UNA RELIGIÓN DE MASAS
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Al hablar de las realizaciones históricas del comunismo debe descartarse
de plano la prometida «sociedad sin clases» (término último que, por
utópico, quedó sin consumarse) e incluso el pretendido eslabón hacia
aquella, la llamada «dictadura del proletariado», que en los hechos paró
apenas en una tiranía comandada por una oligarquía de advenedizos, a
menudo encabezada por un sanguinario líder como Stalin o Pol Pot. Muy
más módico aunque no menos calamitoso, sin el arriesgado recurso a los
fusiles ni la pesadumbre por el sueño no alcanzado, resulta (si la
expresión no supone un oxímoron o contradictio in terminis) el
"marxismo cultural", esto es, la impregnación de sociedades
eminentemente capitalistas (super- o sub-desarrolladas, según el caso)
de tesis gratas al marxismo. Podría decirse el consuelo que los
banqueros conceden a los rojos para que éstos envenenen a gusto las
conciencias a través de la escuela, el periodismo, el cine, etc., sin la
menor mella para el plutocrático festín.
La incultura y el rencor ulceroso para con toda forma de excelencia son
el presupuesto para la propagación de este mórbido morbo, de este
persistente y malo mal. Ámbito privilegiado, por ello mismo, lo es
aquella América otrora española hoy trocada en «latina», despojada mucho
más de sus bienes espirituales y de su tradición histórica que de sus
recursos naturales. Terreno fértil para charlatanes sin coto, para
vivillos que soban a las turbas aniñadas, continente de la esperanza
del caciquismo conciliar, allí posó su huella Francisco, seguro de que
el nuevo evangelio de la promoción humana sería mejor acogido por
aquellas multitudes que por estotras que lucen cada vez más diezmadas en
Roma, un tanto ya aburrida de los trillados gags del comediante
de blanco. Pero lo más significativo, aunque no nuevo bajo el sol, allí
donde la presencia de las multinacionales de la hamburguesa no le hacen
asco al crucifijo comunista, es la promesa de la realización cada vez
más cercana de esa síntesis monstruosa de las ideologías bajo la
amalgama de un santón de proyección universal.
Alguna vez se dijo, con acierto hoy próximo a verificarse, que la
proclama revolucionaria de «libertad, igualdad, fraternidad» no era sino
una profecía dicha por boca de ganso acerca de tres sucesivos estadios
-en devenir dialéctico- de los nuevos tiempos inaugurados en 1789: el
primero, alusivo al auge del liberalismo; el segundo, a la réplica
comunista; el tercero, al fin, a la síntesis fraternal de ambos en una
fórmula contrahecha, con rasgos de uno y otro, al modo del grifo o el
minotauro. En esto estamos, según se deduce de una multitud de indicios
que sería largo y ocioso enumerar. El más reciente de los cuales son las declaraciones de Francisco sobre
las críticas levantadas en Estados Unidos por su frecuente discurso
anticapitalista, en atención a las cuales ofrece -siempre fiel a su
estilo- la omnímoda medicina del diálogo. Se trata del supremo arte de
complacer a tirios y troyanos.
Esa síntesis esperpéntica, al igual que las falaces esperanzas
suscitadas por aquellas dos ideologías que el Magisterio definió como
«intrínsecamente perversas», ofrecerá la suya propia, recapituladora de
ambas: la colectivización del individualismo, otra utopía malsana
pasible al menos de parcial realización a instancias de la fiebre
tecnicista, capaz de sacar panes de las piedras. Acá entra la ampliación
creciente de derechos, uno de los signos más elocuentes de nuestros
días, que incluye poco menos que el permiso para todas las aberraciones
imaginables. Las conclusiones del sonado Sínodo, en octubre, podrán ser
la bendición oficial de este proceso que la Iglesia se ha empeñado en
acompañar, cada vez más persuadida (por "experta en humanidad") de que
los caprichos del hombre merecen ser contentados. Con la sonriente
aquiescencia de la jerarquía de esta nueva religión de masas.