“A coger atléticamente”: Un obispo habla claro
Publico
aquí, resumidamente, el valiente artículo de Mons. Aguer, obispo de La
Plata, Argentina, que seguramente le traerá algunos problemas, a Dios
gracias. Pues si no somos sal de la tierra…
P. Javier Olivera Ravasi
La fornicación
Por Mons. HECTOR AGUER, (*) Arzobispo de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas
Encabezo deliberadamente
esta nota con un título chocante; lo es porque la palabra empleada ha
caído en desuso y puede causar extrañeza. No cito la definición del
catecismo sino la del diccionario: “tener ayuntamiento o cópula carnal fuera del matrimonio”. Este vicio se ha convertido en algo trivial, común, insustancial. Lo llamo vicio
porque el diccionario define “fornicario: que tiene el vicio de
fornicar”. Él o ella en principio, aunque hoy día la “igualdad de
género” permite otras combinaciones, antinaturales.
Indico dos ejemplos de banalización. En la Sección Espectáculos de EL DIA (diario argentino) se puede seguir una crónica diaria de la fornicación en el mundo de la farándula;
hay records notables de señoritas (no estoy seguro de que sea ésta la
identificación que corresponde) que cambian de “novio” cinco o seis
veces al año; se supone que no se reúnen con ellos a leer la Biblia (…). El
mal ejemplo cunde, fascina, lo anormal se puede ir convirtiendo en
deseable primero, luego en moralmente neutro y finalmente en normal. “Lo
hacen todos”, ese es el lema.
SEXO EN LOS JUEGOS OLIMPICOS
El segundo ejemplo
prometido procede de los Juegos Olímpicos. El Ministerio de Salud de
Brasil envió a Río de Janeiro nueve millones de profilácticos, 450.000
destinados a la Villa de los Atletas, donde se hospedaban 10.500
deportistas de todo el mundo, más los técnicos. La prensa brasileña hizo
un cálculo: 42 condones por cada atleta, teniendo en cuenta los 17 días
de duración de las competencias. La preparación para las mismas impone,
como es lógico, la abstinencia, pero después de cada competición; ¡a coger atléticamente! No se asuste el lector por el uso de este verbo, no incurro en una grosería impropia de un obispo. El Diccionario de la Academia, en la acepción 24 del término señala que es un vulgarismo americano: “realizar el acto sexual”; pero en la acepción 19 define: “cubrir el macho a la hembra”; aquí entonces aparece en el significado de la palabra un matiz de animalidad.
Quiero decir en consecuencia que la cultura fornicaria que se va
extendiendo sin escrúpulo alguno es un signo de deshumanización, no es
propia de mujeres y varones como deben ser según su condición personal.
Algo de no humano, de animaloide aparecería en esa conducta (…).
Pienso en el “petting” (manoseos) descontrolado en lugares públicos. Valga una muestra del impudor hodierno: los
“trajes” de baño femeninos que se reducen a tres trocitos simbólicos de
tela; ¿no sería más sincero que en la playa o la pileta se presentasen
desnudas? No cargo la cuenta sobre el bello sexo; era
tradicional que el varón tomara la iniciativa, y lo hace muchas veces
abusando de su vigor, aunque las artes de la seducción no le sean
ajenas, ahora desplegando instrumentos cosméticos, gimnásticos y hasta
quirúrgicos (…).
LIBERTAD LUCIDA
La banalización que he
señalado implica asimismo una confusión fatal acerca del amor: no es
éste una mera efusión sentimental, ni la sola atracción física, sino
especial y esencialmente un acto electivo de la voluntad, en el que se
ejercita en pleno la libertad, una libertad lúcida, consciente, una
decisión de permanencia que aquieta para siempre en el bien amado. La
seducción de la belleza, por cierto, cumple su papel -Platón asociaba
sabiamente belleza y eros- en el conjunto de la elección personal. Lo
propiamente humano es que tal decisión electiva sea para siempre, como
signo de madurez, preparada en una educación para el respeto mutuo, la
amistad sin fingimiento, la disposición a afrontar juntos -él y ella-
las dificultades de la vida tanto como las infaltables alegrías.
