NdR: la nota original se titula “el momento liberasta”,
el cual por ser un vocablo de uso corriente en España, su análogo en la
América Española sería liberprogre.
A comienzos del siglo
XXI un fenómeno político empezó a propagarse en varios países de la
ex–Unión Soviética: la irrupción de una oposición indignada y ruidosa,
provista de amplio despliegue de medios, eficaz coreografía y un hábil
empleo de las nuevas tecnologías. Si algo la distinguía de otras
protestas era su impronta juvenil, su afán mimético de occidente y el
uso de un lenguaje nuevo.
Jaleada por las
corporaciones mediáticas y engrasada con dinero occidental, esta nueva y
difusa “sociedad civil” se convirtió en la punta de lanza de las
llamadas “revoluciones de colores”: un reguero de algaradas políticas
que, durante varios años, se sucedieron en esa parte del mundo. Las
protestas apuntaban siempre en una dirección: impugnar una serie de
gobiernos autoritarios, represivos y corruptos, para alinear sus países
con las “sociedades abiertas” de occidente. Las revueltas solían
acompañarse de una dimensión ideológica de mayor alcance: la crítica
cultural de unas sociedades “arcaicas”, “cerradas” y “postcomunistas”,
reforzada a su vez por el ruido incipiente de reivindicaciones
feministas y minorías sexuales. Sus activistas adoptaban, de forma
ocasional, una estética y una retórica inspiradas por la “nueva
izquierda” occidental, en la que el “antifascismo” no faltaba a la cita.[1]
En la actualidad,
aunque este ciclo de revoluciones parece de momento agotado, su magma
social –nutrido por una burguesía acomodada y urbanita– sigue latente
como oposición larvada en los países más reacios a los intereses
atlantistas, Rusia en primer término.[2]
Las revoluciones de
colores eran, a primera vista, un fenómeno difícil de categorizar para
los ciudadanos de unos países que lo habían visto casi todo en materia
de comunismo, guerras y antifascismo. A los ojos de la mayoría de la
población, parecía claro que los nuevos revolucionarios no eran ni
podían ser “marxistas culturales” o “neo–comunistas”. Es preciso tener
en cuenta que, en esa zona del mundo, los partidos comunistas suelen
tener una orientación patriótica que está muy alejada del mundialismo de
sus homólogos occidentales. Tampoco estaban claras las credenciales
“progresistas” de la cosa; especialmente en Rusia, donde los años de
Yeltsin, con su pro–occidentalismo genuflexo, se recuerdan como una
auténtica pesadilla. De forma instintiva, muchos ciudadanos pasaron a
considerar a estos activistas como simples títeres de occidente, con
todas las connotaciones negativas que eso conlleva.
Y así se extendió el uso de la palabra liberastas.
Con el término “liberasta” (liberast)
se denomina en Rusia a ese tipo de “eterno opositor” que, de manera
sistemática y demagógica, se manifiesta siempre en contra del poder, de
cualquier poder, y siempre en nombre de alternativas caóticas. El
término se hizo extensivo a todos los activistas y pasionarias de la
“sociedad civil” que, de una forma u otra, intentaban arrastrar al país
hacia los derroteros socio–culturales de occidente. Lo interesante del
término, a los efectos que nos ocupan, es que parece capturar la esencia
de ese fenómeno que hemos intentado describir a lo largo de todas estas
páginas: la izquierda posmoderna.
¿Qué es exactamente un
liberasta? El término se construye sobre el genérico “liberal” – que a
nuestro juicio identifica el sustrato filosófico último de las “nuevas
izquierdas”– al tiempo que le dota del sentido radicalizado que el
liberalismo adquiere al fundirse con la ideología posmoderna. Se trata
de un significado parecido al de la expresión “liberalismo libertario”,
muy utilizado en el área cultural francófona para designar a las
izquierdas post–1968. Pero desde su concisión y contundencia, la
expresión “liberasta” incorpora un cierto sentido de perversión del liberalismo, captura la esencia nihilista de ese liberalismo que se devora a sí mismo, que tiene algo de patológico e insaciable. No
en vano la etimología de “liberasta” – como la de pederasta– apunta a
la existencia de un deseo malsano (por la libertad, en este caso).
El término “Liberasta” no es una definición neutral.
Todo lo contrario: despierta una serie de connotaciones peyorativas y
tiene, desde el punto de vista polisémico, un potencial interesante. Por
eso puede ser una definición eficaz en el contexto de las “guerras
culturales”, un instrumento apropiado para los “juegos de lenguaje”
dentro de una narrativa contra–hegemónica.
