lunes, 29 de agosto de 2016

El populismo, patología política y social Por Néstor Vittori

El populismo, patología política y social
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Por Néstor Vittori
El populismo, en su camino al poder, es la utilización discursiva del carisma para juntar demandas y frustraciones equivalentes de segmentos de la sociedad, dándoles un denominador común, que si no resuelve esas frustraciones y reclamos, por lo menos les crea un colectivo que las representa en su proyección reivindicativa y les promete un escenario de ingresos económicos que involucra esas aspiraciones de vida mejor, aún sin correlato con las posibilidades de su sociedad en orden a las reglas de la economía.
Ese colectivo, que generalmente divide a la sociedad entre los que pueden o tienen y los que pueden o tienen menos, agrupa a los protagonistas de la supuesta injusticia social y aprovecha conceptos antinómicos como “oligarquía y pueblo” para alinearlos con su discurso.


Tras esa clasificación maniquea, el líder carismático invita al “pueblo” a subirse a un colectivo imaginario que representa esos reclamos populares, y en esa dinámica genera una subcultura estructurada en torno a la reivindicación, pero no de las frustraciones segmentadas, sino de las expresadas por el liderazgo. En realidad, se produce la aceptación tácita de un discurso que no resuelve los problemas de cada segmento, aunque potencialmente lo representa. El pueblo segmentado deja de tener su discurso reclamante para adherirse al discurso del líder.
A tal extremo puede llegar esta adhesión, que aún en el ocaso del liderazgo, y pese a la evidencia de la su utilización en situaciones de corrupción en la gestión pública y enriquecimiento personal escandaloso, los seguidores niegan la realidad, bloqueándose en una sujeción sin críticas, porque perder al líder les significa perder la referencia de la proyección de sus aspiraciones.
Esta situación resulta muy parecida a la profesión de fe dogmática que caracteriza a las religiones y que responde a su ortodoxia. La diferencia está en el hecho de que si las religiones reclaman ese dogmatismo, lo hacen en función del reconocimiento de una divinidad supraterrenal, que propone un campo místico, condicionante de una conducta de vida mejor, más compasiva y justa; mientras que la dogmática política de los liderazgos populistas, entroniza al líder como figura cuasireligiosa, aunque su mensaje sea terrenal, discriminatorio y combativo, a la vez que represivo respecto del sector definido como ajeno, adversario o enemigo.
No pocas veces la religión y los liderazgos carismáticos confluyen, potenciando su peligrosidad y capacidad destructiva.
Resulta patética la división de la sociedad en un encolumnamiento amigo-enemigo, que excluye toda posibilidad de enfoques parciales que puedan derivar en apoyos o críticas, de acuerdo con la evaluación de diferentes situaciones y conductas. Si se avala todo, se pertenece, y si se critica, aunque sea parcialmente, se está en el bando opuesto; y en tal caso opera la consigna “a los enemigos ni justicia”.
Esta adscripción absoluta a circunstancias parciales resulta muy dañina para el conjunto social, porque instala una cultura que, al excluir la crítica no sólo sacrifica la independencia y la libertad, también destruye presupuestos indispensables para la concepción republicana democrática.
Más allá del daño actual, produce un daño cultural, porque habilita conductas sociales que contradicen los marcos de referencia institucionales, para sustituirlos por una permisividad ligada con el voluntarismo carismático, que destruye los valores que expresan límites al poder del Estado, y en su discrecionalidad, perturban los derechos, libertades y garantías de los particulares. Es la incorporación cultural del “vale todo” y “vamos por todo”.
Las contradicciones sociales entre ricos y pobres, entre empleadores y empleados, entre prestadores y usuarios, entre lo público y lo privado, entre otras, responden a categorías que se dan dentro de una misma sociedad, y generalmente no son definitorias de construcciones dogmáticas o ideológicas, en la medida que admiten un hogar común, aunque se realicen esfuerzos para cristalizar cambios que se consideran convenientes desde cada perspectiva. Pero que en la medida que se proyecten dentro del mismo marco institucional, hay constantes que no se modifican y constituyen los paradigmas respetados por el conjunto. En este contexto, las variaciones son posibles, y es razonable la pugna por el logro de mejores condiciones y conquistas en la dinámica social. Pero para eso la sociedad tiene reglas, de cuya vigencia y respeto depende el equilibrio y estabilidad de la vida comunitaria.
La ruptura de esos equilibrios, que en muchos casos pueden ser hasta impresionantes, no sólo no ayudan, sino que en muchos casos ahuyentan la confianza necesaria como respaldo de la vida en común. Un caso paradigmático de estas contradicciones es el de las pugnas sindicales por mejores salarios y condiciones de trabajo, que cuando se vuelven salvajes pintan un escenario de inseguridad e inestabilidad que desalienta nuevas inversiones, sin las cuales no hay aumento del empleo ni de salarios.
Cuando en ese contexto de contradicciones sectoriales confluyen la visión maniquea y el liderazgo carismático, se construye o se fortalece la visión clasista, transformando el debate social en debate ideológico, lo que si bien puede tener un trasfondo humanizador, en la mayoría de los casos conspira contra el sistema económico que lo sustenta.
En ese momento, aparece la fractura más peligrosa, porque si el cambio de sistema es asumido por el conjunto de la sociedad, adquiere legitimidad democrática. Pero si surge de la pulsión de imponerse desde la facción, ya sea desde el llano como desde la cima del poder, o de ambos juntos, es inevitable que se produzcan fracturas parciales que entorpecen y perjudican al conjunto.
La sociedad promedio quiere normalidad, rechaza el salvajismo y el autoritarismo. Esto ha quedado demostrado a lo largo de la historia y, en nuestro caso, a través de las manifestaciones pacíficas realizadas en nuestro país en los últimos años, incluso en reclamos dolorosos.
El populismo salvaje es una grave patología de nuestro tiempo y una frustrante experiencia que no sólo no consigue nada duradero, sino que termina agrupando a las mayorías en su contra, por más que se las invoque. Luego de los excesos llega el hartazgo social, el desplazamiento del mandamás, su enjuiciamiento jurídico, político y social. Pero el drama es que deja a sus sucesores institucionales la tierra arrasada por su insaciable y enfermiza voluntad de poder

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