viernes, 28 de julio de 2017
ALBERDI. VERDADERO Y ÚNICO PRECURSOR DE LA CLAUDICACIÓN
Por Julio Irazusta
Alberdi ha sido de preferencia estudiado en su aspecto de Solón
argentino, y la influencia de sus ideas en la organización institucional
del país fue ya ampliamente señalada. Pero yo creo que hasta ahora no
se ha establecido con precisión la fecha de su grandeza desde el punta
de vista de la personalidad que decide los destinos de una nación.
Para mi esa fecha no es la de 1852, en que redactó Las Bases al
enterarse en Chile de la caída de Rosas, sino la de 1838, año en que
emigró a Montevideo. El papel que desempeña en la época llamada de la
organización nacional es preponderante, pero no singular. Ya para
entonces las ideas que expone en Las Bases habían ganado mucho terreno
en la opinión del país, habían tenido otros expositores tan brillantes o
tan vigorosos, si no tan claros como él; el giro tomado por la
revolución liberal contra Rosas no dependía directamente de él, sino de
hombres que tal vez ni lo conocían (aunque sufrieran por modo indirecto
una influencia de su propaganda anterior). Es más. Quedan indicios (ya
coordinados por Groussac), de que, hacia el final de la dictadura,
Alberdi no veía con malos ojos los resultados obtenidos por el
dictador, de que cualquiera fuese la fijeza de sus objetivos políticos
fundamentales (que jamás variaron), su manera de concebir la oportunidad
no era la de aquellos que se puede llamar sus correligionarios.
En 1838, al emprender en Montevideo la campaña política que debía
provocar la alianza de la emigración argentina con las autoridades de la
escuadra francesa que bloqueaba el puerto de Buenos Aires, Alberdi está
solo. Ningún argentino, entre los peores enemigos de Rosas ha pensado
todavía en acudir al extranjero europeo en busca de auxilio; ningún
patriota prestigioso se ha atrevido a desafiar la opinión nacional
aplaudiendo la intromisión de Francia en América. De sus compañeros de
generación que luego habían de formar con él la pléyade de la Argentina
liberal ninguno ha cobrado todavía importancia. Echeverría es
personalidad poética, no política. Sarmiento es un tímido principiante
que apenas ha hecho sus primeras armas. Mitre no ha salido del cascarón
estudiantil. Y así de los demás. Cuando Alberdi adopta su trascendental
política de 1838, ningún mayor le da un ejemplo autorizado, ningún
contemporáneo suyo lo acompaña. Está en el destierro, después de
abandonar voluntariamente una patria en la que ya ha triunfado, no sin
duda como él lo deseara, pero entre los suyos al fin. Para colmo de
dificultades, cuando llega al medio ajeno que en adelante será el de su
acción, las novedades aportadas por él a la lucha antirrosista
contrarían las negociaciones de paz con Rosas iniciadas por Rivera, y en
lugar de la acogida que sin duda esperaba de las circunstancias
favorables dadas en la situación internacional rioplatense, fué atacado
en su calidad de extranjero por la prensa oficiosa de Montevideo, que
así desautorizaba su prédica
internacionalista.
Midiendo la acción de Alberdi por los obstáculos que venció con su
tesón y su capacidad intelectual, por las dramáticas circunstancias en
que la empezó, el joven emigrado de 1838 es indudablemente más grande
que el hombre maduro de 1852. Y como esa acción fue trascendental para
los destinos de nuestro país, me ha parecido indispensable no dejar que
la fecha de su centenario pasara sin un recuerdo. Hoy, en 1938, se
palpan las consecuencias últimas de la política extranjerizante cuya
adopción decidió Alberdi con su campaña de 1838. Para los partidarios
como para los adversarios de esa política, ninguna figura de hace un
siglo puede ser en estos momentos más digna de estudio que la de
Alberdi. Así los primeros colocarán sus admiraciones y los segundos
asignarán las responsabilidades, con más justicia. Otras conmemoraciones
bullangueras e inoportunas celebradas este año parecen destinadas a
confundirlo todo, a extraviar a los unos sobre el verdadero autor de la
política aún imperante en el país, y a los otros sobre sus verdaderas
consecuencias.
