CAPÍTULO I
LOS CIMIENTOS DEL EDIFICIO: DE LOS ALBORES A LA CONSOLIDACIÓN
I.1. MERCADERES DEL MEDIEVO Y MAGNATES RENACENTISTAS
Ya en una fase tan temprana de la alta Edad Media como el siglo sexto,
Gregorio de Tours narra que, con motivo de la entrada del rey
Gontran en Orleans, acaecida el año 585, el monarca fue aclamado por la
muchedumbre "en latín y en la lengua de los sirios".
Poco después, en el 591, el rey Clotario concedía la sede
episcopal de París a un acaudalado mercader sirio, tras el oportuno
desembolso por parte de éste de una importante suma pecuniaria. No
obstante, la numerosa presencia de mercaderes y negociantes sirios en la Europa
medieval desapareció casi por completo, y por causas escasamente
conocidas, hacia principios del siglo IX, momento a partir del cual su lugar sería
ocupado por sus principales competidores, los comerciantes judíos.
Durante los cinco siglos siguientes, la trayectoria de los mercaderes
israelitas en territorio europeo se verá envuelta en una compleja sucesión
de éxitos económicos y de vicisitudes políticas de muy
diverso signo. Duramente tratados por varios monarcas visigodos y burgundios, su
momento de mayor esplendor e influencia se producirá en la Francia
Carolingia, período después del cual sus condiciones fueron
empeorando progresivamente hasta desembocar en la expulsión decretada en
1306 por el rey Felipe el Hermoso, que confiscó todas sus propiedades. A
partir de aquel suceso habrá que esperar tres siglos para advertir
nuevamente la presencia de los empresarios y banqueros judíos en los
primeros lugares de la economía europea, coincidiendo con la gran eclosión
mercantil y financiera que se produjo a lo largo del siglo XVII en los Países
Bajos. Desde entonces, y ya sin interrupción, su auge no haría
sino ir en aumento.
Pero el interdicto del trono francés no afectó únicamente
a los negociantes hebreos, sino que se hizo extensivo a los otros dos grandes
poderes económicos de la época: los Templarios y
los mercaderes lombardos, aunque los resultados del golpe fueron distintos en
cada caso. Así, mientras que la Orden del Temple, principal potencia
financiera por entonces, se precipitó a raíz de aquel evento en
un declive irremisible en prácticamente todo el occidente europeo, para
los empresarios lombardos el suceso apenas supuso un contratiempo limitado al
territorio francés y al reinado del citado monarca. En sus restantes
dominios, y muy especialmente en el ámbito mediterráneo, su poderío
permanecería inalterable, hasta el punto de poder afirmarse que con ellos
se inició la configuración de los elementos que iban a dar paso al
capitalismo renacentista y moderno.
No obstante, dentro de la denominación genérica de lombardos
debe significarse la existencia de dos grupos claramente diferenciados, tanto
por sus actividades mercantiles como por los métodos y procedimientos que
caracterizaron a cada uno de ellos. Tales fueron, de un lado, los mercaderes
florentinos, y de otro, los grandes empresarios genoveses y venecianos. En
cualquier caso, la preponderancia económica alcanzada por todos ellos a
partir del siglo XIV se hizo ostensible no solamente en la cuenca mediterránea,
sino también en países como Alemania, Francia o Inglaterra, al
punto que durante las tres centurias siguientes la denominación de
lombardo fue sinónimo en toda Europa de prestamista usurario.
Si fuese preciso citar un nombre paradigmático de la influencia y el
poderío alcanzados por los magnates florentinos, éste no podría
ser otro que el de la familia Médicis, cuya trayectoria
e intereses discurrieron por lo regular íntimamente ligados a los del
Estado Vaticano. De hecho, Juan de Médicis, fundador de
la dinastía, fue el banquero oficial de los papas Juan XXII
y Martín V, siendo su hijo Cosme quien gestionó
y administró todos los movimientos de fondos destinados a financiar el
Concilio de Basilea de 1431. Pero el momento de máximo esplendor de la
familia se iba a alcanzar con un biznieto de Juan de Médicis, Lorenzo el
Magnífico, quien tomó parte activa en casi todas las disputas y
querellas europeas de su época, aunque el escaso tino que demostró
en tales menesteres le acarreó un cúmulo de reveses y enemistades
que acabarían provocando el declive político y financiero del
clan. Pese a todo, la saga de los Médicis aún sobrevivió
durante largos años a su decadencia, como lo demuestra el hecho de que
dos de sus miembros se sentaran en el solio pontificio (Clemente VII
y León X) y otros dos alcanzaran la dignidad real (Catalina
y María de Médicis, ambas reinas de Francia).
