sábado, 8 de febrero de 2014

SATANÁS, EL PRIMER IDEÓLOGO

 Nacionales

SATANÁS, EL PRIMER IDEÓLOGO
 
El concepto de “ideología”, si bien de acuñación moderna, ya conoció una notable transición semántica como para exigir, nomás comenzar, algunas precisiones. Se atribuye a los sensistas franceses de la segunda Ilustración, continuadores de Condillac, el haber introducido el término. Como éstos postularan, siguiendo a aquél su mentor (“no nos es posible pasar de lo que sentimos a aquello que es”), que las ideas no difieren de las sensaciones, sino que son esas mismas sensaciones como bruñidas por el intelecto, y como el consorcio humano contara todavía por aquellos años con las suficientes defensas como para aplazar el triunfo del caos que propiciaban unas tales desencaminadas tesis, el término “ideólogo” recién estrenado pasó a ser pronto objeto de descalificación.
La ideología o “discurso sobre el proceso formativo de las ideas” —y posible capítulo de una gnoseología crítica— no se habría visto así tiznada si hubiese rebasado, en las mientes de sus expositores, la identificación con la mera estética o el “tratado de lo sensible”, eliminando prácticamente todo carácter activo en el pensar, o reduciendo a éste (como lo pretendió Cabanis) a una función orgánica, semejante a la digestión.
Así, el giro subjetivista que había inaugurado la filosofía con Descartes se extenuaba ahora en un egotismo epidérmico, tanto que Destutt de Tracy (uno de los llamados “ideólogos” franceses de los años pos-revolucionarios) llegaría a definir al hombre como un être voulant cuyos derechos son tan ilimitados como sus deseos, y cuyos deberes se reducen a proveer los medios de satisfacerlos. Con razón el apelativo de “ideólogo” pasó pronto a ser despectivo, como se comprueba por el uso que Napoleón hizo del mismo como baldón contra sus enemigos.
Balmes recoge el término e intenta incluir, en su metafísica, una “ideología pura” como eslabón entre la estética y la psicología. Rechaza allí las premisas de los ideólogos, oponiendo al agnosticismo de éstos la posibilidad de la certeza, y fundando a ésta sobre el triple e incuestionable testimonio del sentido común, la evidencia y la conciencia. Pero la acepción que cobra el término en Balmes (que hubiera debido prevalecer con arreglo a la etimología y por su mejor doctrina sobre el origen de las ideas) pasó pronto al olvido, habiendo quedado el concepto impregnado de aquella valoración moral negativa que le merecieron los “ideólogos” franceses.
Desde entonces, se entiende por ideólogo —como lo hace repetidamente Calderón Bouchet— al “intelectual al servicio del poder”, es decir: a aquel que, luego de revesar el orden causal por el que la acción dimana del conocimiento, hace a este último procedente de la acción.
Y ni siquiera de la praxis o acción moral —lo que ya supondría notorio desquicio—, sino de lo que los antiguos entendían por póiesis o acción fabril, productiva, e informando ésta una política. Suponemos que la oportunidad de aplicar un mismo apelativo a aquellos sensistas de antaño y a estos profesionales de la persuasión pública o de la lisonja del Príncipe —con la exaltación del puro artificio, de la técnica de gobierno— debió estribar en su común renuncia a toda theoría o saber incondicionado, libérrimo y superior.
Y también desde entonces se entiende por ideología a esa alambicada construcción mental que prescinde del datum, que niega asentimiento a la realidad exterior a la conciencia, haciendo girar a ésta sobre su propio eje, ciega y autófaga. Con lo que esa “plasticidad óntica” de que la inteligencia goza, y que la habilita para una adecuación progresiva con la realidad aprehensible, queda tronchada miserablemente en su misma raíz.
 De este modo, la ideología resulta como la floración postrera del idealismo moderno, que se distingue del platónico en que aquel hacía de las ideas arquetípicas una suprema realidad reflejante la mente divina y reflejada imperfectamente por el orbe visible, mientras que el idealismo moderno entroniza a las ideas dimanadas de la mente humana, con lo que confiesa implícitamente —siendo falible el hombre, como es noto— su falencia y su colapso.
El ritmo de la trasposición dialéctica y su consecuente secuela en la teoría de las ideas y del conocimiento puede seguirse con alguna aproximación con sólo otear algunos de los más influyentes sistemas excogitados en los dos últimos siglos.
