El ineludible costo social.
El
ineludible costo social.
El debate contemporáneo
ha instalado una falacia tan clásica como burda. Propios
y extraños defienden la idea de que los cambios no
pueden ni deben hacerse porque no están dadas las condiciones
mínimas para llevarlos adelante dado el elevado costo
social que provocaría hacerlo.
Es esa visión
la que detiene a muchos en el camino hacia lo correcto y,
bajo esa perspectiva, empiezan a pergeñar retorcidos
atajos, senderos alternativos y discursos siempre funcionales
para finalmente sortear las imprescindibles determinaciones
que se necesitan.
Obviamente, los más interesados
en no dar pasos firmes en el trayecto apropiado son justamente
los que gobiernan, que no están dispuestos en realidad
a hacer lo necesario, sino que prefieren dejarle esa incomoda
labor a otros, a los que puedan venir después, que
por otra parte jamás llegan.
Desde cualquier
posición política, transmiten a viva voz esta
idea de que no se pueden concretar ciertas acciones porque
eso implicaría que una parte importante de la sociedad
pagaría los platos rotos, como si postergar la decisión
resolviera el problema de fondo y no lo agravara aun más.
Quienes inspiran esta mirada no lo dicen, ya no
porque no lo identifican, sino porque se suman al engaño
institucionalizado que la política instrumenta sistemáticamente
desde hace décadas, escondiendo la realidad.
La verdad es que no están dispuestos a hacerlo
por el costo político que eso conlleva y no por el
costo social que se deriva de las eventuales decisiones
adecuadas. Claramente esos dos conceptos no son idénticos.
El supuesto costo social, al que ellos se refieren,
se ampara en la hipotética imposibilidad práctica
de los sectores más vulnerables para adecuarse, en
esa transición, pasando de su situación actual
a otra con reglas de juego diferentes, que demandan significativos
esfuerzos adicionales.
La otra cara de la moneda,
esa que les preocupa, es la del costo político, vinculado
al apoyo electoral que precisa cualquier gobierno para llevar
adelante su gestión y tener sustentabilidad durante
ese proceso.
La política le tiene miedo
a sus propios costos y no a los de la gente. No les asusta
como se adaptará la sociedad a esa nueva dinámica
más sensata y racional, más equitativa y justa.
Les preocupa solo la próxima elección y su supervivencia
frente a los embates de su circunstancial opositor de turno.
Por esos motivos implementan un discurso mentiroso,
donde el embuste está en el centro de la escena. Falsifican
la realidad no solo a la sociedad en su conjunto haciéndoles
creer que muchas medidas son absolutamente irrealizables,
sino que manipulan a sus propios partidarios, instigándolos
a recitar sin pensar, ideas que no resisten demasiado análisis
pero que han conseguido instalarse en la agenda política
general.
Lo que no cuentan, lo que no dicen,
lo que ocultan deliberadamente, es que el supuesto costo
social que intentan evitar, protegiendo a los más débiles
y que la comunidad no parece dispuesta a tolerar, se paga
igualmente todos los días y sin ningún tipo de
contemplaciones.
La astucia del sistema ha consistido
en inyectar veneno de un modo imperceptible, disimuladamente,
sabiendo que lo hace, lo que convierte su ejecución
en una perversidad gigante de los implementadores y de quienes
asumen cotidianamente la responsabilidad de continuarlas
hasta el infinito.
No solo los creadores de
este engendro tienen la culpa. Claro que son ellos los que
han fabricado este monstruo, pero eso no exime de responsabilidades
a quienes, pudiendo encaminarse en la dirección opuesta
sostienen este nefasto régimen sin ningún tipo
de atenuantes.
Mantener la vigencia de infinitos
planes sociales y la endemoniada estructura de subsidios
con la transferencia de recursos que eso implica, en la
mayoría de los casos desde los sectores que menos tienen
hacia los de mayor poder adquisitivo, es una actitud ruin
e imperdonable.
La pérfida dinámica
impositiva de este tiempo le hace creer a demasiada gente
que recibe cuantiosas ayudas, que ciertos servicios son
gratuitos, que los paga alguien que no son ellos mismos,
cuando en realidad lo que ocurre es exactamente lo contrario.
Los ciudadanos, sin registrarlo, pagan por esto
todos los días. Los supuestos beneficiarios de esos
privilegios financian esta fiesta con exagerados impuestos
e inflación, con corrupción y despilfarro, sosteniendo
una estructura parasitaria, ineficiente e incapaz de gestionar
con calidad.
La sociedad paga desproporcionados
tributos para sostener un aparato político cuya ingeniería
letal ha sido construida durante años. Más de
la mitad de los ingresos que los individuos crean con su
propio esfuerzo quedan en manos de los diferentes estamentos
del Estado que a cambio ofrece, invariablemente, servicios
de dudosa calidad.
No es cierto que los cambios
no se puedan concretar. Lo que no quieren reconocer es que
hacerlo implicaría desmantelar la maquinaria política
que han edificado y es ese costo, y no otro, el que no están
dispuestos a pagar.
La clase política ha
logrado instalar la inmoral idea de que la sociedad debe
hacerse cargo de sostener un Estado caro, ineficaz e injusto.
Lo debe hacer sin chistar y además debe soportar hasta
el infinito que los problemas que nacen de esa dinámica
jamás encuentren soluciones definitivas.
Aunque no se logre percibir con suficiente claridad, la
mayoría de la gente no ha logrado evitar eso a lo que
tanto parece temerle, gracias a sus cuestionables creencias.
No deberían asustar los cambios, sino la eterna continuidad
de un esquema que genera cada vez más inconvenientes
y que jamás ha conseguido esquivar el ineludible costo
social.
Alberto Medina
Méndez albertomedinamendez@gmail.com skype: amedinamendez