II Si se quiere tomar el hilo de esa evolución del pensamiento de
Alberdi que le permitiría luego todo un planteamiento novedoso del
problema social y político del Río de Plata, se nos permitirá
transcribir esta página de su Autobiografía: “Durante mis estudios de
jurisprudencia que no absorbían todo mi tiempo”, dice en ella, “me daba
también a estudios de derecho filosófico, de literatura y de materias
políticas”. En ese tiempo contraje relación estrecha con dos
ilustrísimos jóvenes, que influyeron mucho en el curso ulterior de mis
estudios y aficiones literarias: don Juan Manuel Gutiérrez y don Esteban
Echeverría. Ejercieron en mí ese profesorado indirecto, más eficaz que
el de las escuelas que es el de la simple amistad entre iguales.
Nuestro trato, nuestros paseos y conversaciones fueron un constante
estudio libre, sin plan ni sistema, mezclado a menudo a diversiones y
pasatiempos del mundo. Por Echeverría, que se había educado en Francia
durante la Restauración, tuve las primeras noticias de Lerminier, de
Villemain, de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas, de Lamartine, de Byron y
de todo lo que entonces se llamó el romanticismo, en oposición a la
vieja escuela clásica. Yo había estudiado filosofía en la Universidad
de Condillac y Locke. Me habían absorbido por años las lecturas libres
de Helvecio, Cabanis, de Holbach, de Benthamn, de Rousseau. A Echeverría
debí la evolución que se operó en mi espíritu con las lecturas de
Víctor Cousin, Villemain, Chateaubriand, Jouffrey y todos los eclécticos
procedentes de Alemania en favor de lo que se llamó el espiritualismo”.
“Echeverría y Gutiérrez propendían por sus aficiones y estudios, a la
literatura; yo, a las materias filosóficas y sociales. A mi ver, yo creo
que algún influjo ejercí en este orden sobre mis cultos amigos. Yo les
hice admitir, en parte, las doctrinas de la Revista Enciclopédica, en lo
que más llamaron el Dogma Socialista“. (Alberdi Escritos póstumos, tomo
XV, p. 293).
El pasaje es encantador. No da los detalles precisos de la evolución
sufrida por Alberdi en el comercio intelectual con sus dos amigos. Los
nombres de autores se hallan barajados en la página redactada por el
anciano, como ocurrirían en las conversaciones de los jóvenes, sin
ninguna notación concreta sobre las ideas particulares que cada uno de
ellos le enseñara. Pero encierra sugestiones preciosas, que han servido
de punto de partida para la investigación. Nadie ha realizado sobre el
tema una más profunda que el doctor Coriolano Alberini en su conferencia
sobre “La metafísica de Alberdi”, pronunciada en una colación de grados
universitarios de 1933 y publicada en los Archivos de la universidad.
Remitimos a esa conferencia para todo lo concerniente a la formación
intelectual de Alberdi, y a su posición filosófica definitiva tal como
quedó desde sus primeras publicaciones.
Lo fundamental para el objeto de este ensayo es que la evolución sufrida
por el autor de Las Bases entre sus años de Colegio y el advenimiento
de Rosas, lo había preparado a recibir el nuevo hecho político con su
espíritu más realista que el aprendido en el primer grupo de autores
citados por él en la página transcripta. El segundo grupo le había dado
por así decir una clave de la historia mundial, que comprendía fenómenos
como el del rosismo. Y cuando Rosas triunfó, Alberdi ya podía encararlo
con serenidad. Los románticos francesas le habían enseñado la
concepción del progreso elaborada por la filosofía alemana, en contraste
con el iluminismo francés del siglo XVIII. Para éste, el progreso era
obra de la razón trascendente, exterior al mundo, anti-histórica, que
persigue la realización de un ideal utópico por medio del despotismo
ilustrado, de un derecho natural desligado de la tradición histórica,
fuerza perturbadora. Para aquella, en cambio, el progreso era obra de
una de una razón inmanente, ínsita en el mundo, que se va realizando en
la historia e introduciendo en los conceptos del derecho natural los
nuevos hechos aportados por la vida de la sociedad. El iluminismo
utópico y legiferante, ciego a la realidad de cada momento y de cada
lugar, era superada por el historicismo, cuyo respeto por las
particularidades de época y de localidad le diera a Alberdi el criterio
necesario para considerar los acontecimientos de que era espectador.
