La responsabilidad de los intelectuales – Por Agustín Laje
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En 1969, Noam Chomsky publicaba un libro titulado de igual manera que
esta columna, basado en una conferencia pronunciada por el lingüista
norteamericano en Harvard ese mismo año. Sus esfuerzos se dirigían,
básicamente, a señalar la responsabilidad de los intelectuales
connacionales en el desarrollo de la Guerra de Vietnam.
Veinte años más tarde, en 1989, Karl Popper pronunció una conferencia
titulada de la misma forma en St. Gallen, en la que reflexionó sobre la
responsabilidad de los intelectuales en la Segunda Guerra Mundial y el
síndrome platónico de arrogarse la entera dirección de la cosa pública.
Si nos abstraemos del tiempo y del lugar, las tesis en cuestión,
esbozadas por dos pensadores ideológicamente ubicados en las antípodas,
entrañan una significación de alto calibre: los intelectuales tienen
responsabilidades sociales relevantes. Pero dado que sólo puede ser
responsable aquel que, en virtud de su acción social, tiene impacto
sobre la sociedad, se deduce que el intelectual, lejos de la caricatura
del “ratón de biblioteca” aislado del mundo real, configura una
categoría social con poder efectivo sobre el desarrollo de la historia.
El filósofo marxista Antonio Gramsci decía que “todos los hombres son
intelectuales, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la
función de intelectuales”. Y la función del intelectual es precisamente
la de liderar culturalmente a una sociedad; el sociólogo Pierre Bourdieu
diría, en esta línea, que como detentadores del “capital cultural”, los
intelectuales son quienes dominan el campo de producción simbólica en
una sociedad.
Los intelectuales, en tanto que función social, han existido desde que las sociedades existen. Llamados philosophoi en la antigua Grecia, escribas en tiempos de Cristo, clérigos en la Edad Media, humanistas durante el Renacimiento, ilustrados en tiempos de Iluminismo, e intelectuales,
más recientemente, a partir del “affaire Dreyfus” a fines del siglo XIX
hasta nuestros días. Distintos nombres para una misma función: la de
establecer la moral de una sociedad y discutir y promover los
fundamentos que hacen a nuestra convivencia.
A menudo escuchamos que Argentina está padeciendo una crisis de orden
moral; que los valores se encuentran fuera de la esfera de lo
cotidiano; que los anti-valores lo han inundado todo; que la cultura del
trabajo está en peligro de extinción; que los lazos sociales están
completamente debilitados. Lo que poco se escucha, al contrario, son
reflexiones sobre la responsabilidad de nuestros intelectuales en este
estado de cosas; y va de suyo que una importante cuota de
responsabilidad tienen.
Nadie puede decir que el kirchnerismo no ha entendido la
responsabilidad, es decir, el poder, de los intelectuales en la
sociedad. En efecto, desde sus primeros años de presidencia, Néstor
Kirchner empezó a hegemonizar a numerosos intelectuales que terminaron
articulados bajo el denominado espacio “Carta Abierta”, agrupación
oficialista en gran medida artífice del relato que pronunció el
kirchnerismo en sus batallas más intensas: contra el campo, los medios y
la Justicia. Y más recientemente, la llamada “Secretaría del
Pensamiento Nacional” obsequiada al intelectual kirchnerista Ricardo
Forster representó el clímax de esta relación de servilismo entre poder político e intelectuales orgánicos.
El kirchnerismo entusiasmó, en concreto, al intelectualismo
setentista, comprometido con ideologías oxidadas propias de trajinados
momentos pasados de la historia argentina. Y así volvimos a la cultura
política de lo “nacional” contra lo “cipayo”; de lo “popular” contra lo
“oligárquico”; de la “patria” contra la “anti-patria”. Y así volvió el
populismo, hijo precisamente de la fractura social discursiva según la
teoría del intelectual kirchnerista Ernesto Laclau, no en vano el más
reconocido promotor académico del populismo.
Mucho se habla en estos momentos sobre un “fin de ciclo”, en
referencia a que no tendríamos más kirchnerismo en 2015. Pero un cambio
de figuras y sellos políticos es apenas un cambio formal –aunque no
real– cuando culturalmente una sociedad no acompaña este cambio
adoptando valores superadores.
Un verdadero “fin de ciclo” que lleve a la Argentina a tiempos de más
institucionalidad republicana y menos populismo; de más libertades
individuales y menos estatismo; de más federalismo y menos centralismo;
de más transparencia y menos corrupción, implica cambios mucho más
profundos que el cambio de nombre del próximo ocupante del Sillón de
Rivadavia.
La responsabilidad de los intelectuales, en estos menesteres, será
ineludible y decisiva. ¿Veremos surgir en la escena argentina a un nuevo
tipo de intelectual, distinto del que ha tenido protagonismo en la
última década?
(*) Agustín Laje dirige el Centro de Estudios LIBRE, y es autor del libro “Cuando el relato es una FARSA”.