Entonces cobra sentido la unión sexual de un varón y una mujer.
En el contexto de una recta
antropología, de una idea completa del ser humano en la que se asume su
realidad biológica y psicológica, es fácil comprender que el acto sexual tiene una doble finalidad: es unitivo y procreativo.
El gesto de la unión corporal acompaña, ratifica e incentiva la unión
de las almas. La fornicación lo convierte en una gimnasia superficial y
provisoria, propia de parejas desparejas, sin el compromiso de por vida
que integra la expresión sexual en el conjunto de la convivencia
matrimonial, con la apertura a los hijos. Una señal alarmante de
deshumanización se manifiesta en el lenguaje: novio-novia, ex novio- ex
novia, pareja-ex pareja, ya no marido y mujer, esposo y esposa;
aquello debe llamarse, en realidad, concubinato. Las consecuencias
personales y sociales se pueden percibir en la orfandad afectiva –e
incluso efectiva- de tantos niños y adolescentes y la cantidad superior
de abusos que se registra precisamente en el interior de esas formas de
“rejunte”, que no son verdaderas familias (…).
La finalidad procreativa del acto sexual es frecuentemente bloqueada, de modo expreso, intencional, en las fornicaciones ocasionales,
pero también en la convivencia marital. El negocio de los
anticonceptivos ha ocultado la sabia disposición de la naturaleza, que
ordena en la mujer los ritmos de fertilidad. Todo ha sido bien hecho por
el Creador, y el capricho humano se niega a utilizarlo, lo burla a su
placer. La misma etimología lo esclarece de manera indiscutible:
“genital”, “generación”, “génesis” integran una familia de palabras; en
griego, en latín y en castellano: los órganos genitales y su uso sirven
para dar origen a un nuevo ser.
Existe además –no lo olvidemos- la fornicación “contra naturam”, ahora avalada por las leyes inicuas
que han destruído la realidad natural del matrimonio y que se fundan en
la negación del concepto mismo de naturaleza y de la noción de ley
natural. La razón comprende que el cuerpo del varón y el de la mujer se
ensamblan complementariamente porque están hechos el uno para el otro; y
también sus almas. La discriminación de los antidiscriminadores ha llegado a límites inconcebibles,
como el de negar el derecho de los niños a ser criados y educados por
un padre y una madre; así se ha visto en la entrega en adopción de niños
a “matrimonios igualitarios”. Los enciclopedistas anticatólicos del
siglo XVIII se horrorizarían de semejante atentado a la razón.
CULTURA DEL DESENFRENO
El laborioso remedio de una
cultura fornicaria, del desenfreno, “akolasía” como lo llama
Aristóteles, es la “sofrosyne”, la templanza, según el mismo Filósofo lo
explicaba en el Libro III de
su Ética a Nicómaco varios siglos antes de Cristo. Para nosotros,
cristianos, a la destemplanza del incontinente la sana una especie
concretísima de la templanza que se llama castidad. Aquel gran pensador
observaba que hay algo de infantil, por la irreflexión, en el
desenfreno, en la intemperancia; y añadía además que “se da en nosotros
no en cuanto somos hombres, sino en cuanto animales”. Lo propiamente
humano es que la potencia sexual y su actuación se integren
armoniosamente a la riqueza de la personalidad, y que ese ejercicio se
desarrolle en el orden familiar. Es éste el logro de la virtud.
Tengo pleno respeto por las personas concernidas en todo lo que he dicho,
y comprendo con cercanía y afecto sus conflictos, pero no puedo dejar
de proclamar la verdad. Mal que le pese al INADI (nstituto Nacional
contra la Discriminación, Xenofobia y el Racismo), si se entera.
Mons. Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
Fuente: Diario El Día