APLICACIÓN DEL CONCILIO A SANGRE Y FUEGO
Quien haya seguido el reciente asunto de la remoción del obispo de
Ciudad del Este y atendido a las «serias razones pastorales» aducidas
por la Santa Sede para tomar tan drástica medida (i.e.: «el bien mayor
de la unidad de la Iglesia en Ciudad del Este y de la comunión episcopal
en el Paraguay», y no -según se instó paralela y taimadamente a
divulgarlo a los medios de masas- el presunto encubrimiento del vicario
episcopal, antaño acusado aunque luego absuelto del cargo de
pederastia), no podrá menos que advertir una común nota que, al decir de
las propias autoridades vaticanas, vincula este caso con el desguace de
la hasta ayer floreciente orden de los Franciscanos de la Inmaculada.
En efecto, para posar la mano sobre esta última se aludió oficialmente a
la necesidad de alcanzar un imperioso sentire cum Ecclesia que la preferencia de los frailes por la Misa y la doctrina tradicionales harían peligrar.
No hace falta ser muy avizor para hacerse el cuadro de una banda de
ideólogos dispuestos a trascender aquel axioma protestante de la Ecclesia semper reformanda por aquel más neto y concluyente de semper transformanda, esto es: ir al grano de la «revolución permanente» sin tanta excusa principista. Pues si reformar es un "devolver la forma", transformar
equivale a sobrepasarla. Debiendo completarse el cuadro con la
delegación de facultades de parte de estos mismos ideólogos (que, pese a
la perversión de la inteligencia, no dejan de ser hombres teoréticos,
frecuentemente inhábiles para cuajar sus lucubraciones en hechos
conclusos) en una bestia impulsada por una voluntad férrea, capaz de
enlodarse hasta la frente en la consecución de los objetivos previstos.
En Bergoglio fue hallado, al fin, aquel hombre dispuesto a no dejarse
arredrar, como sus predecesores, por rémoras de cristianismo que
entorpecieran la aplicación superextensiva del programa conciliar. Ésta
es toda la novedad de este pontificado, jalonado sin pausa por los cinco
previos.
Estos mismos ideólogos, presentados con ropaje de teólogos y habiendo
hallado amplio cauce en cátedras episcopales, en seminarios y en
publicaciones especializadas, no han dejado de deducir notorias
conclusiones de su lectura fenomenista de la historia de la Iglesia. Y
habiendo tomado nota del coraje que impulsó a aquellos pontífices que
obraron eficazmente la reforma necesaria en sus respectivas épocas
(pongamos un san Gregorio VII, o un san Pío V), creyeron posible
emularlos por la aplicación de una obra de reforma que no era sino
ruptura, disrupción, cesura, dándose febrilmente a consumarla, incluso
sin ahorrar recursos moralmente reprensibles.
Ahí está, bien patente a quien se anime a mirarla de frente, la vieja
herejía del conciliarismo, vuelta a retoñar después de siglos. ¿Qué hay
sino bajo el indiscreto avío de voces como «colegialidad», «comunión
episcopal» (que ya no «comunión con el Sucesor de Pedro»), «sinodalidad»
(y ésta asimilada a koinonía, «communio») y «espíritu del
concilio», entre otras, sino un intento de minar la unidad de la fe
atacando la constitución misma de la Iglesia, tal como fue instituida
por Cristo? ¿Qué sino un solapado intento de subordinar al Papa al
colegio episcopal, haciendo del suyo una especie de "primado
honorífico"? De lo que se trata, a juzgar por los dichos y los hechos,
es de convertir el Reino de los Cielos en una república de intrigas. Ya
los concilios de Pisa y de Constanza (rectificado este último en sus
desvíos conciliaristas por la rapidez de reflejos de Martín V) no habían
sido sino «la obra de una vanguardia de intelectuales que habían
hallado [...] la ocasión para legislar para toda la Cristiandad en
nombre de las doctrinas por ellos elaboradas. Doctrinas rigurosamente
revolucionarias que no tendían a otra cosa que a imponer una nueva
concepción de la Iglesia» (Daniel-Rops, La Iglesia del Renacimiento y la Reforma). Tanto
que, partiendo de una réplica a la constitución monárquica de la
Iglesia (según ya lo había ensayado Marsilio de Padua, haciendo del
pueblo el soberano y juez de la doctrina, quien delega la autoridad en
el Concilio, y éste a su vez en el Papa), culminaba en la disolución
anárquica de la Iglesia. No otra cosa ocurre hoy, con el infausto
invento de las "comunidades de base", entre otras ocurrencias
democratizantes manadas del magma conciliar.
Que Bergoglio haga gala del más crudo espíritu de autosuficiencia a la
hora de regir a la Iglesia no se contradice con la aberración
conciliarista. Al fin de cuentas, el propio Platón señaló (fundado en la
comprobación del curso político de su tiempo) que la democracia
concluye fatalmente en tiranía: desmiéntalo si no la Revolución
Francesa, cuyo principal vástago resultó un Napoleón. Francisco, de
hecho, no ocultó que el nombramiento de un consejo de ocho cardenales
para auxiliar en el gobierno de la Curia romana había sido pedido por
los conclavistas, condicionando su elección (y contraviniendo con esto
la ley eclesiástica en vigor) al compromiso asumido a este respecto.
Coacción que no ha sido obstante para la explosión del personalismo más
despampanante en la historia del pontificado.