Entre las notas que caracterizaron la metodología operativa de los
comerciantes florentinos merecen significarse su inclinación por los
procedimientos de componenda negociada, ciertamente inusuales en una época
más proclive a la confrontación, y la preponderancia que
concedieron en sus operaciones comerciales a los aspectos financieros sobre los
de índole estrictamente mercantil. Más que comerciantes, pues,
fueron traficantes en dinero, es decir, banqueros. De su pericia negociadora, de
la que ellos mismos se ufanaban, da buena prueba el hecho de que Florencia fuese
el único Estado del occidente europeo que mantuvo por entonces excelentes
relaciones con el Imperio Otomano, relaciones en las que el lucro y el beneficio
primaron en todo momento sobre cualquier otra consideración.
Por lo que se refiere a las peculiaridades psíquicas propias del
sujeto mercantil, eso que en un alarde eufemístico ha dado en calificarse
como "virtudes burguesas", bien podría decirse que éstas
alcanzaron en los negociantes florentinos su más nítida
manifestación. Como será fácil advertir, nos estamos
refiriendo a la racionalización a ultranza de la administración
económica y, por extensión, de la vida en general, de la
austeridad, la diligencia, la economicidad, la laboriosidad, la templanza y demás
atributos prototípicos de la mentalidad mercantilista. Atributos que una
mistificación secular de muy diverso signo ha venido presentando bajo la
forma de otras tantas categorías morales, cuando lo cierto es que nunca
tuvieron otra causa o razón de ser que el puro y simple utilitarismo. Y
buena muestra de ello nos la ofrece un próspero mercader florentino de la
época, Leon Battista Alberti, cuyos escritos
constituyen un documento de inapreciable valor para comprender la mentalidad que
impregnaba el quehacer de la burguesía emergente del momento. Por otra
parte, las reflexiones de dicho personaje, recogidas en un libro titulado "Del
Goberno della Famiglia", gozaron ya en su época, y durante
mucho tiempo después, de una notable popularidad, y en ellas puede
encontrarse un perfecto prontuario del espíritu florentino, en concreto,
y de la mentalidad mercantilista en general. De hecho, todos los preceptos y
recomendaciones de tales escritos se verían reproducidos casi con
exactitud en textos muy posteriores y de muy diversa nacionalidad.
Así, tras pasar revista en su obra a las ya mencionadas cualidades "morales"
que deben presidir la vida del buen mercader, el florentino Alberti deja
traslucir la razón última de tanta virtud con frases como éstas:"Hijos
míos, sed caritativos como lo manda nuestra santa Iglesia, pero preferid
el amigo afortunado al desgraciado, y el rico al pobre. El mayor arte de la vida
consiste en parecer caritativo y superar al astuto en astucia";
"La honestidad es siempre la mejor maestra de la virtud, la más
fiel compañera de las buenas costumbres, la madre de una existencia
feliz. Nos es extraordinariamente útil, porque si nos consagramos sin
descanso al cultivo de la honestidad seremos ricos y nos ganaremos el elogio y
la veneración generales".
Está bien claro, pues, que las tan manidas virtudes burguesas no
fueron nunca sino un cúmulo de estereotipos, o lo que es lo mismo, una
serie de condicionantes imprescindibles en determinadas circunstancias para la
prosperidad y buena marcha de los negocios. Estereotipos, en definitiva, que en
modo alguno constituyen los rasgos esenciales y definitorios del capitalismo,
que podrá ser austero u ostentoso, pacato o libertino, negociador o
brutal, según convenga en cada momento y circunstancia, pero cuya genuina
caracterización vendrá siempre marcada por una visión
economicista, utilitarista y materialista de la existencia. Es esto último
lo que constituye la auténtica esencia de la idiosincrasia burguesa, algo
que, en rigor, no podría asimilarse hoy al capitalismo de manera
restrictiva, sino, más propiamente, a la mentalidad contemporánea
en su totalidad, y ello por la sencilla razón de que los fundamentos
esenciales del capitalismo moderno (materialismo, positivismo, economicismo,
utilitarismo, etc.) fueron la matriz ideológica en la que se inspiraron
las doctrinas supuestamente antagónicas surgidas con posterioridad.
Todo apunta, por tanto, al siglo XIV como el punto de partida de la
mentalidad mercantilista moderna, y no sólo por la forma en que ésta
se iba plasmar en los agiotistas florentinos y en otros traficantes coetáneos
suyos, sino también por el clima de apego desmedido a los bienes
materiales que por entonces comenzó a generalizarse, y del que dan buena
cuenta numerosos testimonios de la época. Precisamente, uno de los
sectores donde con mayor virulencia se manifestó ese "lucri rabies"
del que hablan las crónicas fue el eclesial. El propio Alberti, nada
sospechoso de tendenciosidad al respecto, señalaría más de
una vez en sus escritos que la codicia y el afán de lucro desmedido eran
rasgos sumamente extendidos entre los clérigos de su tiempo. Del papa
Juan XXII escribió el comerciante florentino en estos términos:"Tenía
defectos y, sobre todo, aquél que, como es sabido, es común a casi
todos los clérigos: era codicioso en grado sumo".
