Breve reflexión sobre el anti-semitismo
Por Ruben Calderón Bouchet.
Es un tópico
hablar hoy del anchuroso espacio que ocupa la mentira, de tal modo se ha hecho
carne en nosotros el no llamar a las cosas por su nombre que la sola pretensión
de poner en las palabras usuales una cierta claridad y precisión significativa,
aparece como una manifiesta intención de herir la susceptibilidad de alguien o
corregir la plana de algunos de esos mensajes mendaces a los que son tan
aficionados los representantes oficiales de cualquier institución, empezando
por las eclesiásticas y terminando por las estatales. El tema del holocausto
judío figura en todos los diarios e inspira una serie de escritos entre la
fauna más heterogénea de los plumíferos profesionales, que querer comprender lo
que quieren decir supone un esfuerzo por encima de las posibilidades de
cualquier caletre empeñado en tener una idea clara del asunto.
El mismo
término judío tiene una serie de significaciones tan poco precisas como
cargadas de sentimientos dispares, que hacen más difícil un uso semántico
seguro. Se aplica a una religión, a un pueblo, a una raza, a una nación o a una
actitud existencial frente a la figura de Cristo. Por supuesto que todas, y
cada una de tales designaciones puede entrar con su carga de denuestos, zalemas,
adulaciones e insultos sin que ninguna termine de satisfacer al implicado que,
como Simone Well, no se sentía señalada específicamente por ella y esto
aumentaba su perplejidad al sentirse perseguida por algo que jamás había hecho
suyo, con perfecta conciencia de sus implicaciones.
Esta
tribulación declarada por Simone Weill ante Gustave Thibon, debe haber sido la
de muchos otros en condiciones semejantes que, si bien se consideraban
implicados en una persecución general, no lograban comprender muy bien a título
de que se los perseguía: no tenían fe religiosa, no eran sionistas, estaban
dispuestos a mezclar su sangre sin grandes inconvenientes, era tan indiferentes
con respecto a Cristo como lo eran con respecto a Abraham del que se decían
descendientes; carecían de dinero y no conseguían créditos con más facilidad
que cualquier otro. ¿Tenían aspectos de judíos? Generalmente sí y esto los
ponía en situación de ser marcados con una prontitud que hubieran deseado menos
rápida. Leí el caso de uno de ellos que, por precaución de los padres no había
sido circuncidado, pero que tenía tal pinta de judío que debía echar mano a la
bragueta cuatro o cinco veces por día para evitar que lo expulsaran de Paris o
fuera a parar a un campo de concentración como el pobre Max Jacob, a quien el
cristianismo no le había hecho crecer el prepucio.
De cualquier
modo y cualquiera fuere su consistencia ideológica existe un “lobby”
internacional judío que hace sentir una presión tan fuerte sobre la Iglesia Católica,
que ha inspirado modificaciones en los misales y hasta se habla de una
depuración del Evangelio de Juan, acusado de inspirar los peores sentimientos
anti-semitas.
Y hete aquí
una nueva locución que ha entrado en el vocabulario moderno para mayor
confusión de las mentes y entender la amplitud de los sentimientos contrarios
al judío con una designación que abarca todos los pueblos que hablan una lengua
de origen semítico: árabes, coptos, sirios, arameos, libaneses, etc. Hoy, el
anti-semitismo es un movimiento de repulsa tan universal que no creo que exista
una persona capaz de abarcarlo en toda su plenitud de una sola corazonada, por
mucha confianza que tengamos en la capacidad difusiva del odio.
El judío
existe, probablemente no es ninguna de esas cosas que señalaba Simone Weill,
pero hace sentir su presencia con tal fuerza y con tanta tenacidad sobre la Iglesia Católica
que nos hace pensar que existe, precisamente, para el castigo y la confusión
del clero modernista, que hace toda clase de concesiones y cumplidos para
atraer la simpatía de esta agrupación humana, siempre dispuestos a someterla a
un juicio definitivo ante el tribunal de la historia.
Es verdad que
no todos los judíos son ricos, pero el “lobby” lo es y el Tribunal de la Historia como la misma
Iglesia, suele ser muy sensible a un montón de dólares bien distribuidos. Al
fin de cuentas ¡Qué diablos! Somos judeo-cristianos y esto está escrito en los
documentos pontificios y lo afirman la pléyade de teologillos que se suponen administradores
titulares de las verdades conciliares.
