martes, 30 de octubre de 2018
Doctrina
EL
ENEMIGO ES EL RÉGIMEN
Cuando la Patria sufrió la
derrota de Caseros, en guerra formalmente declarada, los vencedores internos y
externos necesitaron consolidar y asegurar su victoria con una serie de hechos
capitales que sobrevinieron paulatina e ininterrumpidamente. La falsificación
de la historia, la persecución a los criollos, la reunión de un Congreso
Constituyente que convalidara las exigencias del extranjero triunfante (sobre
todo en materia económica), el dictado de una Constitución a su servicio y de
espaldas a la Nación, la invocación tan continua como falaz de la soberanía del
pueblo y la democrática proliferación de facciones masónicopartidarias
alternándose en el gobierno, fueron algunos de los hechos capitales que
llevaron a la disolución, al caos y a la entrega del país. A esto se llamó
alegremente “la organización nacional”. Tuvo después varios nombres pero
conservó siempre el mismo espíritu.
El sistema de Rosas ‒pedido y aprobado por San Martín y cuyo honor, según sus
palabras presentaba “a todos los nuevos estados americanos un modelo a seguir”
1‒ debía ser substituido y
olvidado. Las conveniencias de los ganadores eran bien distintas. Liberalismo
constitucional, jurídico, histórico, político y cultural, fue la consigna; y “a
palos”, el método empleado. Inglaterra y Francia eran nuestro norte. Europa sin
España nuestro espejo; Estados Unidos sin América nuestro único hermano continental.
Era el plan del sojuzgamiento argentino; el proyecto y la forma que necesitaban
y reclamaban los enemigos; la firma para cobrar el cheque de nuestro patrimonio
físico y metafísico.
Un general traidor ‒Urquiza‒ apoyado y respaldado por
un poder militar y comercial extranjero, les armó un Congreso para que un grupo
de “iluminados” copiase una constitución foránea. Cuando la situación se puso
tensa, el general recibió desde las logias la orden de rendirse en Pavón, y
finalmente ‒usado e inservible‒ lo asesinaron. Quedaban las consecuencias, los herederos
y los custodios de su proceder antinacional. Quedaban las hipotecas legales e
institucionales; la colonización y la revolución mental. Quedaba el demoliberalismo
masón como garantía de continuidad y permanencia, detrás de los aparentes
cambios. Quedaba, en suma, el Régimen, que desde entonces ‒cambiando a veces el follaje pero nunca las raíces y los frutos‒ perdura, crece y se conserva a expensas de la Nación.
La presencia inamovible del Régimen es el
tributo que paga la Patria a quienes la derrotaron en Caseros; es el reaseguro
que viene renovándose ante las Internacionales de turno por ausencia de una
real inteligencia y voluntad política soberanas. Es el precio y el síntoma de
su dependencia.
Nada se entiende sin esto. Civiles y
militares, oligarcas y populistas, gobernantes de facto o electos se vienen
sucediendo en el poder, pero el Régimen permanece intocable como santo y seña
de acatamiento y obediencia al mundo moderno y a sus dueños. Y si la
permanencia del Régimen es la clave de las distintas servidumbres
gubernamentales a sus mandantes, el Régimen contiene a la vez, en sí mismo, los
instrumentos de su permanencia: el sistema partidocrático, la soberanía
popular, el sufragio universal, la Constitución del 53 y otros cantos de
sirenas que adormecen, cautivan y engañan.
Por eso es que se alternan los gobiernos,
pero todos, invariablemente todos ‒antes, durante o después
y cualesquiera sean los signos que los caractericen‒ declaran su fe democrática, sus creencias populistas, su
apego por los modos sufragistas, su respeto incondicional a la ley del 53, sus
profundas convicciones partidocráticas y su inaceptación de toda otra salida
que no suponga escuchar la voz del “soberano” en las urnas. Por eso es que
todos no sólo omiten la cuestión de fondo sino que tonifican sus manifiestos
liberales en proporción directa a la mediatización y a las presiones de que son
objeto y cómplices. Y por eso, a mayor servidumbre de los poderes públicos,
mayor prontitud, celeridad y prolijidad en cumplir con la democratización.