Pero el mal, restringido en un principio a determinados círculos
sociales (la putrefacción comienza siempre por arriba), no tardaría
en extenderse al resto de la población, muy especialmente en los países
de mayor desarrollo mercantil de la Europa occidental (Italia, Alemania,
Francia). Así habrían de reflejarlo fuentes tan heterogéneas
como los cantares del Carmina Burana, la "Descripción de Florencia"
de Dante, o los escritos posteriores de Erasmo de Rotterdam,
en uno de los cuales se lamenta de que "todo el mundo obedece al
dinero", una descripción de su época que a buen seguro
le habría parecido exagerada de haber conocida la sociedad de consumo
actual.
Con todo, el acontecimiento más significativo de la mentalidad económica
surgida en la época renacentista no sería tanto el auge del
mercantilismo como la irrupción del préstamo pecuniario a modo de
herramienta comercial de primera magnitud. Una práctica hasta entonces
secundaria y casi restringida al círculo de los agiotistas judíos,
y que a partir del siglo XIV comenzó a convertirse en un instrumento
fundamental del nuevo sistema económico. Iniciaba así su andadura
el capitalismo financiero, que no representa sino un eslabón superior, un
salto cualitativo respecto del capitalismo meramente mercantil, y cuyas funestas
consecuencias habrían de hacerse bien patentes con el transcurso del
tiempo. Dado que en el marco implantado por el capitalismo financiero queda
eliminada toda noción de corporeidad, el acto económico se
convierte en algo de naturaleza puramente abstracta, posibilitándose con
ello el lucro a costa del trabajo de terceros y, lo que es peor, el dominio
absoluto de toda la realidad económica, política y social. Añádase
a esto el hecho de que el sistema monetario está desde hace tiempo en
manos de las grandes entidades financieras, lo que les confiere a éstas
la potestad no ya de traficar con el dinero ajeno, sino incluso de crearlo de
la nada, consolidando de esta forma su dominio a partir de una entelequia
irreal. Una circunstancia que Frederick Soddy, nobel de Economía
en 1921, calificaría certeramente con estas palabras: "el
rasgo más siniestro y antisocial del dinero escriptural es que no tiene
existencia real".
Finalmente, no podrá cerrarse este epígrafe sin poner de
manifiesto las notables diferencias existentes entre el concepto de "libre
mercado", tal y como era entendido éste en la época
renacentista, y el que sostiene la ideología actual, diferencias debidas,
naturalmente, a la inexorable dinámica expansiva propia de la economía
capitalista. En efecto, la libre actividad comercial de entonces, contrariamente
al modelo actual, estuvo sometida en sus inicios a una serie de restricciones
elementales absolutamente impensables hoy. De hecho, en los albores del
capitalismo la competencia mercantil no constituía un principio supremo
al que pudiera apelarse para traspasar ciertos límites considerados
entonces infranqueables. Límites entre los que figuraban el abaratamiento
intencionado de precios para arruinar al competidor, o la propaganda destinada
tanto a sobrestimar los propios productos como a menospreciar los de cualquier
otro comerciante. No hará falta comentar que en la época actual,
en que el principio del lucro y del beneficio prevalece sobre cualquier otra
consideración, aquellos antiguos escrúpulos, por elementales que
pudieran parecer, serían considerados irrisorios. Lo mismo podría
decirse de la austeridad y el recato postulados por los doctrinarios del
capitalismo temprano, conceptos que por entonces no limitaban su aplicación
a la administración de los negocios, sino que se hacían extensivos
a la propia vida privada, y ello por las razones de utilidad ya comentadas. Es
evidente que, con el transcurso del tiempo, aquel afán economizador en la
gestión comercial no sólo se ha mantenido, sino que, en virtud de
uno de los principios esenciales del mercantilismo contemporáneo (la
reducción de costes), se ha acentuado progresivamente. Sin embargo, la
vida social y la esfera privada de los grandes magnates económicos hace
ya largo tiempo que no participan de los esquemas arcaicos, constituyendo, por
el contrario, un verdadero alarde de lujo y ostentación. Lo que pone de
manifiesto una vez más la naturaleza de esos estereotipos aglutinados
bajo el tópico de las "virtudes burguesas", meros
convencionalismos circunstanciales de los que se prescindió tan pronto
como dejaron de ser necesarios.
