ASÍ LE PAGAN AL PAPA SUS ATENCIONES
Parece que hubo algún revuelo hace unos días por la portada de un
tabloide argentino que, a raíz de las lamentables capitulaciones del
Sínodo en orden a la moral sexual, se animó a insultar rotundamente al Papa.
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Se trata de una publicación que, al amparo del capital contante y sonante, entrega sus regulares cretinadas para el gusto de un público cuyo cinismo viene a ocupar el lugar que otros otorgan al honor.
No les basta con ser burgueses, sino que lo son de izquierdas, lo que pone un sensible coto a su desparpajo. Vaya alguno, si no, a burlarse de las Madres de Plaza de Mayo delante de estos lanzadores de fango, y verá si no tienen sus vacas sagradas -cuyo explícito culto, por añadidura, es capaz de otorgar ese empleo remunerado tan necesario en los días que corren. Ése es el momento en que el omnímodo guasón se trueca insospechadamente en apologista; el momento en que una voz anuncia desde las sombras, al tintineo del metal áureo y con vagas inflexiones yiddish, que «se acabagon las bgomas». Pero no vamos a detenernos en estos plumíferos para quienes las señales del desenlace escatológico de la historia serán siempre interpretadas conforme a la segunda acepción del término, la única que conocen: como una arrolladora marea fecal. Atendamos sólo al retraimiento culpable de la Iglesia que, deponiendo en las últimas décadas todo ímpetu de lucha, ha permitido a sus enemigos que se le rían en la cara, aun cuando se mostraba tan condescendiente y tan proclive a pactar con ellos. Vuelve a las mientes el pasaje del Apocalipsis (17, 16), cuando se habla de aquellos diez cuernos y de la Bestia marina que, pese a sus pasadas componendas con ella, «odiarán a la prostituta y la despojarán de sus vestiduras» para comer al fin sus carnes. Si de algo estamos seguros es de que, a diferencia de la conciliar, la Iglesia fustigada por los modernistas como "constantiniana" nunca hubiera podido decirse "prostituta". Sus enemigos le temían, y no esperaban intercambiar dones con ella. Ahí está el caso de los rojos, en la Guerra Civil española, que evitaban por todos los medios enfrentarse a requetés recién comulgados. A expensas del aggiornamento en vigor, hoy hay que soportar todo tipo de afrentas (y algunas, como la que aquí nos ocupa, no tan precisamente infundadas). Con razón alertaba dom Guéranger, hace más de cien años, que los enemigos del nombre cristiano «triunfan viendo a católicos a remolque de sus sistemas y se aplauden por el progreso que han hecho, hasta imponer su lenguaje y sus ideas» (El sentido cristiano de la historia, trad. por Cora de Zaldívar, Buenos Aires, Iction, 1984, pgs. 58-60). Tanto que no faltan entre el enemigo aquellos que, entre el universal y sospechoso coro laudatorio, son capaces de manifestar su asco ante tanta cobardía.
Lo supo el gran benedictino de Solesmes:
hoy más que nunca, que se comprenda bien, la sociedad necesita doctrinas fuertes y consecuentes consigo mismas. En medio de la disolución general de las ideas, solamente el aserto, un aserto firme, denso, sin mezcla, podrá hacerse aceptar [...] Como en los primeros días del cristianismo, es necesario que los cristianos impresionen a todas las miradas por la unidad de sus principios y de sus juicios. No tienen nada que recibir de ese caos de negaciones y de ensayos de toda clase que atestiguan bien alto la impotencia de la sociedad presente [...] Mostraos pues a ella como sois en el fondo, católicos convencidos. Ella tal vez tenga miedo de vosotros durante algún tiempo; pero, estad seguros, ella volverá a vosotros. Si la halagáis hablando su lenguaje, la divertiréis un instante, luego os olvidará; porque no le habréis hecho una impresión seria. Se habrá reconocido en vosotros más o menos, y como tiene poca confianza en sí misma, tampoco la tendrá en vosotros.