“La promoción en el mundo contemporáneo ‒decía Genta‒ del populismo, de la
soberanía del pueblo, del régimen de partidos y del sufragio universal, es iniciativa
y exigencia del Poder Internacional del Dinero, a fin de asegurar tanto su
libertad de acción como su total impunidad, frente a gobiernos
irremediablemente débiles, comprometidos y sumisos… El Imperialismo de la Usura
se expande sin límites y sin trabas a
favor de los regímenes populistas sean constitucionales o de facto… La
verdad es que el retorno a la Constitución del 53 responde a un compromiso
obligado ante su majestad el poder del Dinero con su rostro bifronte: el
capitalismo liberal y el materialismo marxista… Porque el régimen populista de
la legalidad democrática constituye la suprema garantía para la
institucionalización de la entrega patrimonial a los poderosos de la tierra y
para el fermento de la subversión en todos los órdenes de la existencia”.2
Nuestra historia documenta claramente estas
afirmaciones; pero el presente les confiere una exactitud difícil de soslayar.
Lo vemos cotidianamente. No pasa día sin que las más variadas presiones
internacionales ‒que actúan desde adentro
y desde afuera del país‒ hagan sentir todo su
peso y toda su fuerza coactiva para exigir, asegurar y apurar la llamada
institucionalización. No pasa día sin que desde los distintos resortes del
gobierno mundial se empuje humillantemente a la Argentina a dar los pasos hacia
su completa y total democratización. Y no pasa día sin que el Proceso de Re-Organización
Nacional se comprometa a llegar a las elecciones como si allí estuviera la
panacea, como si la ficción satánica de la soberanía popular pudiera resolver
los males que nos aquejan.
Y lo hemos visto hace muy poco durante la
Guerra de las Malvinas. Interminables fueron las voces que aseguraban que todo
se hacía para aliviar al próximo gobierno constitucional. Interminables fueron
las justificaciones, las explicaciones, los requiebros y las disculpas a los
políticos. Interminables resultaron los juramentos públicos de que nada ni
nadie detendrían la vocación democrática, civilista y republicana del Proceso.
Como si la promesa de las urnas y los votos abriera las puertas de la
comprensión y la conmiseración de los poderosos. Y sin duda, esos poderosos,
son sumamente comprensivos. Comprendieron lo esencial: y es que la plena
vigencia del Régimen requería y requiere una Argentina derrotada. Caso
contrario, era una evidencia sellada con sangre que la soberanía no es obra de
las urnas sino de las armas; que la Patria se levanta y se sostiene sobre el
sacrificio y no sobre el beneficio partidocrático; y que no hay cuadernito de
circunstancias que esté por encima de la Ley de Dios y del Derecho Natural.
La entrega de Puerto Argentino es sólo un
aspecto del país vencido. Como sucedió con Caseros y después de él, la plena
vigencia del Régimen es el verdadero y completo programa de la rendición. Ayer
y hoy; desde Caseros hasta Malvinas; la vigencia exultante y total del Régimen
es la auténtica rendición y derrota nacional. Y esa vigencia total y
omnipresente no se conforma ya con su versión castrense; quiere sin máculas ni
sombras la soberanía del pueblo, el sistema partidocrático, el vómito electoral
y la Constitución del ‘53; el carnaval democrático funcionando al tope en la
colonia obediente y feliz.
No parece pues prioritario dilucidar ahora en
el terreno estrictamente especulativo, la legitimidad o no del sistema de
partidos. Hay al respecto enseñanzas clásicas y modernas y un magisterio
eclesiástico lo suficientemente revelador.3 Tampoco parece oportuno caer en una
embelesada exégesis del texto constitucional, para medir el grado de sus
virtudes salvíficas. Baste recordar a quienes levantan la Constitución como
panacea frente a los abusos militares, que el Congreso Constituyente del ’53,
que sancionó y promulgó la peculiar Carta Magna, fue el resultado de una
sucesión de actos despóticos del tirano Urquiza ‒militar y traidor‒,4 y que la tal Carta Magna fue violada muchas veces por
gobiernos civiles y constitucionales. Baste recordar también a los que intentan
conciliar la tradición cristiana con el texto legal, que fue precisamente tal
incompatibilidad la que motivó en su momento y a posteriori encendidos debates
y oposiciones, y que el mismo Padre Esquiú el 8 de diciembre de 1880, lamentó y
repudió públicamente los frutos de “tanta apostasía” y “las aguas mortíferas de
enormes crímenes” que se produjeron al amparo del masónico engendro jurídico.5
Baste recordar incluso a aquellos que
contemporizan Nacionalismo con Constitución, que la misma se hizo sobre las
bases de la más abyecta anglofilia unitaria, y que entre los proyectos
constitucionales no alberdianos y auténticamente federalistas que jamás
tuvieron en cuenta los Congresales del ’53, estaba el de Pedro de Angelis, el
cual, en la Sesión segunda del Título Primero, artículo 5º, proponía “tomar las
medidas necesarias para hacer valer los derechos de la República sobre la
provincia de Tarija, Las Islas Malvinas y una parte del Estrecho de Magallanes
ilegalmente ocupadas por fuerzas extranjeras”.6
Lo que sí nos parece prioritario y urgente es
retrotraer la cuestión a sus orígenes. Porque más allá de las disquisiciones
teóricas y de las discusiones domésticas, hay una realidad substancial que no
puede desconocerse y sobre la que venimos insistiendo. El totalitarismo del
Régimen es el programa de la rendición argentina. Y el programa del Régimen es
el totalitarismo de la democracia, con sus partidos, sus estatutos, sus urnas y
sus reglamentos constitucionales. Razones de más para advertir que sólo
destruyendo al Régimen se salvará la Patria; sólo negándose a aceptar sus
instrumentos, criterios, pautas y objetivos, podremos estar seguros de que no
nos hemos rendido.
