P. LEONARDO CASTELLANI: LA PESADILLA
LA PESADILLA
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Rvdo.Padre Leonardo Castellani
El Ruiseñor Fusilado
Manresa, invierno de 1947 — Reconquista, verano de 1952
La
Iglesia actual no está inspirada por el Espíritu de Dios. Muchas cosas
que pasan en la Iglesia de hoy, sería impiedad nefasta atribuirlas a
Dios. Habría que renunciar al sentido moral y aun a la más tenue idea
del Dios del Evangelio.
Conmigo
la santa madre Iglesia no se ha portado como madre. Se ha portado de un
modo inicuo, injusto, maligno, cruel e impecable. No se ha portado ni
siquiera de un modo humano. He aquí una experiencia directa e
irreductible, que no puedo eliminar ni interpretar al revés con ningún
conato ni esfuerzo posible. Es una visión inmediata, como la de los
ojos; más que la de los ojos. Visión mía propia, que no puedo comunicar a
nadie. Pero yo la sé.
Lo
que me ha pasado no es algo que por accidente o excepción proceda de
algún mandón eclesiástico desviado o malo. Procede directamente de la
cabeza, es cosa de la “Jerarquía” y viene de lo más alto.
Si
la Iglesia ahora es así, siempre debe haber sido así; no veo solución
de continuidad en ella. Entonces, Galileo, Giordano Bruno, Juana de
Arco, Carranza… todos los que nos han enseñado a condenar como herejes y
malos en las clases de Apologética…
Mas
si la Iglesia es un manantial de iniquidad desde su parte más alta; si
es un simple organismo de ordenamiento humano y político, con esa
condición de toda sociedad humana de odiar a la inteligencia; si no hay
en ella el sentido de que no se puede promover el bien común condenando a
un inocente; entonces, ¿qué queda de nuestra fe?…
Pero
Cristo es Dios, y Cristo fundó la Iglesia; hay bastante testimonio
cierto de lo que Cristo hizo y dijo; hay evidencia del efecto moral
sobrehumano de su doctrina en la historia; aquí en las mismas costumbres
y gestas de este buen pueblo catalán, en las leyendas y las figuras
esplendentes de sus santos, en la ley moral sublime vigente en el mismo
lenguaje tosco del payés – si no siempre en sus actos…
¿No
estaremos sufriendo una corrupción nueva y misteriosa de la Iglesia?
¿No habrá dos iglesias, la de los ricos y la de los pobres? ¿No se habrá
refugiado el Espíritu Santo en el pobrerío?
¿Pero
esto no es el error mismo de los protestantes, que niegan la Iglesia
Visible, condenan su organización jerárquica, y encierran la Iglesia
verdadera y las promesas de su Fundador en el secreto de los corazones,
librando así la objetividad de la doctrina al capricho de la
interpretación individual?
¡Oh mi cabeza, mi cabeza!
¿Cuál
es el alcance exacto de las promesas explícitas de Cristo? Prometió que
Pedro no erraría en la fe, ni por consiguiente sus sucesores; no
prometió hacerlos íntegros e incólumes en su moral; es decir, no los
hizo impecables.
Prometió
que Él estaría con la Iglesia hasta la consumación de los siglos; no
durante la consumación de los siglos, en los cuales habrá, según está
escrito, una inmensa apostasía.
¿No
estaremos ya en los tiempos parusíacos? ¿No habrá volado la Iglesia al
desierto? ¿No se habrá refugiado (por dos tiempos, un tiempo, y medio
tiempo) en el corazón de hombres en soledad, que sin romper sus lazos
con la jerarquía mundanizada, la soportan sobre sí como una carga de
montañas y una presión de lagar; y son incluso perseguidos por ella?
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo conciliar el sentido moral interno con las órdenes inicuas e inhumanas de afuera?
Acatar
y no obedecer, como decía Alfonso el Sabio; aguantar la nota de rebelde
y las sanciones más mortíferas; hacerse anatema por amor de sus
hermanos; mirar de frente a una muerte desolada; antes de admitir en su
interior la arrollante frase que está en la boca del vulgo: la Iglesia
es una porquería.
Yo soy la Iglesia también, al fin y al cabo; y está en mí no volverme una porquería…
Ésta fue la pesadilla de Verdaguer; la que lo consumió, como se puede fácilmente colegir.
No
está explícita en sus angustiosas cartas En defensa propia; pero las
informa todas desde atrás, y asoma en algunas frases fulgurantes; así
como en esa veleidad que tuvo de predicar “la Iglesia de los pobres”;
veleidad que Rusiñol hizo el eje de su drama, convirtiendo a Verdaguer
en una vulgar cura socialista, teñido de un franciscanismo sentimental.
Está sobre todo en los hechos de los últimos cinco años, en esa rotura
definitiva de su lira esencialmente religiosa y devota, y en la
consunción rápida de su salud y su vida. ¡Qué diferencia entre el
retrato del rozagante joven presbítero, que está al principio del libro
de Güell, y el retrato al lápiz del hombre maduro envejecido y
devastado, del genial dibujante Casas, que está en el Museo Moderno de
Barcelona!
Esta
pesadilla no se disipó nunca del todo en el “poeta asesinado”; nunca
surgió de su pluma el grito triunfal de la certidumbre. Su pluma
simplemente se secó. Puesto antes al servicio de la Iglesia su iris de
colores suaves —hasta rozar a veces la adulación su entusiasmo ingenuo—,
después de los golpes recibidos, simplemente no pudo servir más. Se
rompió.
Los
asesinos de cuerpos son castigados por la ley; los asesinos de almas
entristecen al Espíritu Santo, y su hecho no tiene perdón ni en ésta ni
en la otra vida; aunque mueran “homenajeados” y luego les levanten
estatuas.
La única solución teórica a la pesadilla de Verdaguer está en la parábola del trigo y la cizaña y en el dogma de la Parusía.
Llegará
un tiempo en el que el trigo y la cizaña, mezclados siempre en las eras
humanas durante el curso de las edades, llegarán a la lucha suprema, la
que no conoce piedad; y la cizaña crecida oprimirá al trigo de Dios de
un modo insoportable, rodeándolo por todas partes como sin esperanza y
sin respiro; tiempo en que la persecución, prometida a todo creyente, se
hará interna a más de externa; y en que gemirá su carne a punto de
aniquilarse.
Para ese tiempo se escribieron las últimas y más terribles —y más consoladoras— profecías.