Cousin y los eclécticos, Lerminier y los románticos, difundieron en
Francia, hacia el final de la Restauración, es decir durante la estada
de Echeverría en París, aquellas ideas fundamentales del historicismo
que la nueva generación argentina iba a repetir entre nosotros.
Resultado de esa empresa intelectual sería la superación del ideologismo
utópico de los unitarios y la valoración del hecho federal.
Bien es verdad, como lo observa repetidas veces el doctor Alberini, que
ni Echeverría ni Alberdi tomaron al pie de la letra las ideas de los
publicistas franceses de la nueva escuela. En lo que se refiere al
historicismo, de los dos elementos que él considera en el derecho, el
histórico y el racional, su creador, el alemán Savigny, da más
importancia al primero; su divulgador, el francés Lerminier, da más
importancia al segundo. Pero no lo bastante a gusto de Alberdi, que en
ve el peligro de la glorificación del hecho, implícita en el
historicismo, y trata de evitarlo, corrigiéndolo mediante las teorías
morales de Jouffroy. En lo que se refiere a la filosofía propiamente
dicha, la nueva concepción del progreso es demasiado determinista,
demasiado excluyente de la iniciativa humana. Al tomarla de los
eclécticos y románticos franceses, repetidores de los filósofos
postkantianos, Alberdi la corrige también, dando más juego a la libertad
de determinación de la voluntad, y aceptando los fines del iluminismo
unitario, es decir, sus ideales de civilización, pero negándole
comprensión de los medios que la realidad argentina aconseja. Según la
brillante fórmula del doctor Alberini, para Alberdi “es indispensable
llegar a una síntesis de fines iluministas y de medios historicistas,
merced a la teoría providencial del progreso, interpretada con hondo
sentimiento de nuestra peculiaridad social”. Lo de la hondura de esa
interpretación es discutible. Pero es cierto que A1berdi postuló su
necesidad.
III La independencia relativa con que nuestro personaje manejaba las
ideas de los maestros en boga se manifestaba más en el terreno de la
teoría que en el de la práctica. Por lo general, los jóvenes dejan el
andador ideológico mucho antes que el andador moral. El mismo bachiller
que se ha emancipado hasta cierto punto de los textos escolásticos,
necesita catálogos de acción, es decir libros de casuistas, moralistas o
sociólogos (según la época) que lo provean de recetas para tales y
cuales hechos, menos manejables que las ideas. Ahora bien, si la escuela
histórica proporcionaba categorías de juicio mejores que las de los
ideólogos (y que permitieran a la nueva generación argentina encarar la
realidad social del país con más tino que sus predecesores los
unitarios), los historicistas franceses predicaban en ese momento con el
ejemplo de modo más persuasivo que con la palabra. Hay menos semejanza
entre las ideas de Alberdi y las de sus maestros, que entre la política
del primero y la de los últimos. La de estos consistía en un cambio de
táctica, en abandonar el extremismo revolucionario de 1793 por una
propaganda pacífica de los mismos fines esenciales. Desde 1834 el
abogado Dupont había propugnado esa política en la Revista Republicana,
Raspail y Kersausie escribían en El Reformador: “Basta de polémicas
personales, basta de lucha social”. Las leyes de setiembre (que fueron
la edición francesa de nuestra ley de marzo de 1835), habían amilanado
todavía más a los republicanos. La Falange, publicación prestada por
Fourier a Considérant, y El Buen Sentido de Luis Blanc, predicaban la
sustitución de las conjuras tenebrosas por un ideal de mejoramiento
pacífico de la sociedad y de la política. Lammenais, Jorge Sand y Leroux
seguían la misma tendencia.