Los liberastas son la versión degenerada de la ideología progresista, son la izquierda posmoderna en su peor faceta: la de tontos útiles del neoliberalismo.[3]
La izquierda hace su autocrítica
En noviembre 2016, en
Estados Unidos sucedió lo impensable: frente a la abrumadora oposición
de la oligarquía mediática, económica y política, Donald Trump ganaba
las elecciones presidenciales. Tras décadas de hegemonía cultural
absoluta, el escaparate del progresismo internacional parecía saltar por
los aires. El país cuna de la corrección política, de la ideología de
género y de la posmoderna french theory veía como los despreciados paletos (rednecks) ganaban las elecciones e imponían como Presidente a su patán favorito.
¿Qué había sucedido?
Sucedió lo que algunos
llevaban años advirtiendo. La izquierda progre se había desconectado de
las clases trabajadoras y de sus reivindicaciones tradicionales:
justicia social y lucha contra la desigualdad económica. Alejados de los
perdedores de la globalización, perdidos en la deriva posmodernista,
los “liberales” americanos (la izquierda, en el lenguaje político de ese
país) ya solo podían presentarse como una plataforma de minorías
sexuales, étnicas y lingüísticas más o menos victimizadas. Reanudando
con una vieja tradición de respetabilidad y de puritanismo – hondamente
arraigada en la cultura americana– la izquierda se asemejaba a una
colección de posmodernas beatas de sacristía, en lucha contra los nuevos
pecados de homofobia, sexismo y racismo. Pero como suele suceder, todo
lo que se convierte en sagrado invita necesariamente a su profanación. La izquierda se había convertido en el hazmerreir de una nueva generación de millennials, en un hirsuto bedel del Sistema al que es divertido propinar collejas y poner histérico, a ver qué pasa.
Ante esta inquietante
deriva, hacía tiempo que las advertencias procedían de la propia
izquierda; más en concreto: de aquellos intelectuales que se reclamaban
de un marxismo más o menos vieja escuela. Entre esas aportaciones se
encuentran algunos de los mejores análisis que hasta la fecha se hayan
producido sobre la posmodernidad.[4] Al
cabo del tiempo, escarmentadas por el auge populista en Europa y
América, algunos sectores de izquierda abogan por un retorno a las
esencias obreristas, a la vez que ensayan tímidas rectificaciones en
temas como la inmigración o las políticas de identidad.[5]
¿Significa eso que la
izquierda hegemónica va a extraer la lección? ¿Significa eso que la
cultura de izquierda va a reorientarse hacia un auténtico populismo? De ninguna manera. Eso sería admitir que la izquierda se ha equivocado, y eso no sucede nunca.
Una crítica sí admite la izquierda moral:
la de que sus nobles impulsos la hacen demasiado generosa. Pero a la
hora de la verdad, en el momento de hacer la autocrítica de su deriva
posmodernista, la izquierda se resiste a acometer una revisión a fondo
(lo que la llevaría, por ejemplo, a cuestionar la ideología de género,
el multiculturalismo, las políticas de inmigración o la corrección
política). Su actitud predominante suele limitarse a consideraciones
tácticas y/o estratégicas: cómo evitar que la ultraderecha saque partido
de la situación. No se trata por tanto de una crítica genuina, sino
oportunista y epidérmica. Por ejemplo, al criticar la ideología de la
“diversidad” no se trata de desmontar este fetiche posmoderno (que en el
fondo se considera estupendo), sino de denunciar a la ultraderecha por
ocuparse de los temas que, de verdad, interesan a los trabajadores: la
inmigración masiva, la islamización acelerada de barrios y escuelas, la
inseguridad, la desindustrialización, las deslocalizaciones y un modelo
de globalización que sólo beneficia a unos pocos. Otro tic característico
del enfoque de izquierdas es la negación pura y dura de la realidad.
Por ejemplo: se niega que la inmigración masiva provoque conflictos
culturales, o que sea inasimilable, o que muchos europeos tengan un
creciente sentimiento de desposesión identitaria. Como se trata de
realidades incómodas que no deberían existir, el malestar se achaca a
las distorsiones interesadas y a las “narrativas tóxicas” de la extrema
derecha – según la máxima posmoderna de que “todo es narrativa” (storytelling)
–. Otro ejemplo de negación de la realidad consiste en analizar el
fenómeno populista europeo según parámetros y clichés de los años 1930
(¡renace el fascismo!), en una muestra de rutina mental, reflejo
pavloviano e incapacidad de entender los nuevos tiempos.