No habrá Reconquista mientras dure el
Régimen; no habrá resistencia mientras no se resista a entrar en sus
componendas. No habrá victoria mientras no se le declare la guerra a quienes
trocaron la Guerra Justa por el circo partidocrático; a quienes quieren
compensar la pérdida de la Soberanía Nacional con el mito de la soberanía
popular, constituida en paliativo, consuelo, distracción y recompensa de todos
los oportunistas. Lo que verdaderamente urge es advertir y rechazar esta
maniobra.
Aunque se tengan las mejores intenciones y
propósitos, lo cierto es que aceptar las reglas de juego populista, sumarse a
la convocatoria pluripartidaria, adaptarse a las circunstancias
institucionalizadoras, amoldarse a la mitolatría constitucionalista, consentir
el criterio político oficial, no son más que distintas actitudes de un solo
hecho: la rendición de la Patria. Bien miradas las cosas, la claudicación en
Puerto Argentino es sólo un hito ‒ciertamente desgarrador‒ de una claudicación iniciada mucho antes y continuada
ahora impunemente. El 14 de junio y marzo del ’84 (tercer trimestre del ’83, o
cuando sea) son las dos caras ‒militar y política‒ de una misma derrota cuyo único artífice es el Régimen.
Y el Régimen, para decirlo en célebre
metáfora joseantoniana, es esa “taberna crapulosa con restos desabridos de un
banquete sucio” que se disputan conocidos y asqueantes comensales.
Todavía sigue estando afuera nuestro sitio; y
aunque no tenemos “armas bajo el brazo”, ni el poder del dinero, las logias y
la propaganda, tenemos un Rey que nos pidió librar el Buen Combate; que nos
prometió la victoria si nos mantenemos leales, firmes y fieles hasta el final;
y que nos impulsa a pelear contra el mal sin miedo a quedarnos solos o
aislados, porque Él está con nosotros, “todos los días, hasta la consumación de
los siglos”.
Antonio Caponnetto
Esta nota ha sido tomada de
la Revista “Cabildo” Nº
60, segunda época, año VII, de enero de 1983, páginas 16-19.
Notas:
1. San Martín, Carta a Rosas del 2 de octubre
de 1848.
2. Cfr. Genta, J. B.: El Nacionalismo
argentino, cap. 1 y Principios de la Política, cap. VI.
3. Desde estas mismas páginas (2ª época, Año
VII, Nº 56, septiembre del ’82, pp. 11-14) el Dr. Félix A. Lamas ha iluminado
la cuestión. Nos parece importante sintetizar esquemáticamente sus principales
afirmaciones:
‒ Los partidos políticos no hacen a la concordia política,
causa eficiente del Estado, sino a la discordia que es su causa deficiente, “vale
decir, lo que disgrega la comunidad política y la conduce a su desaparición”.
‒ A diferencia de los grupos sociales infrapolíticos
naturales, los partidos tienen un sesgo artificial y por lo general circunstancial.
Al constituir de alguna manera la expresión de la discordia política,
representan “el querer particular desordenado, la voluntad de la parte que se
alza contra el bien del todo”. De allí que su existencia “se trata siempre de
un mal actual o potencial respecto de la unidad concorde de la Nación”.
‒ No obstante, “pueden constituir vehículos de opinión o
canales del querer sobre cuestiones opinables, cuando éstas no encuentran
adecuada expresión a través de las comunidades naturales… De tal manera, aunque
de suyo no sean deseables, deben ser tolerados y regulados bajo ciertos límites
para obtener ocasionalmente de ellos algún bien”.
‒ “De ahí no se sigue que deban ser protegidos o
promovidos, y menos aún convertidos en un instrumento necesario de la República
y en basamento del régimen”. “Lo malo no debe convertirse en regla”.