El autor de Palabras de un creyente, al separarse de la posición
reaccionaria del comienzo de su carrera (pues sabido es que Lammenais se
inició junto a De Maistre y De Bonald), había dado la fórmula que la
nueva generación argentina adaptaría a la política de los partidos
locales: “miro al antiguo partido monárquico con todo el respeto que se
debe a un glorioso veterano. Pero no puedo tener confianza en ese
veterano, pues con su pierna de palo está incapacitado para avanzar con
la nueva generación”. Salvo la imagen final, esas palabras de Lammenais
en 1834 son casi las mismas que la nueva generación argentina diría
sobre el partido unitario.
La política de Lammenais separábase, a la derecha, de los monárquicos, y
a la izquierda, de los revolucionarios y jacobinos. Y dada la
influencia preponderante que su libro más famoso, traducido por Larra
con el nombre de Dogma de los hombres libres, ejerciera sobre los
jóvenes rioplatenses en la cuarta década del siglo XIX, es fácil creer
que su recetario práctico, de la conciliación de los partidos, fué
adoptado al pie de la letra por sus admiradores de aquende el Océano,
como el que mejor cuadraba con el nuevo realismo aprendido en la más
reciente literatura política de Francia.
De España llegaban iguales voces de realismo en los pocos autores de la
madre patria que Alberdi leía. Así p. e. Donoso Cortés, citado en otro
pasaje de la Autobiografía. Antes de su época reaccionaria, antes del
Ensayo sobre el catolicismo y su célebre discurso de los dos
termómetros, cuando era representante del liberalismo a la moda, Donoso
Cortés escribía: “Las constituciones son las formas con que se revisten
las sociedades en los distintos períodos de su historia y su existencia;
y como las formas no existen por sí mismas, no tienen una belleza que
las sea propia, ni pueden ser consideradas sino como la expresión de las
necesidades de los pueblos que las deciben”……Las constituciones, pues,
no deben examinarse, en sí mismas, sino en su relación con las
sociedades que las adoptan … … Las constituciones para que sean
fecundas, no se han de buscar en los libros de los filósofos, porque
sólo se encuentran en las entrañas de los pueblos”. (Consideraciones
sobre la diplomacia y su influencia en el estado político y social de
Europa, desde la Revolución de Julio hasta el tratado de la Cuádruple
Alianza, Madrid, 1834).
Estas consideraciones impregnadas de sano realismo eran en España
reflejo del mismo pensamiento europeo no español que Alberdi reflejaría
en el Río de la Plata. Ese pensamiento había superado, en el primer
tercio del siglo XIX, el utopismo de 1789, aunque conservando algunos de
los fines esenciales que entonces persiguiéronse: y como queda dicho
más arriba, sus representantes más genuinos daban en Francia, en esos
precisos momentos, el ejemplo de la política prudente que correspondía
al nuevo concepto de evolución y de progreso que había predominado en el
terreno puramente intelectual.
IV Aunque Alberdi no especifique la época en que sus ideas se aclararon,
entre sus conversaciones con Echeverría desde 1829 en adelante y la
publicación del Estudio preliminar en 1887, es de suponer que ello
habría ya ocurrido hacia la época en que Buenos Aires debatió el
problema constitucional de la suma del poder. La elaboración de un
sistema como el que se expone en aquel libro, por mucho que tenga de
ejercicio escolar, de trabajo de taracea con textos ajenos, no se puede
improvisar. Y dada la suma de labor intelectual que implica, es
legítimo atribuir a Alberdi las ideas que maneja en 1837 como adquiridas
varios años antes. Así las cosas, su actitud no podía ser, frente al
predominio del hombre que representaba la causa opuesta a la suya, la
que sus antecedentes de círculo y de educación permitían esperar. En las
cartas que le escribían sus amigos de Buenos Aires durante su viaje a
Tucumán en 1834, cuando aquel debate estaba en su punto más álgido, se
transparentaba un gran temor a Rosas, un gran anhelo constitucional que
se siente contrariado por las circunstancias. De regreso en el Río de la
Plata Alberdi no canalizaría los sentimientos de quienes le habían
llamado con angustia, hacia la oposición violenta, la sempiterna lucha
armada que el viejo partido liberal argentino ofrecía como única receta.
