El populismo, patología política y social
Por Néstor Vittori
El populismo, en su camino al poder, es
la utilización discursiva del carisma para juntar demandas y
frustraciones equivalentes de segmentos de la sociedad, dándoles un
denominador común, que si no resuelve esas frustraciones y reclamos, por
lo menos les crea un colectivo que las representa en su proyección
reivindicativa y les promete un escenario de ingresos económicos que
involucra esas aspiraciones de vida mejor, aún sin correlato con las
posibilidades de su sociedad en orden a las reglas de la economía.
Ese colectivo, que generalmente divide a la sociedad
entre los que pueden o tienen y los que pueden o tienen menos, agrupa a
los protagonistas de la supuesta injusticia social y aprovecha conceptos
antinómicos como “oligarquía y pueblo” para alinearlos con su discurso.
Tras esa clasificación maniquea, el líder carismático
invita al “pueblo” a subirse a un colectivo imaginario que representa
esos reclamos populares, y en esa dinámica genera una subcultura
estructurada en torno a la reivindicación, pero no de las frustraciones
segmentadas, sino de las expresadas por el liderazgo. En realidad, se
produce la aceptación tácita de un discurso que no resuelve los
problemas de cada segmento, aunque potencialmente lo representa. El
pueblo segmentado deja de tener su discurso reclamante para adherirse al
discurso del líder.
A tal extremo puede llegar esta adhesión, que aún en
el ocaso del liderazgo, y pese a la evidencia de la su utilización en
situaciones de corrupción en la gestión pública y enriquecimiento
personal escandaloso, los seguidores niegan la realidad, bloqueándose en
una sujeción sin críticas, porque perder al líder les significa perder
la referencia de la proyección de sus aspiraciones.
Esta situación resulta muy parecida a la profesión de
fe dogmática que caracteriza a las religiones y que responde a su
ortodoxia. La diferencia está en el hecho de que si las religiones
reclaman ese dogmatismo, lo hacen en función del reconocimiento de una
divinidad supraterrenal, que propone un campo místico, condicionante de
una conducta de vida mejor, más compasiva y justa; mientras que la
dogmática política de los liderazgos populistas, entroniza al líder como
figura cuasireligiosa, aunque su mensaje sea terrenal, discriminatorio y
combativo, a la vez que represivo respecto del sector definido como
ajeno, adversario o enemigo.
No pocas veces la religión y los liderazgos carismáticos confluyen, potenciando su peligrosidad y capacidad destructiva.
Resulta patética la división de la sociedad en un
encolumnamiento amigo-enemigo, que excluye toda posibilidad de enfoques
parciales que puedan derivar en apoyos o críticas, de acuerdo con la
evaluación de diferentes situaciones y conductas. Si se avala todo, se
pertenece, y si se critica, aunque sea parcialmente, se está en el bando
opuesto; y en tal caso opera la consigna “a los enemigos ni justicia”.
Esta adscripción absoluta a circunstancias parciales
resulta muy dañina para el conjunto social, porque instala una cultura
que, al excluir la crítica no sólo sacrifica la independencia y la
libertad, también destruye presupuestos indispensables para la
concepción republicana democrática.
Más allá del daño actual, produce un daño cultural,
porque habilita conductas sociales que contradicen los marcos de
referencia institucionales, para sustituirlos por una permisividad
ligada con el voluntarismo carismático, que destruye los valores que
expresan límites al poder del Estado, y en su discrecionalidad,
perturban los derechos, libertades y garantías de los particulares. Es
la incorporación cultural del “vale todo” y “vamos por todo”.
Las contradicciones sociales entre ricos y pobres,
entre empleadores y empleados, entre prestadores y usuarios, entre lo
público y lo privado, entre otras, responden a categorías que se dan
dentro de una misma sociedad, y generalmente no son definitorias de
construcciones dogmáticas o ideológicas, en la medida que admiten un
hogar común, aunque se realicen esfuerzos para cristalizar cambios que
se consideran convenientes desde cada perspectiva. Pero que en la medida
que se proyecten dentro del mismo marco institucional, hay constantes
que no se modifican y constituyen los paradigmas respetados por el
conjunto. En este contexto, las variaciones son posibles, y es razonable
la pugna por el logro de mejores condiciones y conquistas en la
dinámica social. Pero para eso la sociedad tiene reglas, de cuya
vigencia y respeto depende el equilibrio y estabilidad de la vida
comunitaria.
La ruptura de esos equilibrios, que en muchos casos
pueden ser hasta impresionantes, no sólo no ayudan, sino que en muchos
casos ahuyentan la confianza necesaria como respaldo de la vida en
común. Un caso paradigmático de estas contradicciones es el de las
pugnas sindicales por mejores salarios y condiciones de trabajo, que
cuando se vuelven salvajes pintan un escenario de inseguridad e
inestabilidad que desalienta nuevas inversiones, sin las cuales no hay
aumento del empleo ni de salarios.
Cuando en ese contexto de contradicciones sectoriales
confluyen la visión maniquea y el liderazgo carismático, se construye o
se fortalece la visión clasista, transformando el debate social en
debate ideológico, lo que si bien puede tener un trasfondo humanizador,
en la mayoría de los casos conspira contra el sistema económico que lo
sustenta.
En ese momento, aparece la fractura más peligrosa,
porque si el cambio de sistema es asumido por el conjunto de la
sociedad, adquiere legitimidad democrática. Pero si surge de la pulsión
de imponerse desde la facción, ya sea desde el llano como desde la cima
del poder, o de ambos juntos, es inevitable que se produzcan fracturas
parciales que entorpecen y perjudican al conjunto.
La sociedad promedio quiere normalidad, rechaza el
salvajismo y el autoritarismo. Esto ha quedado demostrado a lo largo de
la historia y, en nuestro caso, a través de las manifestaciones
pacíficas realizadas en nuestro país en los últimos años, incluso en
reclamos dolorosos.
El populismo salvaje es una grave patología de
nuestro tiempo y una frustrante experiencia que no sólo no consigue nada
duradero, sino que termina agrupando a las mayorías en su contra, por
más que se las invoque. Luego de los excesos llega el hartazgo social,
el desplazamiento del mandamás, su enjuiciamiento jurídico, político y
social. Pero el drama es que deja a sus sucesores institucionales la
tierra arrasada por su insaciable y enfermiza voluntad de poder
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