“En la medida en que la existencia de los
partidos políticos es un mal necesario, ellos deben ser tolerados. Pero hay
ciertos límites a esa tolerancia que deben entenderse en forma inflexible”. Los
límites, obviamente están dados por los supremos intereses de la Nación,
materiales y espirituales. Nos preguntamos si tan serios reparos en el orden de
los principios no invalidan tanto la petición de tolerancia (en la práctica,
difícil de regular) como la calificación de “necesario” a tan evidente “mal”;
máxime cuando se ha sostenido previamente que (los partidos) no pueden ser
convertidos “en un instrumento necesario de la República”. A menos que la
necesidad aludida se refiera a la causal condicional; esto es a la que se sigue
como efecto o consecuencia de un hecho. Por otra parte nos preguntamos también,
si así como la aplicación de los métodos psicoanalítico y materialista-dialéctico
es inseparable de las doctrinas que los informan, la aceptación de los partidos
como medios, métodos o recursos, no comporta acaso la aceptación ‒implícita o explícita‒ de las ideologías en que
sustentan su existencia y funcionamiento.
El Magisterio Auténtico de la Iglesia siempre
consideró que el Régimen de partidos es consecuencia de la concepción
revolucionaria de la política, cuyos errores reprobó insistentemente, desde que
comienza secularizando el poder y acaba haciendo de la sociedad una adición
discorde de individualidades. Y si bien ‒como enseña el Padre
Meinvielle‒ “tolera esa forma como
hecho irremediable… ha expuesto sobradamente en documentos públicos su doctrina
sobre el ordenamiento de la ciudad para que podamos apreciar que la actual
organización de la ciudad terrestre no es la propiciada por ella” (Concepción
Católica de la Política, p. 113, Ed. Dictio. Vol. VII de la Biblioteca del
Pensamiento Nacionalista. Bs. As. 1974). En tal sentido, abundan en los
documentos eclesiales que de algún modo encaran el tema, diversas prevenciones,
reparos, objeciones y condicionamientos sobre la existencia y el funcionamiento
de los partidos. Véase por ejemplo: León XIII, Notre Consolation, III, 18;
Immortale Dei, III, 23; Cum Multa, I, 3; Sapientiae Christianae, III, 15; Pío
XII, La organización política mundial, 6; etc.
4. La elección de los constituyentes fue una
arbitrariedad de Urquiza, con sus famosos “he elegido”, “he resuelto”, “he
destituido”, que pueden rastrearse documentalmente con toda facilidad. Ni
representaban al pueblo ni a sus provincias respectivas, ni se respetó en muchos
casos norma legal alguna para su designación. “Alquilones”, los llamaron en
Buenos Aires, cuya Legislatura ‒el 13 de septiembre de
1852‒ se atrevió a declarar
que “a la elección (de los diputados de la provincia) no concurrió el pueblo de
la ciudad y campaña y se hizo bajo el imperio de la fuerza”.
Tampoco fueron ajenas las arbitrariedades
urquicistas al desarrollo de las sesiones del Congreso, a las presiones y
maniobras de los denominados “circuleros” (liberales) contra los “mazorqueros”
(tradicionalistas), a la celeridad inaudita de los debates, a las
irregularidades jurídicas cometidas, a la súbita aprobación de los tratados
firmados con los extranjeros triunfantes en Caseros. Urquiza cumplió bien con
sus mandantes. La Constitución era el instrumento legal de la servidumbre
colonial. “No se dictó por una voluntad popular… sino obedeciendo a las órdenes
de un general victorioso” (cfr. Gálvez, J.: Revisionismo histórico
constitucional. Ed. Celcius, Bs. As. 1967, p. 174). Innegable paradoja que no
advierten liberales, constitucionalistas, civilistas y antimilitaristas.
5. El liberalismo religioso y la abierta
heterodoxia del texto constitucional en la materia acentuaron las divisiones de
los congresales, algunos de los cuales, no sólo se opusieron vivamente, sino
que se retiraron del Congreso (como los Padres Pérez y Centeno). Fue necesario
un golpe de fuerza parlamentario ‒el 23 de febrero de 1853‒ para aprobar fraudulentamente los artículos que trataban
las cuestiones religiosas. Otra imposición masónica cumplida por Urquiza e
impuesta “democráticamente”.
6. Otra de las resoluciones constituyentes
arrancadas por las presiones del genera Urquiza, fue la ratificación de los
tratados firmados con Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos, que
establecían un verdadero protectorado extranjero sobre nuestro patrimonio
fluvial. Algunos congresales se opusieron, y el más vehemente de ellos, el
gral. Pedro Ferré, fue expulsando del Congreso; “queda borrado”, dicen las
democráticas actas.