Aunque las íntimas simpatías del grupo juvenil estaban con dicho
partido, los errores de su política ya eran evidentes para Alberdi. Y
aunque en el fondo el ideal que él y sus amigos perseguían era el de los
fundadores de las instituciones liberales en el país, el mejor modo de
servirlo no sería obstinarse en la utilización de los mismos medios que
ya habían fracasado tantas veces. Tal la génesis psicológica de esa
política de la nueva generación. Teniendo ante sí dos caminos: las armas
o las ideas, optó por el segundo, como más a su alcance. Para ello se
asoció, escribió. Pero, según las palabras de Alberdi, “transó (sic)
aparentemente con el poder de entonces, lo agasajó para no ser estorbado
por él”. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 433). Para mí es
indudable que en esas palabras hay una esquematización demasiado rígida y
torcida, y que en la conducta de los jóvenes acaudillados por
Echeverría y Alberdi, hubo más sinceridad, menos maquiavelismo de los
que dice este último. Es raro que la extrema juventud se alíe a tanta
hipocresía como, aún en medio de los mayores peligros, supóne la
politica que Alberdi esquematiza a posteriori de los hechos en las
palabras citadas. Por esos mismos días la juventud liberal italiana
arrostraba riesgos muy superiores a los ofrecidos por la severa
represión de Rosas; los principillos reaccionarios de la península
hicieron correr ríos de sangre entre 1830 y 1836. La diferencia de
conducta no se debe a una diferencia fundamental de carácter entre unos y
otros jóvenes, sino a la diferente manera de concebir lo operable. Al
mismo tiempo que Alberdi tomaba la suya de los publicistas franceses a
la moda, Mazzini la combatía en estos. Y la misma juventud liberal
argentina que Alberdi presenta como poseedora de una prudencia
monstruosa para sus años, daría poco después muestras de audacia sin
cálculo, de heroísmo indudable.
La política de transacción entre los fines del iluminismo y el hecho
federal parece haber sido sinceramente concebida y planeada a mediados
de la cuarta década del ochocientos por aquellos jóvenes espíritus, cuya
euforia de poseedores de la única doctrina explicativa de la novedad
surgida en el país se nota en sus escritos de entonces, en los discursos
de Sastre, Gutiérrez y Alberdi al inaugurar el Salón Literario, en el
Preliminar al estudio del derecho. El análisis detenido de esas
producciones lo hará más evidente.
V En enero de 1837, Alberdi imprimió un prospecto de la obra que tenía
en preparación sobre los principios del derecho. En él exponía la
esencia de los conceptos que encerraría y desarrollaría aquélla. Pocos
meses después aparecía el Fragmento preliminar al estudio del derecho.
Si el título era largo más lo era el subtítulo, que rezaba como sigue
“acompañado de una serie numerosa de consideraciones formando una
especie de programa de los trabajos futuros de la inteligencia
argentina”. La presunción del tono corresponde a la moda de la época y
los cortos años del autor. Alberdi tenía apenas ventisiete, edad en que
rara vez pueden dar toda su medida los espíritus filosóficos, que
maduran tarde. El manejo de un complicado sistema de ideas en su libro
(por artificiosa y poco espontánea que haya sido su redacción), y la
conciencia sobre la rareza del hecho, debían de dar a Alberdi un
engreimiento que cuadraba con el de sus maestros europeos, los
románticos, personajes muy pegados de sí mismos. Pero el sentimiento de
Alberdi en el caso no es injustificado. Teniendo en cuanta la
circunstancia antes apuntada sobre la estación del florecimiento
filosófico, su trabajo es notable. Notable por la concepción general,
por la cantidad de filosofía verdadera que (no obstante los prejuicios
de escuela) Alberdi ha encerrado en su libro, por su capacidad para el
desarrollo de las ideas, por el aplomo de sus juicios, por su
independencia de espíritu respecto de los maestros (cuyas fórmulas
abandona muchas veces, sustituyéndoles otras de su cosecha), por su
discernimiento de la compleja experiencia política nacional.
Vale la pena detenerse a comentar este libro, fundamental en la obra de
Alberdi en la parte que interesa al objeto de estos estudios.