¿Qué remedio proponen
los estrategas de izquierda ante la desafección de los trabajadores?
Desde el momento en que los hallazgos posmodernistas – el lenguaje
inclusivo, el neofeminismo, la revolución vegana, el antiespecismo, la
denuncia de la hetero–normatividad, la deconstrucción de la masculinidad
patriarcal, los cuartos de baño transgénero, las fronteras abiertas,
etcétera – se consideran conquistas irrenunciables del progreso humano,
está claro que es preciso mantenerlos. Lo que se propone, simplemente,
es unirlos a las reivindicaciones sociales de la clase trabajadora,
tirando si es preciso de discurso obrerista y de bagaje ortodoxo. En
definitiva, un “suma y sigue” que se basa en una suposición gratuita:
todos los subalternos se quieren y todos los subalternos se equivalen.
LGTBIQ y compañeros del metal ¡mismo combate![6]
Astuto ¿verdad?
Una nueva religión de Estado
El problema de los
liberastas consiste en su fuga de lo real. Aferrados al dogma posmoderno
de la “capacidad performativa del discurso” (lo que traducido
significa: la capacidad del lenguaje para producir la realidad) han
sustituido la realidad por el discurso y se han extraviado en juegos de
palabras. La izquierda liberasta ha absolutizado el marco
opresores–oprimidos (que es real, pero que no es el único) para
aplicarlo en todos los casos y situaciones, ignorando que existen otros
marcos que derivan de la intersección entre naturaleza y cultura, y que
se superponen – y muy frecuentemente eclipsan – al referido marco
anterior. De esa forma la izquierda liberasta le da la espalda a la
psicología, a la biología, a la etología y a la antropología, prefiere
ignorar que los instintos territorial y tribal resultan de milenios de
evolución humana y son consustanciales a los pueblos, prefiere negar
que, como señalaba Levi–Strauss, un cierto grado de hermetismo cultural
es necesario para la salvaguardia de la diversidad humana. La izquierda
liberasta ve la historia como un melodramático culebrón de
privilegiados versus discriminados, como un relato victimista
sobre el que atiza sus sermoneos santurrones y sus fantasías
sentimentales. La izquierda liberasta ha sustituido la racionalidad del
marxismo por un kitsch de garrafón apto para berrear en las redes
sociales y en los talk–shows televisivos. De forma infantiloide
exalta la autonomía individual y condena el orden social como opresivo,
pero al mismo tiempo exige un Estado y una burocracia que se comporte
como una madre hiper–protectora y cariñosa. La izquierda liberasta es un
florilegio de contradicciones irresolubles, de aberraciones lógicas y
de necedades políticas, pero le da igual porque para ella todo se
resuelve en “juegos de lenguaje”. La coherencia no deja de ser, para
ella, otro “constructo social”…
¿Fuga de la realidad? En la cosmovisión liberasta no se trata tanto de negar la realidad como de deconstruirla. La ideología de la izquierda posmoderna es un constructivismo radical. Su
fondo ideológico último se encuentra en Rousseau, cuando estima que
todo, absolutamente todo, es el producto del ambiente, de la educación y
de las circunstancias sociales. De esta forma podemos esconder bajo la
alfombra los datos de la biología y de la genética. En la misma línea,
el recurso a un Kant simplificado permite a la izquierda autoproclamarse
como representante del “imperativo categórico” y de las ansias de
bondad y justicia universales ¡la superioridad moral de la izquierda!
Para rematar el trio ganador, Foucault les proporciona la sofística
pomposa con que destruir toda la cultura anterior. Llegamos así al mundo
perfecto, a un mundo en el que la realidad se hace y se deshace como un
mecano manejado por un niño caprichoso.
Sucede que ese niño
caprichoso – la izquierda liberasta– se encuentra hiper–protegido por un
coro de adultos que siempre le dan la razón. Toda una casta académica
le cuida y le engorda con la pitanza de los “estudios culturales” (cultural studies):
una configuración de flatulencias intelectuales que se hacen pasar por
disciplinas científicas. Como fuente doctrinal de la corrección
política, los “estudios culturales” – con su epicentro en las
universidades anglosajonas – conforman hoy un universo incestuoso y
corrupto, blindado en la insularidad de sus privilegios académicos.
