NI VACAS SAGRADAS NI MERCADERES COBARDES
Cuando un hecho político alcanza relieves burdísimos y se exhibe con
una impudicia tan tosca cuanto palurda, resulta difícil –por lo obvio-
ensayar algún comentario. El deber de simples cronistas nos impele a
registrarlo, pero la fatiga moral del módico ciudadano se resiste a
abundar en detalles. Ese hecho grotesco al que estamos aludiendo
ha tenido como figura central a la becerra destartalada que responde al
nombre de Hebe de Bonafini. Es innecesario abundar en tecnicismos o
reconstruir los aspectos jurídicos de lo sucedido. El país entero sabe
que esta mujer –parida en los sumideros del resentimiento marxista- está
acusada con suficientes fundamentos de actos de defraudación y
latrocinio; por decir lo menos. Pero que no sólo puede hacer alarde de
su impunidad sin restricciones, sino burlarse durante largas jornadas de
todas las instancias institucionales que rigen para cualquier habitante
en sus mismas condiciones delictivas.
Y sabe el país entero,
asimismo, que para ejecutar tan osado sainete, cuenta con el respaldo,
por acción u omisión, de aquellos que supuestamente deberían llevarla
hasta las puertas mismas de la cárcel. Todos son cómplices de esta
escandalosa lenidad. Desde Bergoglio que le tiende su mano con
sobreactuada complacencia –esa misma mano, ¡ay!, negada a los guerreros
cautivos o a los católicos cabales- hasta Mauricio Macri que, como buen
budista, admite que las vacas son sagradas, e incluso, para la fiesta de
Gopastami, sabe que se las baña, decora y venera de un modo especial.
Se puede conculcar la justicia, pero no las ofrendas debidas al krishna
democrático.
Quedará para mejores analistas determinar cómo un
adefesio de visibles contornos rapiñeros se ha convertido en sacra res, a
la que no sólo no se puede perturbar en su calamitoso pastoreo, sino
que hay que agradecerle cada vez que se le ocurre ciscarse y berrear en
público. Es una historia larga que venimos denunciando desde hace cuatro
décadas, y que no exime de culpas a quienes debiendo comportarse como
fusileros públicos de los terroristas optaron por trocarse en
desaparecedores clandestinos. Como tampoco exime de culpas a la gentuza
de toda índole que cree que detrás de cada desaparecido hay
necesariamente un inocente, un héroe glorificable, un joven maravilloso y
una cifra inventada.
En cuanto a los hombres decentes que con
razón se escandalizan ante tan sucio favoritismo, les recomendamos dos
reflexiones, hijas ambas del sentido común. La primera, que no se puede
levantar estatuas a las causas y cadalsos a las consecuencias. Si se han
erigido miles de efigies al derechohumanismo guerrillero, no puede
pretenderse ahora que esos monumentos indignos no nos aplasten con el
peso de su ruindad. La segunda reflexión es para que se tome conciencia,
una vez más, de la mentira ingénita de este sistema político, que
adopta una actitud hímnica ante la noble igualdad, cuando en la práctica
hay unos iguales que de tan distintos, a causa de sus privilegios,
pueden reírse en la cara del resto de los mortales.
Reconozcamos;
eso sí, que la vaca sagrada tiene su épica. De establo, boyeriza y
cochiquera; pero la necesaria para enfervorizar a sus adeptos, sean
kirchneristas o de otras ramas de la zoología. Enfrente, en cambio,la
épica oficial levanta los pendones del ahorro del gas y de energía,
porque según la lógica de estos mercaderes infames, una nación se
desarrolla, no en la línea que le trazan sus paladines santos o
heroicos, sino los organigramas de la Shell y de Edesur.
No se
combate a las reses rencorosas y cornudas con los mugidos de los
cobardes. Se necesita el cayado señorial y justiciero de un pastor con
porte regio, como decía Agustín de Foxá. Ni se combate a los
cartagineses y a los fenicios con pokemones democráticos, sino con
soldados de estirpe romana y corazón de cruzados. Quede predicada esta
doble necesidad que nos impetra desde el fondo mismo de nuestro ser
cristiano. El resto lo decide Dios, Señor de la Historia.
Antonio Caponnetto