La filosofía no le interesaba a nuestro jóven autor sino como proveedora
de principios a cuya luz debían aparecer con toda claridad sus
conceptos sobre el derecho. Este era el objeto permanente del Fragmento
preliminar. Desde el principio confiesa Alberdi la evolución sufrida
por él (bajo el influjo del publicista francés que introdujo el
historicismo alemán en Francia) en la concepción del derecho: “Abrí a
Lerminier”, dice, “y sus ardientes páginas hicieron en mis ideas el
mismo cambio que en las suyas había operado el libro de Savigny. Dejé de
concebir el derecho como una colección de leyes escritas. (Alberdi
Escritos jurídicos, T. I, pág …, de la ed. de J. V. González). Señalado
un extremo de la evolución, pasa a señalar el otro, con el cual entra de
lleno en materia. El derecho es, para el autor del Fragmento preliminar
“un elemento constitutivo de la sociedad, que se desarrolla con ésta,
de una manera individual”, del mismo modo que “el arte, la filosofía, la
industria, no son como el derecho, sino fases vivas de la sociedad,
cuyo desarrollo se opera en una íntima subordinación a las condiciones
de tiempo y lugar”. (Ibid, ps. 14-15); “aunque (el derecho) es
indestructible y universal en su substancia, en su principio, su
aplicación debe ser tan móvil como las relaciones que preside, y éstas
como las necesidades sociales, tan fecundas también como los climas y
los siglos”; “el derecho positivo es totalmente adherente, privativo,
peculiar de cada pueblo, de cada momento; como dice Montesquieu, sería
una rarísima casualidad que pudiese recibir una doble aplicación”.
(Ibid, ps 119-120).
El derecho relativo y variable es para Alberdi, pues, el positivo; no
así el derecho natural, cuya inmutabilidad afirma declarando blasfemos a
quienes la niegan. Es tan categórico sobre este punto que, en cierto
momento, llega a confundir lo que él mismo había distinguido,
estableciendo un pasaje del derecho positivo al derecho natural: “Con la
serie de los tiempos” dice, “el derecho acaba por tomar una
inflexibilidad de hierro” (Ibid, p. 100); y más adelante: “Cada día debe
asimilarse más y más el derecho real al derecho racional…” (Ibid, p.
121). Ilusión contradictoria con sus afirmaciones iniciales. Pero una
frase de Guizot, que cita de inmediato, remedia la contradicción: “La
perfección racional es el fin, pero la imperfección es la condición”.
Otros desfallecimientos encierra el opúsculo, cuyo jóven autor suele
perderse en un laberinto de distingos, y que tan pronto coloca al
derecho en el subordinado lugar que le corresponde como hace de él una
disciplina intelectual que engloba a todas sus afines. Mas, pese a los
defectos (o tal vez a causa de ellos el Fragmento preliminar es la
manifestación más notable de pensamiento filosófico entre nosotros,
durante el siglo XIX. Tal aparece también en la excelente página que
resume los opuestos vicios del abstractismo jurídico y del historicismo
extremos: “Despreciar la historia, los hechos, la realidad, es oponerse a
la fuerza, y negar a esta fuerza su dosis necesaria de verdad y
legitimidad, pues que no es fuerza sino porque es o miente ser legítima.
Despreciar lo racional, lo filosófico, lo universal, es despreciar la
fuente de lo real, de lo histórico, de lo nacional, y por lo tanto, es
comprender mal todo esto; es limitar la verdad a la realidad, la
filosofía a la historia, todo hecho es verdadero, legítimo, justo, sin
otra razón que porque es hecho. Tal es error de la escuela histórica.
Sin duda que no es chico. El mejor partido será siempre un temperamento
medio entre los extremos, de la escuela histórica que ve la razón en
todas partes, y la escuela filosófica que no la ve en ninguna”. (Alberdi
Escritos jurídicos, I; p. 123, ed. J. V. González).