Desde sus cogitaciones post–estructuralistas, los estudios culturales
prosperan en la atmósfera espesa de un establishment endogámico,
en el que cualquier exposición a una discusión abierta – o a la simple
realidad– haría el efecto de un rayo de sol sobre un vampiro. Su valor
filosófico y su credibilidad científica eclipsan, en onanismo mental, a
los teólogos bizantinos o a las camarillas clericales de la escolástica
tardía. La comparación no es gratuita, porque a través de la corrección
política han conseguido erigir un monopolio ideológico que no se veía en
Europa desde la edad media: una auténtica religión de Estado.
¡Aplastar al infame! – debieron de pensar muchos votantes de Trump a la hora de depositar su voto.
De espaldas al pueblo
¿Por qué los pobres
votan a la derecha? ¿Por qué los ricos votan a la izquierda? Éste es
seguramente el fenómeno político más relevante de las últimas dos
décadas. La izquierda se identifica, de forma progresiva, con los
profesionales de élite y con la gentry privilegiada, mientras
que las inseguridades y las angustias de las clases subalternas
encuentran refugio en los partidos populistas. Unos partidos que son
despreciados por el establishment progresista como una
ordinariez propia de menestrales. Claro que este engreimiento no deja de
recordar al de las preciosas ridículas de Versalles, años antes de su
desfile hacia la guillotina. ¿Danzando sobre el volcán? Observamos una
conjunción de factores que apunta hacia desarrollos inéditos, no
necesariamente pacíficos.
La historia nunca se
repite del mismo modo; por eso no tienen sentido las analogías con los
años 1930 y con las alertas – periódicamente reactivadas – sobre la
reaparición del fascismo, el nazismo, el comunismo, etcétera. Todos
estos espantajos forman parte de una estrategia de criminalización, de
un esfuerzo por hacer impensable todo aquello que se aparte del
neoliberalismo en sus múltiples caras: centro–derecha, centro–izquierda,
izquierda posmoderna, liberastas y demás ballet de pluralismo
impostado. Las tormentas venideras tomarán formas inéditas, seguramente
con una implosión o una superación del eje tradicional
izquierda–derecha. ¿Revoluciones? [7]
Las oligarquías saben que sólo los pueblos hacen revoluciones,
mientras que la “gente” y las “multitudes” (sujetos políticos de la
izquierda liberasta) a lo más que llegan es al desorden y al caos. Por
eso las oligarquías se aplican en deconstruir a los pueblos, en
remodelarlos y en reemplazarlos mediante la inmigración, las
deslocalizaciones y otras operaciones de ingeniería social. En cuanto al
caos… las oligarquías lo han transformado en un instrumento de
gobernanza. A pesar de las apariencias, el caos no genera
comportamientos imprevisibles, sino lógicas cortoplacistas, reactivas,
predecibles. Frente a la lucidez de los pueblos históricamente
constituidos – que pueden, llegado el caso, alzarse contra el Poder– las
sociedades desestructuradas son incapaces de elaborar estrategias a
largo plazo, y se limitan a reacciones instintivas, fáciles de
contrarrestar. Mientras se mantengan sabiamente controlados, el caos y
la anarquía también pueden ser factores de orden, y ése es el gran
secreto de la ingeniería social posmoderna. En cualquier caso, nada que
pueda afectar a quienes vuelan en sus propios aviones y esquían en sus
propias montañas. La privatización creciente de la seguridad y la
proliferación de ciudadelas amuralladas – de espaldas a la realidad
“multicultural” de la gente corriente– son signos emblemáticos de una
nueva era: la de una superclase deslocalizada e inmune a las
consecuencias desastrosas de sus políticas.[8]
Discurso neoliberal y reductio ad hitlerum
Asistimos al intento
de imponer una “aldea global” sin fronteras ni exterioridad posible. Un
sistema de valores y de normas homogéneos, en el que la posibilidad de
pensar de otra manera se revele estrictamente impensable. La
izquierda liberasta es una parte importante de esa apuesta. Su función
consiste en perpetuar una situación en la que la juventud – dicho sea en
los términos de Marx, retomados por el filósofo italiano Diego Fusaro –
se encuentra “desintegrada en la estructura e integrada en la
superestructura”. Lo que quiere decir: se encuentra sometida a las
precariedades y alienaciones del neoliberalismo, pero se encuentra
entretenida y sedada por su aparato cultural, mediático y consumista.
