Devaluar la vida humana es lanzarse por una pendiente resbaladiza hacia la tiranía
El Parlamento belga aprobó ayer la eutanasia infantil,
apelando a casos muy excepcionales como pretexto para abrir una nueva
puerta a la violación del más básico de los derechos humanos: el derecho
a vivir. Se trata de la misma trampa utilizada con las legislaciones
abortistas, en un proceso que no sólo destroza ya muchas miles de vidas humanas, sino que también amenaza a la propia sociedad, al empujarla a una peligrosa pendiente resbaladiza.
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Al afirmar esto no estoy enunciando una teoría alarmista sobre el
futuro de nuestra civilización. Los hechos asociados a la devaluación de
la vida humana son evidentes: a medida que avanzan las
legislaciones que violan ese derecho humano básico, otros derechos
humanos se ven cada vez más erosionados. Hace dos semanas analicé aquí el recurso al antidiscriminacionismo como forma de dilapidar derechos fundamentales. La creación de falsos derechos -los llamados derechos de nueva generación- que vienen a suplantar a los verdaderos derechos humanos, acompañados de normas que impiden discriminar
a quienes ejercen esos nuevos derechos, es una muestra clarísima de
cómo estamos descendiendo ya por esa pendiente resbaladiza.
Al amparo de los auténticos derechos humanos puedes criticar el ejercicio de esos derechos por parte de otros,
por ejemplo, discrepando de las ideas que expresan en el uso de su
libertad. A nadie se le ha multado por criticar a otro por ejercer su
libertad de circulación yendo a una determinada ciudad y no a otra. En
democracia resulta impensable que te castiguen por opinar contra las
ideas manifestadas por un periódico en el ejercicio de su libertad de
prensa. De igual forma, la libertad sindical no implica que esté
prohibido criticar a los sindicatos, y la libertad religiosa no conlleva
un veto a criticar cualquier creencia religiosa (o la ausencia de
ellas).
Sin embargo, los promotores de los nuevos derechos se están encargando de blindarlos frente a toda crítica.
Uno no puede discrepar de que se considere legalmente matrimonio a la
unión de dos personas del mismo sexo, so pena de ser castigado por homófobo.
La legalización del aborto ha venido acompañada de todo tipo de
presiones a los médicos para obligarles a actuar como verdugos de los
niños por nacer, además de medidas para impedir las discrepancias frente
a las tesis abortistas: aquí en España el año pasado una diputada
socialista pidió censurar una campaña escolar por afirmar la humanidad de los embriones humanos, y en Francia se ha puesto en marcha una legislación para perseguir a las webs providas y para castigar todo intento de convencer a una mujer de que no aborte, tipificándolo como delito de obstrucción (un anciano francés acaba de ser castigado con una multa de 10.000 euros por mostrar patucos a una chica embarazada
para convercerla de que no aborte). Así mismo, la imposición de la
ideología de género y del feminismo de segunda generación ha venido
acompañada de ofensivas contra la libertad de educación que vulneran derechos de los padres
al criminalizar, usando términos como “segregadoras” o “sexistas”,
aquellas opciones pedagógicas que no son del agrado de la izquierda. La
ola liberticida no se ha limitado a las escuelas y amenaza ahora con recuperar la censura de libros e incluso establecer imposiciones ideológicas en el lenguaje.
No es casual que este cada vez mayor retroceso en los derechos y libertades fundamentales haya venido acompañado de una progresiva merma de las garantías democráticas,
con la cada vez mayor pérdida de la independencia judicial; con unos
medios de comunicación cada vez más sometidos al poder político (que
incluso se vale de trucos como la “ley de cookies” para cercenar la
libertad en la red); con una corrupción política que ha degradado por
completo nuestras instituciones, generando una enorme inseguridad
jurídica; con abusos de poder que no encuentran el necesario rechazo en
la sociedad civil porque hay demasiados estómagos agradecidos
que dependen de las subvenciones y del favor de los políticos; con
brotes de violencia política que no despiertan el rechazo de partidos
parlamentarios que se ven beneficiados por los efectos de las agresiones
y amenazas de los violentos; etc.
Cuando se pisotea el más básico de los derechos humanos, los demás quedan directamente amenazados.
Quien no se haya dado cuenta de ello será porque no ve a diario lo que
pasa en nuestro entorno, o lo verá pero -como ocurre demasiadas veces en
nuestra sociedad- los árboles no le dejan ver el bosque. En todo caso, los versos de Martin Niemöller están hoy más vigentes que nunca,
sólo que esta vez en el lugar de los comunistas, los socialistas, los
sindicalistas y los judíos están los niños por nacer, los
discapacitados, los enfermos, los ancianos y, poco a poco, todos
aquellos que nos resistimos a aceptar unas imposiciones
ideológicas que pretenden suplantar los derechos asociados a la dignidad
humana para lesionarlos con más facilidad. Esa pendiente
resbaladiza nos está conduciendo a una sociedad con una convivencia
envenenada por la violencia contra los más débiles, la censura y otras
violaciones de los derechos más básicas, entre otros abusos que se
cometen, con absoluta desfachatez, en nombre del progreso y de la
libertad. Va siendo hora de abrir los ojos.