Al precepto uniendo el ejemplo, el autor del Fragmento preliminar aplicó
a la realidad argentina el criterio expuesto en esa página. La tópica
de su aplicación se refiere más a la política que al derecho. Una
palabra de su maestro Lerminier, que él califica de profunda: “la
vocación del derecho es enteramente política” (Ibid, p. 159), había
sacado a Alberdi de la órbita de lo jurídico puro a que se suelen
limitar los estudios de los doctores noveles. Y su opúsculo de 1837 no
es principalmente el preliminar al estudio del derecho que el título
promete, sino un tratado de ciencia política argentina. Más por eso
mismo es que el libro ha tenido nuestra atención. Pues lo que este
trabajo se propone examinar no son las ideas jurídicas y filosóficas de
Alberdi, sino su política, teórica y práctica, y su influencia decisiva
en los acontecimientos del Río de la Plata en 1838.
VI. Queda más arriba señalada de paso la esencia de la política
emprendida por la joven generación argentina al definirse en el país el
triunfo de la causa federal. Hay que insistir sobre ello. Hasta ahora no
se ha destacado con exactitud uno de sus aspectos salientes. El
Fragmento preliminar es, entre otras cosas, un estatuto intelectual
ofrecido por Alberdi a Rosas. Las escapatorias ulteriores del publicista
que había cambiado de opción práctica, aceptadas sin examen, han
extraviado sobre el verdadero alcance de aquel hecho. Pero la confusión
no resiste al estudio de los textos.
Cierto, la política planteada por Alberdi en su opúsculo de 1837 no es
capitulación ante el triunfo federal. Es sólo una componenda, en la cual
se reservan (para procurarlos a su tiempo) los fines esenciales de la
causa opuesta. Su propio carácter imitativo de la política moderada
seguida en Francia por los maestros del liberalismo es una prueba más de
la seriedad con que Alberdi planteaba la transacción con el rosismo, no
como astucia de campaña opositora bajo un régimen de censura de la
prensa y despótica represión, sino como expediente de oportunidad para
sacarle al despotismo, inevitable por el momento, lo que pudiera dar de
sí, a la espera del otro momento en que la causa liberal volviese por
todos sus fueros. La joven generación quería galopar al lado del potro,
hasta que se amansara.
Pero la transacción, lejos de ser lo accesorio en el opúsculo de
Alberdi, es parte fundamental del mismo, como que se enlaza con uno de
los dos aspectos esenciales de su doctrina: el que se refiere a la
necesidad de que el derecho positivo, relativo y mudable, contemple las
exigencias de lugar y de tiempo. En ese criterio se basa todo el examen
de la realidad nacional hecho por Alberdi en 1837.
Tomando las cosas desde el comienzo el autor del Fragmento dice: “cuando
en mayo de 1810 dimos el primer paso de una sabia jurisprudencia
política y aplicamos a la cuestión de nuestra vida política, la ley de
las leyes: esta ley quiere ser aplicada con la misma decisión a nuestra
vida civil, y a todos los elementos de nuestra sociedad, para completar
una independencia fraccionaria hasta hoy”. (Alberdi Escritos jurídicos,
I, p. 12 ed. J. V. González). Y agrega que los norteamericanos son
“felices…por haber adoptado desde el principio instituciones propias a
las circunstancias normales de su ser nacional. Al paso que nuestra
historia constitucional no es más que una continua serie de imitaciones
forzadas…La guerra y la desolación han debido ser las consecuencias de
una semejante lucha contra el imperio del espacio y del tiempo” (Ibid,
p. 18); “La inteligencia quiere también su Bolívar, su San Martín”
(Ibid, p. 20); “tenemos ya una voluntad propia; nos falta una una
inteligencia propia” (Ibid, p. 21); “una nueva era se abre, los pueblos
de Sud América, modelada sobre la que hemos empezado nosotros, cuyo
doble carácter es: la abdicación de lo exótico, por lo nacional; del
plagio, por la espontaneidad; de lo extemporáneo, por lo oportuno; del
entusiasmo, por la reflexión; y después, el triunfo de la mayoría
popular sobre la minoría popular” (Ibid, p. 40).