Como parte de esa estrategia – continúa Fusaro– es imprescindible
mantener “los dos polos alternativos y secretamente complementarios del
antifascismo (en ausencia total de fascismo) y del anticomunismo (en
ausencia integral de comunismo)”, dos polos que “saturan el imaginario
político de los jóvenes, ofuscando su capacidad crítica y cegándolos
ante las contradicciones capitalistas, siempre invisibles en el choque
entre facciones aparentemente opuestas”.[9] Con su celo vigilante y sus cruzadas histéricas, la izquierda liberasta funciona como elemento de distracción, como apagafuegos del Sistema.
¿Cómo se puede contrarrestar esta estrategia? Como hemos apuntado antes, es preciso reactivar un enfoque de clase que ponga
de relieve el carácter espurio de la izquierda posmoderna. Un enfoque
de clase purgado de los errores, dogmatismos y rigideces del viejo
marxismo. Si hablamos de perspectivas inéditas, es preciso admitir que
un Marx liberado del marxismo admite lecturas que, habida cuenta de la deriva antipopular y elitista de la izquierda, bien podrían situarse hoy a la derecha. La primera de ellas: la reivindicación del materialismo. La
izquierda posmoderna ha sustituido la visión materialista de la
historia por las monsergas de la corrección política: un conglomerado de
moralismo y de dogmas exiliados de la realidad. La vuelta a lo material –
la atención a las preocupaciones de la mayoría de la clase trabajadora–
es una actitud que, si ayer era de izquierdas, hoy se ha desplazado a
la derecha.[10]
En segundo lugar, es preciso afirmar con Marx el carácter contingente de todo orden político,
el papel central del pueblo en la creación de las constituciones.
Porque en el pensamiento marxiano es el pueblo el que crea las
constituciones, y no a la inversa.[11] La
corrección política dominante nos dice, por el contrario, que son las
constituciones – en cuanto derivan de principios universales y
trascendentes (la ideología de los derechos humanos) – las que crean y
conforman a los pueblos. Según este dogma son los pueblos los que deben
adecuarse – incluso en su composición física– al Orden
Revelado, que es necesariamente multiculturalista. La democracia, por su
parte, debe ser corregida cuando el pueblo ignaro cuestione los
principios liberales que conforman la Legitimidad Superior. En ese
sentido no faltan serias propuestas, rodeadas de oropel académico, para
sustituir la democracia por gobiernos de “expertos”.[12] Al
fin y al cabo, si Hitler llegó al poder tras unas elecciones la
democracia no puede ser totalmente buena. El socorrido esquema de la reductio ad hitlerum es el argumento universal e infalible del neoliberalismo para justificar todos sus desmanes.[13]
La izquierda en el cuarto oscuro
La historia
intelectual de los últimos dos siglos nos enseña una lección: cuando un
sistema de ideas se limita a repetir las mismas consignas vacías y
cuando obliga a los demás a creérselas, se trata de un sistema en vías
de desaparición. Podrá conservar el poder, la fuerza y la hegemonía – y
ello por mucho tiempo–, pero se trata de un sistema ya muerto, porque la
savia vital ha dejado de correr en su interior. El conformismo y la
autocomplacencia son tóxicos, preludio de extinción. Y la realidad oficial no admite, a la larga, el divorcio con la realidad real.
La cáscara podrida termina siempre desprendiéndose. Así pasó con los
grandes credos e ideologías del pasado –la Unión Soviética es un ejemplo
muy claro– y así pasará con la izquierda posmoderna: la última religión
que ofrece cobijo y santuario a todos aquellos que buscan un dogma en
el que creer.
La Iglesia Liberasta
exige a sus adeptos grandes pruebas de fe. Aceptar que una mujer pueda
ser un hombre y un hombre una mujer, o que la belleza es un mito
impuesto por el hetero–patriarcado, o que las razas no existen (porque
como es sabido, “no es un concepto científico”) no son las menores de
ellas. Desde el momento en que todos nacemos como individuos neutros y
abstractos, desde el momento en que todos podemos elegir libremente
nuestra identidad… desde ese mismo momento, todos estamos obligados a
reconocernos por lo que nos sintamos: hombre o mujer, negro o blanco,
niño o anciano, terrícola o marciano. ¿Exageraciones? La lista de más de
cien “géneros” ya contabilizados en los Estados Unidos, la afirmación
de que ser blanco o negro no es un hecho natural sino una relación
social (idea replicada de la teoría de género), la noción de
“racialización” como “asignación étnica” independiente de la biología:
he ahí varios botones de muestra de por dónde van los tiros. Que todos
estos hallazgos procedan de los Estados Unidos no debe sorprendernos.