Por eso, si hubiera que dar crédito a quienes señalan a Francisco como
"el autentico primer papa conciliar", el primero que se quita
definitivamente de encima veinte siglos de cristianismo para encarnar
una religión nueva, hasta hoy en fase de ensayo, valdrá atender a la
acreditada voz de Enrico Maria Radaelli en orden a señalar la calamidad
del caso. En una entrevista concedida con ocasión de la publicación de
su reciente libro La Chiesa ribaltata («La Iglesia revesada», entrevista accesible en el original italiano aquí), el autor concluye, a propósito de la expresión «papa conciliar», que
Llegará, Dios mediante, la necesaria separación. Radaelli apura una
sugerencia para el pontífice, en orden a instar al Señor a intervenir,
ya que estamos con la paciencia al límite. En tratando del inminente
sínodo, nuestro autor supone, con muchos, que «es posible, por ejemplo,
que en el caso de los divorciados vueltos a casar el Papa llegue incluso
a enunciar doctrinas permisivas en nada conformes a la Sagrada
Escritura y a la Tradición. Pero sus enunciados serán a nivel práctico,
(pseudo)pastoral, y no teorético, es decir, no dogmático, de modo que la
verdad y la Iglesia no se pierdan, sino sólo se vean menoscabadas.
El asunto es, con todo, de máxima gravedad [...] Concluyo que toda la
Iglesia tendría que urgir al Papa a hacer una ordalía: sí, un verdadero y
auténtico juicio de Dios. Y esto porque después de cincuenta años la
Iglesia ha llegado a una instancia de bloqueo definitiva y última, con
un magisterio de-dogmatizado que la vuelve cada vez más irreconocible.
Es una situación insostenible: no puede durar mucho más. Pruebe el Papa,
si se anima, con los fuertes verbos jurídicos y con el plural
mayestático pontifical necesarios en tales casos («Nos establecemos,
decretamos y declaramos», Nos statuimus, sancimus et declaramus) a
dogmatizar una cualquiera de las inaceptables y felonescas novedades de
las cuales quiere llenar a la Iglesia: siendo el dogma infalible,
deponiendo sobre el fuego del dogma sus ensueños, la Iglesia quedará
infaliblemente garantizada de la perfecta y adamantina bondad de las
decisiones así enunciadas. Pero si el Papa no se anima a enunciar tales
ensoñadas novedades -y no se animará, sin dudas-, entonces querrá decir
que éstas, como se sabe, eran falsas, y la infalible verdad del dogma,
aun inmoribus, las ha desenmascarado».
«en la acepción que podemos retomar de parte del papa Bergoglio, esto quiere decir dos cosas: primero, "Papa cuya autoridad es válida en orden a la autoridad del concilio (Vaticano II)", o "conferida por el concilio (Vaticano II)", lo que, si se profesara apertis verbis, sería una herejía, o bien la herética concreción de los dictámenes del conciliábulo de Pisa y del Concilio de Constanza antes de la actuación correctiva del papa Gregorio XII; segundo, 'Papa que aplica plenamente el Concilio Vaticano II", y también ésta es una acepción herética, en tanto y en cuanto los dictados de ese concilio son heréticos (v. libertad religiosa, colegialidad episcopal, antropología antropocéntrica, sacramentalidad de las otras religiones, comunicación del mismo ente divino con el judaísmo y el Islam, etc). Y en sí misma, sobre todo, lo es la forma misma otorgada a aquella asamblea que [...] no se corresponde con la medida con que hubiese debido corresponder a las exigencias presentes de la Iglesia en el momento en que fue convocada -se le imprimió una forma mere pastoral y por lo tanto no resolutiva, a cambio de la forma rigurosamente dogmática y judicial que correspondía». Pues «la forma correcta hubiese debido ser la dogmática, determinada por la esencia "logos"». De donde «el "sistema Francisco" querría completar sistemáticamente la obra comenzada con la forma "pastoral" del Vaticano II, pero esto no hace sino extremar la voluntad de-dogmatizante comenzada con aquel concilio».Es muy de temer que los impulsores del cerrado viraje no apelen al pelele del "papa conciliar" según sólo una u otra de las acepciones reseñadas por Radaelli, sino asumiéndolas ambas. Y aun extenuándolas: el concilio ya no sería el de los prelados, sino -mucho más vasto e inclusivo- el del pueblo fiel, aquel ante quien Francisco se inclinó el día de su elección para pedirle su "bendición". Tarea que se prolonga día a día, con el esmero publicístico en conquistar el placet del vulgo televidente. Lo de la aplicación de los dictados del Vaticano II ni necesita probarse, por demás notorio: bastan el contenido de las homilías diarias de Francisco, sus entrevistas, etc. Se trata de la Iglesia finalmente configurada con la Escuela de Frankfurt, para la que el principio de identidad y no-contradicción es el preámbulo al horror nazi. La Iglesia del consenso momentáneo y voluble, que ya no del sensus fidei. Una Iglesia que, depuesta toda certeza, acaba por rendirse a la mala gnosis del naturalismo, sin el menor atisbo de explicación trascendente de las realidades terrenas. De aquí que aquel obispo o sacerdote que se aferre a la doctrina de siempre o prefiera celebrar la santa Misa según el llamado «modo extraordinario» (acaso para contraponerlo al muy ordinario «Novus Ordo») venga a parecerse a esos pobres patos que, por inadvertencia, hacen su nido en el maizal maduro, sin prever la próxima incursión de la trilladora, que todo lo despedaza. Se les está avisando que serán triturados sin compasión, porque lo que subyace es la enemistad espiritual insoluble entre dos estirpes momentáneamente confundidas en una misma sociedad.
¡A la ordalía con Bergoglio y el Concilio! |