LA VOCACIÓN UNIVERSAL A LA SANTIDAD
Se ha dicho con frecuencia que uno de los grandes méritos del magisterio
del Concilio Vaticano II es el de haber puesto de relieve la vocación
universal a la santidad, vale decir, de todos los fieles cristianos, en
virtud del bautismo.
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En realidad, se trata de una doctrina que tiene un
claro fundamento en la Escritura, y que como tal pertenece al acervo de
la tradición católica, que da testimonio de ella en la multitud de vidas
santas florecidas en todo tiempo en los ámbitos más diversos de la
realidad eclesial: sacerdotes, monjes, vírgenes, laicos. Con todo, es
verdad que su explicitación doctrinal es relativamente moderna, y en
este sentido correspondió al Concilio desarrollar en algunos de sus
textos la riqueza de su contenido.
Esto es lo que encontramos, en efecto, en la constitución Lumen Gentium: “La
Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, creemos que es
indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el
Padre y el Espíritu llamamos "el solo Santo", amó a la Iglesia como a su
esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef
5,25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con
el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la
Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son
llamados a la santidad, según aquello del Apóstol : "Porque ésta es la
voluntad de Dios, vuestra santificación" (1 Tes. 4, 3; Ef. 1, 4) (…) Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o
condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de
la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad
terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles,
según las diversas medidas de los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus
huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre,
deberán esforzarse para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio
del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes,
como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos
santos” (nn. 39-40).
Sobran, desde luego, los comentarios a un texto de suyo tan claro y
enjundioso, que incluye aun las precisas referencias a los lugares
neotestamentarios que avalan sus afirmaciones. En el mismo se destaca el
equilibrio entre el reconocimiento de las diferencias específicas de
cada estado de vida (tema en el que abunda más adelante el documento
citado) y el idéntico llamado a la santidad, sin restricciones, que
afecta a cada uno de ellos a su modo. A este respecto, la clave de
bóveda para comprender esta identidad está constituida por “la voluntad
de Dios”, como dice el Apóstol; “la voluntad del Padre”, como señala
después el texto, designándose en todo caso la misma realidad, a saber,
que es el mismo Dios quien señala a cada uno su lugar en el Cuerpo
Místico y le otorga los medios para alcanzar allí la perfección de la
caridad.
Ahora bien, la consecución de la santidad, vale decir, de esta
perfección de la caridad, que se identifica a su vez con la plena
obediencia a la voluntad del Padre, no es precisamente algo que se halle
al término de un camino lineal y sin obstáculos, un resultado
automático que se siga de un concertado programa de prácticas de vida
cristiana más o menos regulares. Por el contrario, imposible es siquiera
concebir la idea de santidad sin una referencia a la conversión; metánoia,
en griego, término que refleja su verdadera esencia, cual es la de
constituir un "cambio de mente", esto es, una modificación de paradigma,
una auténtica revolución interior.
Las dificultades que ello supone, y que son consecuencia del pecado, nos
son de sobra conocidas. Con todo, quizá el ejemplo de un ilustre
escritor católico del siglo XX, Gilbert K. Chesterton, pueda ayudarnos a
comprender de manera concreta en qué consiste la genuina actitud del
cristiano a este respecto...
Se cuenta, en efecto, que fue requerida en su momento la colaboración de
nuestro genial autor, quien conocía ya por experiencia la realidad de
la conversión (se convirtió al catolicismo en 1922), a fin de componer
una obra que diera respuesta a la siguiente pregunta: "¿Qué es lo que anda mal en el mundo?".
La respuesta de Chesterton a la invitación, tan extraña a su proverbial
fecundidad de discurso cuanto profundamente verdadera, no se hizo
esperar: "I am" ("Yo soy").
Quizá a pocos fuera de Chesterton se les hubiera ocurrido una salida
semejante, es verdad. Sin embargo, no es menos cierto que en ella se
refleja la actitud a la que todo cristiano está llamado, a saber, la de
la humilde conversión, único camino para llegar a la santidad.