pablo “el Hombre de la Apostasía”, el apóstata típico.
A
este tipo de hombre lo define y lo caracteriza San Pablo como alguien
que usurpa el lugar de Dios y se hace rendir el culto debido a Dios. Es
la humanidad que se autodiviniza.
Desde
el Renacimiento, el hombre se ha dado culto; pero no ha sido hasta la
modernidad, hasta la vida contemporánea, la vida actual, en que el
hombre ha llegado a la cima de ese culto. El hombre se ha hecho dios. Es
lo que vivimos, lo que vemos, en todas las partes del mundo. El hombre
ha conseguido hacer la obra de Lucifer: ser más que Dios, ponerse por
encima de Dios, tener poder que se equipara al divino.
Y,
en esa cima, se tiene que dar el poder religioso hecho dios: sacerdotes
y Obispos que se creen dioses por lo que son y tienen en la Iglesia.
Ellos tienen el Espíritu Santo, y los demás no. Ellos son los que
deciden el destino de la Iglesia; los demás a someterse a ese destino;
ellos son la sabiduría de la Iglesia; los demás a callar. Por eso, hoy
se niega toda Aparición Mariana. Ellos, la Jerarquía de la Iglesia, dice
que Dios no tiene que hablar más, que ya habló por Su Hijo, que eso
basta para salvarse. ¡Se creen dioses! Tienen miedo de las apariciones
porque temen perder su poder religioso en la Iglesia, que es un poder
para hacer el mal como ellos quieren.
Y
de esa Jerarquía Eclesiástica nace el Anticristo: de un Obispo. Y la
razón es diabólica: para imitar a Cristo, es necesario tener el Espíritu
de Cristo en lo más alto, en su culmen del sacerdocio. El Obispo
representa ese culmen. Y, cuando un Obispo, se une a una mujer, lo que
engendra tiene el Espíritu de Cristo, porque en el sexo se da cambio de
espíritus: lo que está en la mujer, pasa al hombre; lo que está en el
hombre, pasa a la mujer.
Un
Obispo es otro Cristo, está regido por el Espíritu de Cristo, que le
exige una vida sólo para Cristo, no para una mujer. El sacerdote u
Obispo que se une a una mujer, fuera de la Voluntad de Dios, hace que su
Espíritu sacerdotal esté en el hijo que engendra en esa mujer; se lo da
vía sexo, no vía gracia; es decir, se lo da vía pecado. Y, por tanto,
ese Espíritu de Cristo está encerrado en el pecado: ese hijo nace
encarnado de pecado, sometido al pecado de su padre, inclinado al pecado
de su padre. Y, por eso, siente el deseo de ser sacerdote, pero por el
camino del demonio.
Lo
que un sacerdote u Obispo engendra en una mujer es siempre una
encarnación de Satanás; es decir un anticristo. Pero este anticristo,
para que valga en la obra del demonio, tiene que ser ofrecido cuando se
engendra en la mujer. Por eso, la mujer tiene que conocer las artes del
demonio para engendrar un hijo de un sacerdote. Y ese hijo, engendrado
del sacerdote, y consagrado al demonio en su concepción, son los
anticristos verdaderos, que se meten en la Iglesia como falsos Cristos
para destruirla. De estos hay muchos en la Jerarquía de la Iglesia. Por
eso, son lobos vestidos de piel de oveja. Y para conseguir esto el
demonio con eficacia, por eso, hace tantos maleficios vía generación,
vía sexo. Maleficios que consagran a los hijos antes de ser concebidos
por sus papás. Es la perfección de la maldad del demonio vía sexo, por
el pecado de Adán.
Dios
quería que Adán engendrara hijos de Dios vía sexo. Su pecado produce
que el demonio engendre hijos del diablo vía sexo. Por eso, hay muchos
anticristos y uno solo Anticristo. Hay un Anticristo que viene de un
Obispo y de una mujer dada al demonio. En ese Anticristo, el demonio
pone su perfección en la maldad, porque tiene que ser totalmente
contrario a Cristo. En los demás, no se da esa perfección, sino que
tienen alguna perfección, porque no son creados de un Obispo y de una
mujer directamente, sino de manera indirecta, por generación en
generación.
Por
eso, Francisco es un anticristo: en sus generaciones pasadas tiene que
haber una consagración al demonio que alguien le hizo. Una consagración
que le hiciera ser un falso cristo en la Iglesia para destruir la
Iglesia.
Los
tiempos son terribles. Se ha llegado a la cima de la maldad. Y, en esa
cima, sólo queda ver lo Horroroso, lo Decante, lo Infame, lo que no se
puede Nombrar: al Anticristo.