Así, se ha pretendido en ocasiones aplazar toda certeza noética en obsequio a una moral autónoma, como en Kant, sin reparar en el absurdo que esto supone. En Hegel, de cuya concepción de una realidad in fieri se deduce una ontología de la pura actuación, que ya no del ser en acto, no queda apenas lugar para un orden objetivo lo suficientemente definido y firme al que el entendimiento pueda remitirse en su naufragio. Nietzsche, con su consagración de la voluntad de poderío, hace al proceso cognoscitivo talmente preñado de esta misma voluntad, que la verdad deja de entenderse como la validez del juicio para identificarse con el mero dominio de las cosas.
Pero hay que llegar a Marx, o quizás mejor al marxismo de la “revolución cultural” y la guerra semántica, para comprobar cuánto una denodada técnica propagandística mirante a una transmutación de la misma matriz de las ideas —de la mente del hombre— pudo imponer una visión tan cerradamente puritana y apriorística de toda realidad, al punto de hacer de nuestros contemporáneos sujetos a su infestación reos de una especie de victorianismo de signo inverso, no menos estéril y odioso que aquél. La riqueza y la vastedad de lo real resulta así menoscabada en aras de un esquema no unitario sino apenas unívoco. Lo que equivale a todo un sacrilegio: la realidad, quieras que no, es sacramentum o signo evocador de una Causa que la excede.
Mikhail Bakunin, uno de esos perversos constructores de la Babel moderna, antícipe de la revolución rusa y satanista sin efugios, llamó al demonio “el primer librepensador”, lo que podría extenderse sin dificultad a “el primer ideólogo”. Sabemos que librepensador es término que también se remonta a la Ilustración, y vale tanto como “adscripto a la fe en la razón” y “opugnador de los dogmas”, lo que ha llevado a los portadores entusiastas de tal mote, invariablemente, al anticlericalismo. Los librepensadores, al alzarse contra la institución religiosa, lo hicieron contra la tradición y el carácter mismo de sus naciones, lo que equivale a poner a la idea —y a la idea propia, a la acariciada por la propia subjetividad en lo que tiene de más insular y ocluso— contra el ser (siquiera contra el ser histórico-cultural), anticipando con ello la demolición obrada más tarde al nivel de las realidades más primarias, como ocurre hoy con la promoción del aborto y la eutanasia, con el “matrimonio” homosexual y la ideología de género. La historia moderna, vista en clave espiritual, puede reconocerse como la graduación que va de la parasitosis de la civilización cristiana a su tumefacción avanzada.  O, en otras palabras, del indiferentismo agnóstico o “liberalismo” al anticlericalismo, y de éstos a la plena infestación de ideología en su facha más aberrante.
Pocas persuasiones más deplorablemente extendidas que aquella que pretende rimar concepción política o incluso creencia religiosa con “ideología”. En el asfixiante contexto de adulteraciones semánticas que sufrimos, nadie está a salvo de tener que responder peticiones de principios sobre moral cívica, sexual o religiosa formuladas bajo la fórmula de “no sé qué ideología profesa usted sobre este punto”. Esta especie de pan-ideologismo que acaba por trocar como objeto de resignada admisión aquello que debiera serlo de denuncia, que hace llevadero lo ominoso y extiende un salvoconducto a la mentira, recuerda la táctica del psicoanálisis, que hizo creer a las turbas semicultas que todos somos perversos.
Habría que recordar la lección de Guardini: “ni la voluntad condiciona y fundamenta la esencia de la Verdad, ni la Verdad está obligada a rendir pruebas ni sumisión a la voluntad. La voluntad no crea a la Verdad sino que la encuentra ya creada”. Al separar al bien de la verdad —y, con ello, a la voluntad de la inteligencia— se acaba como en las viejas fantasías gnósticas, atribuyendo maldad a la creación material y haciéndola obra del demonio. Con lo hace Carducci en el inicio de su oda, cuando le atribuye al Maldito los más descomedidos títulos:
 
A te dell’essere
Principio immenso,
Materia e spirito,
Ragione e senso,

a los que luego agrega estos otros, para aderezar un poco más su contumacia:
 
 Re dei fenomeni,
 Re delle forme.


Por enésima vez queda comprobado que los adversarios del Creador, a más de ver ofuscada la luz de la razón natural —y en trágica inconsecuencia no prevista por su rebeldía y orgullo—, acaban por ponerse voluntariamente al servicio de algún señor. Y de aquel que es, de sus desquicios, el remoto y primer ideólogo.

Flavio Infante