Así pues, el concepto de libre mercado, tal y como es entendido en el
presente, y la idea de una publicidad dirigida a perseguir y asaltar a los
potenciales clientes, era algo totalmente extraño a la mentalidad
predominante por aquel entonces. En ningún código ideológico
o moral de la Europa renacentista tuvieron cabida semejantes conceptos, con la
única excepción de la literatura rabínica y, más
concretamente, del Talmud. Y aunque este último hecho no carezca de
importancia, tampoco constituye la clave que sirva para explicar de manera
concluyente la irrupción y el asentamiento del modelo capitalista, como
determinados tratadistas (Sombart entre los más notables) han pretendido
explicar. Baste decir al respecto que dicho modelo económico debió
buena parte de su arraigo a la activa participación de individuos y
sectores sociales cuyo acervo cultural e ideológico poco tenían
que ver con el judaico. Menos consistente aún es el argumento de la teórica
incompatibilidad entre el capitalismo y el código religioso vigente en la
Europa renacentista, ya que en tiempos de putrefacción los reglamentos
morales no son sino letra muerta, o peor aún, meras herramientas de sórdida
instrumentalización.
Todo lo apuntado no impide ser cierto el importante papel desempeñado
por la plutocracia judía en la consolidación del capitalismo, al
punto que todo intento por describir la evolución y el desarrollo de la
sociedad moderna prescindiendo de dicha participación sería tanto
como falsificar la Historia, además de suponer un injusto escamoteo de
los méritos contraídos por la oligarquía israelita con el
sistema vigente y tan unánimemente ensalzado en la actualidad. Por lo demás,
no deja de ser paradójico que hayan sido precisamente autores hebreos
quienes con más claridad y rigor han escrito sobre este asunto hoy tabú
(Bernard Lazare, Marcus Ravage, Artur
Koestler, Benjamín Beit, Alfred
Lilienthal, etc.). Autores que constituyen la mejor fuente de
información al respecto, además de la única a la que los
intoxicadores de oficio no podrán aplicar el acostumbrado sambenito del
antisemitismo.
Dicho esto, volvamos, pues, al tema apuntado líneas atrás,
esto es, al reglamento talmúdico, para significar que, efectivamente, son
varios los preceptos de ese código que recogen el principio en virtud del
cual la conducta de sus seguidores deberá atenerse a normas distintas según
se trate de miembros de su comunidad o de individuos ajenos a ella. A estos últimos,
es decir, a los goim (término mediante el que se designa a los no-judíos),
es lícito "mentirles y trampearlos". Una concepción que,
aplicada al terreno mercantil, alcanzaría uno de sus momentos álgidos
en la Polonia del Antiguo Régimen, tal y como lo refleja un apunte sobre
el particular tan poco sospechoso de animosidad como el del rabino e historiador
Heinrich Graetz, quien describió el proceder de los
mercaderes hebreos de aquella época con estas palabras: "Líos
y tergiversaciones, artimañas jurídicas, chocarrería y una
cerrazón total ante todo lo que se hallase fuera de su horizonte, en eso
consistía la esencia y forma de vida de los judíos polacos.....La
honradez y la rectitud les eran tan ajenas como la sencillez y la veracidad.
Esta cuadrilla asimiló las mañosas enseñanzas de las
escuelas superiores (rabínicas) y las utilizaba para engañar a los
menos astutos, experimentando con ello una especie de gozo triunfal. Claro es
que su argucias difícilmente podían emplearlas contra sus hermanos
de religión, que se las sabían todas; pero el mundo no-judío
con que trataban sufrió en sus propias carnes la superioridad del ingenio
talmúdico del judío polaco....La depravación de los judíos
polacos acabó volviéndose contra ellos de manera sangrienta, y
tuvo como consecuencia el que la restante judería europea se contagiara
durante un tiempo del modo de ser polaco. Con la emigración de los judíos
polacos (a raíz de las persecuciones cosacas) se polonizó, por así
decirlo, todo el mundo judío".
En cualquier caso, y situándonos en el momento presente, la cuestión
principal hoy ya no es tanto la libertad estrictamente mercantil, que incluso
podría considerarse como un asunto menor, sino el libertinaje que preside
el movimiento del capital transnacional y la impunidad con la que operan los
grandes traficantes financieros. Y todo ello al amparo del "libre mercado",
una falacia refrendada por todos los foros políticos subordinados a la
Alta Finanza mundial, entre los que figura por méritos propios el
engendro pergeñado en Maastricht.
En eso, en el dominio absoluto de una reducida oligarquía, consiste
el concepto de "libertad" alumbrado por el modelo capitalista, gracias
al cual ha podido configurarse una sociedad de siervos alienados y envilecidos
por el consumo material.