¡Libertad de elegir! Es Milton Fredman (y no Lenin) el Papa de la
izquierda posmoderna. ¿Por qué se empeñan en no reconocerlo?
Con estas alforjas
intelectuales ¿cuál será el recorrido de la izquierda durante las
próximas décadas? Entre los síntomas de una civilización acabada y de
una sociedad en vías de disolución (un progre calificaría estas
afirmaciones como “declinismo”) todo eso que llamamos “izquierda”, con
su bagaje centenario de luchas políticas y sociales, seguramente
desaparecerá o mutará en un híbrido definitivamente irreconocible. De
hecho, ya lo está haciendo. La izquierda ha sido abducida por el
neoliberalismo en su patrón esencial: el horror por todo lo que suponga
límites y limitaciones. Cortada de la savia vital que procede de las
clases populares, la izquierda liberasta ha preferido meterse en el
“cuarto oscuro” de las minorías y entregarse a experimentos más o menos
extravagantes. Es dudoso que, a la larga, el común de los mortales vaya a
seguirla por esos derroteros. La “orgía suicida” era, al fin y al cabo,
una de las fantasías malditas de Foucault. Nihilismo terminal para
elites hastiadas.
¿Hacia un futuro postliberal?
La apología de lo
“trans”: ahí reside el alma, corazón y vida de la izquierda liberasta.
Una obsesión que se declina en una serie de figuras metafísicas: los
mutantes, los nómadas, los parias, los marginales, los “otros”… figuras
todas ellas que, como señala Shmuel Trigano, constituyen una especie de
“universal deconstruído”, una serie de puertas hacia una trascendencia
indeterminada y cambiante: la Santa Nada.[14] ¿Qué
es la negación de la diferencia sexual sino la refutación de la
reproducción sexual, de esa “coproducción de lo humano que sólo tiene
sentido porque existen hombres y mujeres”?[15] Ante
nosotros se abre una perspectiva inquietante. ¿Se encuentra la
humanidad en peligro de extinción? ¿Acaso el virus liberasta, inoculado
al resto del mundo, nos convertirá en un planeta queer?
Hay motivos para
pensar lo contrario. Las ilusiones progresistas sobre una parusía
secular, liberal y permisiva del género humano no cesan de recibir
severos desmentidos. De hecho, esta ilusión se encuentra acantonada en
occidente, en una porción cada vez más reducida de la humanidad. De la
franquicia occidental el mundo acepta las mercancías, pero rechaza las
doctas admoniciones. El sueño liberal–capitalista del “fin de la
historia” –señala la feminista “disidente” Camille Paglia – “ignora las
oscuras lecciones sobre los ciclos de auge y caída de las
civilizaciones, que a medida que son más complejas e interconectadas se
hacen también más vulnerables al colapso. La tierra está sembrada de
ruinas de imperios que se creyeron eternos (…) Las extravagancias de la
experimentación de género suelen preceder a los colapsos culturales (…)
América es hoy otro imperio distraído en juegos y distracciones ociosas.
Pero hoy al igual que ayer, hay fuerzas que se alinean más allá de las
fronteras: hordas dispersas de fanáticos, entre los que el culto de la
masculinidad heroica tiene todavía enorme atractivo”.[16] Como
si quisiera darle la razón, la ensayista franco–musulmana Houria
Bouteldja (figura de proa del movimiento de ultra–izquierda “Indígenas
de la Republica”) denuncia el “imperialismo gay” (“homoracialismo”) y
considera que las reacciones homófobas de las sociedades del sur son
“una resistencia orgullosa frente al imperialismo occidental y blanco,
una voluntad obstinada de preservar una identidad que, ya sea real o
imaginaria, es objeto de consenso”.[17]¿Se
acerca tal vez el momento de hacer la elección entre racismo y
homofobia? Un bello objeto de meditación para los doctores del
multiculturalismo…
El posmodernismo parte de una convicción: la de su capacidad para manipular la realidad ad infinitum. Pero
ése es un intento que terminará arrastrándole, tarde o temprano, a una
crisis profunda. La existencia de una realidad insoslayable, de unos
fundamentos naturales que siguen sus propias leyes, saldrá
inevitablemente a la luz. El posmodernismo es, hoy por hoy, la ideología
dominante; un estatus que ha conquistado agitando el material explosivo
de las identidades. Pero las identidades son conflicto, decía
Freud, y cada generación hinca su arado sobre los huesos de los muertos.
