Papolatría
Con el término “papolatría”, deliberadamente exagerado para
resaltar claramente las distorsiones, no pretendo en modo alguno poner
en cuestión el sentido del respeto, la justa reverencia, la docilidad al
Magisterio ni la obediencia debida al Santo Padre cuando ejercita su
enseñanza suprema en materia de fe y moral. Tampoco se quiere desconocer
o rebajar el Primado de jurisdicción o la potestad de gobierno directo
sobre la Santa Iglesia que la doctrina católica ha reconocido siempre al
Sumo Pontífice.
Más bien me refiero, y espero que los críticos me disculpen, a una
actitud psicológica generalizada, muy popular en el mundo católico,
tanto entre el clero como entre los llamados “laicos comprometidos”, que
conduce siempre a alabar, más allá de todos los límites de la decencia
intelectual, todo acto, conducta o estilo de acción del Papa,
presentándola siempre como la mejor posible, la más justa en absoluto,
la más correcta, la más apropiada solución posible a la situación
contingente del momento.
¿Quién no se ha encontrado, por ejemplo, con comentarios de este tipo?:
“Palabras realmente conmovedoras y significativas las del primer saludo del Papa Francisco en la loggia delle benedizioni en
la noche de su elección: Buenas noches …” o bien, para no referirse
solo al Pontífice reinante, cómo evaluar las alabanzas desechas en
elogios, escritas y dichas a menudo por los mismos observadores, que
juzgaron de la misma manera como “heroica”, “valiente” y “un signo de
profunda fe en el Todopoderoso”, la decisión de Juan Pablo II de
resistir hasta la muerte en la Cátedra de Pedro, y la actitud
diametralmente opuesta de Benedicto XVI al presentar su renuncia.
Habían pasado, después de todo, sólo ocho años, por lo tanto es difícil de invocar el cambio en el contexto histórico.
Frente a contradicciones como éstas, los interlocutores a menudo se
sienten incómodos, pero no se desarma. Invocan la diferencia del
contexto histórico, la diversidad de vocaciones y, sobre todo, cada vez
con mayor frecuencia, el argumento, de sabor claramente relativista, de
que lleva inevitablemente a definir buenas y justas, en la misma medida,
actitudes claramente opuestas y antitéticas.
Benedicto XVI exigía que los comulgantes recibieran la Eucaristía
arrodillados. El papa Francisco ni siquiera hace la genuflexión en la
consagración… ¿Y bien? ¿Qué hay de extraño? Son excelentes los dos
comportamientos… ¡Solamente enfatizan dos aspectos complementarios de la
misma verdad!
Juan Pablo II organizaba viajes espectaculares y grandiosos sin
reparar en gastos. El papa Francisco lleva la maleta en el avión
haciendo ostentación de una pobreza que roza el pauperismo… Se trata
solamente de dos modalidades “aparentemente” diversas de vivir el
Cristianismo… Cada uno tiene su propia personalidad y por cierto que
Dios quería de cada uno lo que, en ese momento, hicieron.
Podemos continuar: Benedicto XVI era tan aficionado a la música de
Mozart… la tocaba a menudo con el piano instalado en el apartamento
Pontificio… Se alegraba de asistir a cualquier concierto clásico.
Francesco no sólo “ha dado plantón” a los que habían organizado un
concierto en su honor sino que incluso se justifica diciendo
desdeñosamente que no se siente un príncipe renacentista.
¿Y qué hacen nuestros comentaristas? hace dos años nos venían con la
exaltación de la “profunda sensibilidad” del sucesor de Pedro, una
sensibilidad que se manifiesta con fuerza en el amor por la música. Hoy
en día, los mismos personajes, se complacen en el sentido práctico
expresado por el Obispo de Roma que lo lleva a desdeñar oropeles
inútiles y ceremoniales anacrónicos.
Entendámonos. Siempre los papas han diferido mucho de unos a otros,
por su carácter, personalidad y estilo de vida. El asceta Celestino V
llevó una vida diametralmente opuesta al resolutivo Bonifacio VIII. El
tímido Clemente XIV no se parecía nada al valiente Gregorio VII. Y ¿qué
decir del mundano Alejandro VI respecto al piadosísimo San Pío V?
Esto ciertamente no es el problema. La cuestión se plantea en otros términos bien diversos.
Nadie me puede acusar de no sentir “cum Ecclesia” si dijera, por
ejemplo, que Calixto III fue probablemente un simoníaco, que Alejandro
VI llevó una vida inmoral, que Clemente XIV se mostró débil cuando
disuelve la Compañía de Jesús, que los papas de Avignon eran sumisos a
los deseos del rey de Francia, que Urbano VIII se equivocó –en realidad
no pienso así- al condenar a Galileo Galilei.
Cualquier crítica es posible formularla sin correr el riesgo de
“excomunión”, hasta y absolutamente no más allá de Pío XII. A partir de
1958 hacia adelante… ¡Ay de cualquiera que se atreviera a airear, aunque
tímidamente, incluso una pequeña reserva hacia los Papas sucesivos!
¡Todos perfectos, todos insuperables, todos santos! Dentro de unos
siglos seguramente muchos se reirán de nuestro conformismo siniestro y
acrítico.
¿Será la adulación? ¿Será solamente el afán de mantenerse en el
candelero? ¿Será, sobre todo para los periodistas y escritores, que …
“tengo familia que mantener”?
En conclusión, podemos decir felizmente que esta pobreza intelectual
no tiene nada de auténticamente católica. Una cosa es el respeto hacia
las doctrinas proclamadas y el Magisterio constante del Romano
Pontífice, una cosa es la obediencia a las órdenes con el fin de
defender y transmitir el depósito de la fe.
Otra cosa bien distinta es el servilismo obtuso, la adulación descarada, la exaltación incondicional.
Además, en mi opinión, estas actitudes intelectuales, además de
quitar la autoridad a quien las propone, terminan por conducir, tarde o
temprano, al camino que conduce a la indiferencia. De hecho, cuando el
valor de una declaración o comportamiento depende, en última instancia,
no del contenido intrínseco del mismo, sino de la persona que los
ejecuta, es posible que no se tenga más la capacidad de distinguir lo
que es verdaderamente justo y verdadero de lo que está mal y por lo
tanto es falso.
El juicio no se basa en factores objetivos, sino sobre todo en temas
relacionados exclusivamente, o casi exclusivamente, con la persona y el
papel que desempeña.
Menos mal que los grandes santos, verdaderamente católicos, nos han
enseñado a huir del “cristianismo de sacristía”. San Pablo, San Atanasio
y Santa Catalina de Siena amaban tanto a San Pedro o a su sucesor que,
por amor y verdadera caridad hacia él, ni le negaron incluso las
advertencias y reclamos.
Traducción de Tradición Digital