Es una
designación muy nueva y no parece tener un gran apoyo en las Sagradas
Escrituras que, como todos ustedes saben, han sido demasiado influidas por el
anti-semitismo de Juan y Pablo, ambos solemnemente empeñados en llamar “judíos”
a los que se oponían abiertamente a Cristo y señalar como “hebreos” a los
miembros del pueblo de Israel que podían hallarse en una actitud de perplejidad
frente a la figura de Jesús de Nazareth.
Si esto así
es, tenemos que “judío” es el hebreo que no admitió que Jesús fuera el Mesías y
complotó con los saduceos y los fariseos para lanzar contra El una condena de
muerte en la cruz. De esta manera hablar de religión judeo-cristiana es un
absurdo y una manifiesta contradicción en los términos, en primer lugar porque la
religión es la revelación de Dios y no un artilugio fabricado por los hombres,
de manera que el término judía para señalar la procedencia nacional del
producto no resulta conveniente. En segundo lugar si llamamos judío al hebreo
que rechazó el mesianismo de Cristo no podemos envolverlo en la responsabilidad
de aquello que combatió con denuedo. El judío puede ser culpable de la muerte
de Cristo pero no de su culto al que expresamente, y en todas las oportunidades
que tuvo, trató de destruir.
¡Ah! ¡Entonces
usted es anti-judío y por ende también anti-semita y casi seguramente nazi!
Estas son las
probables complicaciones de una simple discusión en torno al verdadero
significado de una palabra ¿Quién me metió a mí a querer descubrir lo que
quería decir judío y la inclusión de este término en una serie de locuciones en
las que no se advertía claramente su sentido? Resulta que ahora no solamente
soy un opositor sistemático al judaísmo, sino a todo el mundo de habla semítica
en general y pertenezco, de hecho, a esa escoria del universo que se llama
nazismo.
No crea el
lector eventual de estas líneas que exagero y me alabo de una probable
acusación que nadie tiene interés en hacerme. No, la acusación existe y ha
tomado forma pública en un periódico escrito en alemán y distribuido en la
comunidad judía de Buenos Aires, y ahora me cuentan que le ha tocado el turno
al querido Antonio Caponnetto. Es un indicio claro de la dificultad de poder
hablar de los judíos sin provocar una reacción pasional en donde pululan los reproches
del más grueso calibre y de las más antojadizas imputaciones. Decir que no soy
nazi me ha parecido siempre una exculpación innecesaria y casi ridícula.
Siempre que he hablado de ese movimiento político y lo he hecho en algunos
libros míos, me he colocado en la posición que corresponde a un católico
tradicionalista, absolutamente ajeno a las lucubraciones racistas de esa mezcla
de gnosis y neo paganismo ario. He escrito algo y he hablado en alguna
conferencia sobre la personalidad de Arturo de Gobineau y sin dejar de rendir
homenaje a su talento literario, no he ocultado un irónico alejamiento de su
explicación zoológica de la historia de las civilizaciones. Por lo demás,
meterlo a Gobineau en una aventura anti-judía o anti-semítica me ha parecido
siempre una clara manifestación de ignorancia o el deseo de embarcarlo en la
promoción del nazismo por la interpretación abusiva que hizo Rosenberg de su
tesis racista. Gobineau fue siempre un gran admirador de los judíos a quienes
regalaba con el atributo casi ario de su origen racial. En un intercambio de
cartas con Tocqueville, expresa su admiración por el Islam, donde sobrevive con
toda violencia un judaísmo militar y agresivo que era completamente de su
agrado.
Cuando la fe
católica se debilita y la dirección de la Iglesia cae en manos de gente poco apta para las
actitudes que impone el comando, surge de los abismos de la conciencia
cristiana ese sentimiento de culpa que dormita en el fondo de todo pecador e
impone la necesidad de un “mea culpa” para restablecer la concordia con Dios.