Todo parece indicar que nos acercamos a un punto de inflexión. Un punto
en el que, como señalaba el filósofo René Girard, “es preciso cuidarse
de los vanguardistas que predican la inexistencia de lo real. Debemos
más bien acostumbrarnos a otro enfoque del tiempo: aquél en el que la
batalla de Poitiers y las Cruzadas están mucho más próximas a nosotros
que la Revolución francesa y la industrialización del Segundo Imperio”.[18] La
historia siempre está abierta. Pero el modelo neoliberal de la
“sociedad abierta” reposa sobre un piélago de contradicciones sin
resolver. No tendría nada de extraño que, una tras otra, acaben
estallándole en la cara.
¿Declinismo? Los popes
de la posmodernidad, en su huera pedantería, fueron los primeros
declinistas. En otra de sus imágenes mórbidas, Michel Foucault decía que
el Hombre terminará desvaneciéndose, como un rostro de arena dibujado
en una playa. Puede que sea así. Pero mucho antes de que llegue ese
momento, tal vez podamos asistir a otro espectáculo: al de la izquierda
liberasta desapareciendo por el sumidero de la historia. El placer de
contemplarlo será sin duda lo mejor de su legado.
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[1] Como
estrategia de adaptación al terreno, las revoluciones de colores
asimilan el antifascismo con el anticomunismo. El comunismo, por su
parte, se asimila sin matices con el estalinismo. El resultado final es
la demonización de todo aquello que no sea liberalismo occidental.
[2] El
punto de inflexión del ciclo de “revoluciones de colores” fue el golpe
de Estado en Ucrania en 2014. Este episodio presentó la peculiaridad de
reunir en el mismo bando pro–occidental a los liberales de izquierda y a
los hooligans neonazis, utilizados por los “demócratas” como
tropa de choque para el trabajo sucio. Todo un ejemplo de pragmatismo y
de adaptación al medio por parte de los estrategas atlantistas. Para más
información: ¿Rusia o América? Metapolítica de dos mundos aparte. Adriano Erriguel. Ediciones Insólitas 2016.
[3] El
término “liberasta” en puede funcionar, en cierto modo, como una
“palabra policía” (en el sentido orwelliano al que nos referíamos al
comienzo del texto): un epíteto que se “cuelga” al enemigo y del que
este ya no puede desprenderse.
El episodio del grupo punk femenino Pussy Riot y su performance en la Catedral de Moscú en 2012 es un ejemplo paradigmático de “poder blando” (soft–power) liberasta.
El breve encarcelamiento de las “activistas” en Rusia hizo posible
presentarlas como mártires, a mayor gloria de la propaganda atlantista.
Ya en libertad, las componentes de Pussy Riot encontraron su acomodo en
el show–business americano.
[4] Entre ellos: David Harvey, The conditions of Postmodernity (1989); Alex Callinicos: Against postmodernism, a marxist critique (1989); Frederic Jameson: Postmodernism, the cultural logic of late capitalism (1991); Terry Eagleton: The illusions of Postmodernism (1996); Perry Anderson: The origins of Postmodernity 1998; Owen Jones, Chavs, la demonización de la clase obrera 2011. David North: The Frankfurt School, Postmodernism and the politics of the Pseudo–left. A marxist critique (2015).
[5] Un ejemplo lo encontramos en Alemania con la iniciativa: ¡En pié! (Aufstehen!)
lanzado en septiembre 2018 por la dirigente del partido alemán “Die
Linke”, Sahra Wagenknecht, que se declara contra el laxismo en materia
migratoria y aboga por el retorno de los refugiados a sus países (una
vez que la situación lo permita).
[6] Un
ejemplo paradigmático de este “kitsch” ideológico es la película
británica “Pride” de Matthew Warchus (2014). Al darse cuenta de que
tienen enemigos comunes (Margaret Thatcher, la policía y la prensa
conservadora) los homosexuales y lesbianas londinenses se unen a los
mineros de carbón galeses en las huelgas de 1984. La moraleja de la
película nos sugiere una versión ideal de aquellos frisos y conjuntos
escultóricos de la era soviética, en los que, junto a los tradicionales
soldados, obreros y campesinos, se incorporarían la drag–queen, el gay y la lesbiana de turno.