La Iglesia ha impuesto el sacramento de la confesión y éste provoca en el alma
ese renacimiento en el que se recupera la salud espiritual y se comienza de
nuevo con un sano olvido de los pecados que han obtenido el perdón. El signo
más claro del debilitamiento aparece cuando el sentimiento de culpa perdura y
se extiende más allá del perdón obtenido como si encontrara un cierto placer en
el mantenimiento de la condición de indignidad. La culpa ha dejado de ser el
resultado de una caída personal y se ha convertido en una suerte de enfermedad
colectiva, de abyección pastoral, en la que se envuelve a toda la Iglesia como si fuera ésta la portadora de un pecado
nefando de lesa humanidad.
Esta es la
situación que las autoridades de la Iglesia han creado con respecto al judaísmo
y que imponen a los creyentes como si todos ellos cargaran sobre sus espaldas
el crimen de haber acusado a los judíos de un deicidio que, al parecer nunca
cometieron. Es verdad que los judíos que pidieron la muerte del Mesías han
muerto ya hace varios siglos y sus descendientes no pueden estar directamente
complicados en la crucifixión de Cristo, pero cuando se acepta una herencia con
la plena conciencia de lo que ella implica, se carga sobre los hombros todo el
peso de un rechazo espiritual que es parte, casi total de la heredad aceptada.
No he intervenido para nada en el asesinato de Luís XVI ni de María
Antonieta, pero si soy republicano
francés y me hago cargo de todo cuanto este asentimiento implica, admito ser un
regicida y no estoy tan libre como creo de la sangre derramada en nombre de los
ideales a los que adhiero. Nazco en el seno de la comunidad judía y en tanto no
tenga clara conciencia de la actitud religiosa que debe adoptar con respecto a
Cristo, puedo ser perfectamente inocente de su muerte, pero cuando comprendo
bien en donde estoy parado y admito la plena responsabilidad de mi herencia
religiosa acepto que una parte de su sangre caiga también sobre mí mismo.
¡Ah!
¡Perfecto! Entonces usted al declararse cristiano hace suyos todos los crímenes
cometidos por los cristianos en su historia milenaria.
Ninguno de
esos crímenes constituye un elemento intrínseco y definitorio del cristianismo.
El rechazo de Cristo y la complicidad en su juicio es parte esencial de la
posición religiosa del judío, es lo que lo define y explica. Sin eso el
judaísmo no sería lo que es y por lo tanto no existiría como tal. Si existen
otros crímenes en la historia del pueblo hebreo no entran a título de
componente formal de su composición, de manera que tienen sus cabezas
responsables y corresponde al tribunal de la historia señalar sus nombres y
determinar sus culpas.
Los hebreos
que aceptaron el mesianismo de Cristo Jesús y fundaron la Iglesia dejaron de
ser judíos en el sentido estricto del término y se convirtieron en cristianos.
Cuando se habla de una culpa popular y se reprocha a Israel la comisión de un
deicidio, se habla de una culpabilidad asumida por todos los que tienen clara
conciencia de pertenecer a un pueblo constituido como tal a raíz de ese crimen.
La posición
adoptada por las actuales autoridades de la Iglesia Católica
no hace mucho por aclarar el problema y arroja, sobre sus penumbras naturales,
la confusa niebla de esa suerte de culpabilismo que parece la marca exclusiva
de la conciencia esclava. No soy esclavo y no siento sobre mi alma el peso de
ningún pecado que no haya cometido personalmente. Estoy dispuesto a declararme
culpable de lo que he hecho y aún de lo que he omitido, pero de ninguna manera
me siento arrepentido por los desmanes que, falsa o verdaderamente, puedo
atribuir a otros.
Los judíos
acusan a la Iglesia
Católica de no haber hecho oír su protesta contra los crímenes nazis cometidos contra su
pueblo. Resulta muy difícil en el entrevero de un acontecimiento político de
ese tamaño, medir con exactitud las culpas de uno y otro bando y señalar a los
culpables con la vara de un juez inapelable: ¡Este es el culpable y este otro
no ha roto ni un plato! Lo determino yo, con la asistencia infalible del Espíritu
Santo y sin dejar un margen para la inquietud o la duda. Que los judíos asuman
esa responsabilidad ante la historia y lo determinen de una vez para siempre,
me parece bien, al fin de cuentas son parte del pleito y tienen pleno derecho a
defenderse como puedan, pero la Iglesia Católica carece de la misma seguridad y
no pretende en este asunto, gozar de una infalible asistencia del Espíritu.
Amén.