[7] En
el momento de escribir estas líneas (otoño 2018) una primicia de estos
posibles desarrollos inéditos lo tenemos en Italia, con la alianza
gubernamental entre el populismo “de izquierdas” (Movimiento 5
Estrellas) y el populismo “de derechas” (La Liga).
[8] El análisis más conocido sobre el uso del caos como estrategia de dominio es el libro de Naomí Klein, The Shock Doctrine: the rise of disaster capitalism. El clásico de Bernard Charbonneau, Le Système et le chaos,
desarrolla la idea de que el sistema engendra el caos, para presentarse
a continuación como la única alternativa frente al caos que él ha
engendrado. En la misma línea: Gouverner par le Chaos. Ingénierie sociale et mondialisation. Max Milo 2014. El periodista Pepe Escobar aplica este enfoque a la política exterior de los Estados Unidos en: Empire of Chaos. Nimble Books 2014.
[9] Diego Fusaro, Europa y capitalismo. Para reabrir el futuro. El Viejo Topo 2015, pp. 122–125.
[10] Conviene
recordar algunos datos: Karl Marx condenaba la competencia desleal que
los inmigrantes suponían para el proletariado autóctono, y consideraba a
la inmigración como “el ejército de reserva del capital”. En los años
1950 el Partido comunista francés (que, dicho sea de paso, condenaba el
aborto como un “vicio burgués”) hacía una cuidadosa distinción entre el
internacionalismo (deseable) y el cosmopolitismo (lujo burgués).
Importantes sindicalistas (Jacques Nikotoff) abogaban por el retorno de
los inmigrados sobre una base voluntaria. El Secretario General del
Partido Comunista francés, Georges Marchais, dirigía en 1981 una carta
al rector de la Mezquita de París en la que decía que: “las señales de
alarma se han encendido: es preciso parar la inmigración oficial y
clandestina”. (Alain de Benoist, “Populisme de gauche, populisme de
droite, les fronts bougent…” Entrevista de 25.9.2018 en www.Bvoltaire.fr).
[11] Denis Collin, Introduction à la pensé de Marx. Seuil 2018, p. 37.
[12] En ese sentido, el libro del profesor de la Universidad de Georgetown Contra la democracia (traducción
española publicada por Instituto Juan de Mariana–Universidad de Deusto
en 2018). Otros libertarios–liberales como Bryan Caplan, Jeffrey
Friedman y Damon Root sostienen que “cuando la democracia amenaza los
compromisos sustanciales del liberalismo – lo que será inevitablemente
el caso, puesto que todos los votantes maleducados y desinformados son
iliberales– lo mejor es, simplemente, considerar la posibilidad de
deshacerse de la democracia”. (Patrick J. Deneen, Why liberalism failed. Yale University Press 2018, p. 157). A otro nivel, la majoretteatlantista Bernard Henry Lévy reivindica el “Estado profundo” (Deep State) como “freno no– democrático” frente a los “desvaríos” del populus ignorante (“El “Estado profundo existe, Trump y compañía lo han comprobado”, en El Español).
[13] Resulta
especialmente repulsivo ver un personaje como Madeleine Albright
(ex–Secretaria de Estado de los Estados Unidos) publicar un libro
titulado Fascismo: una advertencia (dedicado a atacar a los partidos populistas), especialmente tras ver en Youtube una
entrevista suya (año 1996) en la que considera que la muerte de medio
millón de niños en Irak (consecuencia de los bloqueos americanos) es “un
precio que merece la pena ser pagado”.
[14] Shmuel Trigano, La nouvelle idéologie dominante. Le post–modernisme. Hermann Éditeurs 2012, p. 66.
[15] Francois Bousquet, “Putain” de Saint Foucault. Archéologie d’un fetiche. Pierre-Guillaume de Roux 2015, p. 102.
[16] Camille Paglia, Free Women, free men. Sex–Gender–Feminism. Canongate 2017, pp. 212–221.
[17]“L’homophobie est-elle une résistance farouche à l’impérialisme occidental ?”, en bibliobs.nouvelobs.com. Para
un análisis revelador sobre todos estos temas, el artículo de Alain de
Benoist: “Races, racismes et racialisation, la gauche en folie”, en la
revista Éléménts pour la civilisation européenne, nº 173, agosto-septiembre 2018. (pp. 34-39).
[18] René Girard, Achever Clausewitz. Entretiens avec Benoît Chantre. Flammarion 2011, p. 356.