Lo nacional, lo auténtico, lo espontáneo de que habla el autor del
Fragmento preliminar no es, en resumidas cuentas, lo oportuno. Cuando
creíamos que iba a delinear los rasgos particulares de una sociedad
adulta, nos sale con que la particularidad que a ella le atribuye es la
infancia “No tenemos historia, somos de ayer, nuestra sociedad en
embrión… estamos bajo el dominio del instinto”(Ibid, p. 58). Más por lo
menos reconoce el valor de la oportunidad en política. Y ello significa
la superación del concepto unitario del transplante de las
instituciones europeas al nuevo continente, tal y como aparecían en el
viejo después de largos siglos de evolución. La polémica que en
consecuencia lleva contra el partido derrotado es vigorosísima. Cuando
la unidad filosófica, dice, acabe con la incoherencia general,
escribiremos nuestro código, “expresión de la unidad social …Tal es lo
que parecen no haber comprendido un instante aquellos que han
pretendido someter nuestra constitución nacional a una forma unitaria. Y
en este sentido nosotros acordamos preferentemente a los que han
seguido la idea federativa un sentimiento más fuerte y más acertado de
las condiciones de nuestra actualidad nacional” (Ibid, p. 58). Y en otro
lugar: “Confesemos que la civilización de los que nos precedieron se
había mostrado impolítica y estrecha: había adoptado el sarcasmo como un
medio de conquista, sin reparar que la sátira es más terrible que el
plomo, porque hiere hasta el alma y sin remedio. No debiera extrañarse
que las masas incultas cobraran ojeriza contra una civilización de la
que no habían merecido “sino un tratamiento cáustico y hostil“” (Ibid,
p. 43). Y por último: “Pretender nivelar el progreso americano al
progreso europeo, es desconocer la fecundidad de la naturaleza en el
desarrollo de todas sus creaciones: es querer subir tres siglos sobre
nosotros mismos” (Ibid).
El autor del Fragmento preliminar describe del siguiente modo la
actualidad nacional: “los que piensan que la situación presente de
nuestra patria es fenomenal, episódica, excepcional, no han reflexionado
con madurez sobre lo que piensan. La historia de los pueblos se
desarrolla con una lógica admirable. Hay, no obstante, posiciones
casuales, que son siempre efímeras; pero tal no es la nuestra. Nuestra
situación, a nuestro ver, es normal, dialéctica, lógica. Se veía venir,
era inevitable, debía de llegar más o menos tarde, pues no era más que
la consecuencia de premisas que habían sido establecidas de antemano. Si
las consecuencias no han sido buenas, la culpa es de los que sentaron
las premisas, Y el pueblo no tiene otro pecado que haber seguido el
camino de la lógica. La culpa, hemos dicho, no el delito, porque la
ignorancia no es delito. ¿En qué consiste esta situación? En el triunfo
de la mayoría popular que algún día debía ejercer los derechos políticos
de que había sido habilitada. Esta misma mayoría existe en todos los
Estados de Sud América, cuya constitución normal tiene con la nuestra
una fuerte semejanza que deben a la antigua política colonial que
obedecieron juntos. El día que halle representantes, triunfará también,
no hay que dudarlo, y ese triunfo será de un ulterior progreso
democrático, por más que repugne a nuestras reliquias aristocráticas”.
(Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 39, ed. J.V. González)
…“Por lo demás, aquí no se trata de calificar nuestra situación actual;
sería arrojarnos una prerrogativa de la historia. Es normal, y basta; es
porque es, y porque puede no ser. Llegará tal vez un día en que no sea
como es, y entonces sería tal vez tan natural como hoy. El Sr. Rosas,
considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas
mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre
el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase
pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la
universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe. Lo comprendemos como
Aristóteles, como Montesquieu, como Rousseau, como Volney, como Moisés
como Jesucristo. Así, si el despotismo pudiese tener lugar entre
nosotros, no sería el despotismo de un hombre sino el despotismo de un
pueblo: sería la libertad déspota de sí misma; sería la libertad esclava
de la libertad. Pero nadie se esclaviza por designio, sino por error.
En tal caso, ilustrar la libertad, moralizar la libertad, sería
emancipar la libertad”. (Ibid, ps. 36-37).
En esa descripción, el maridaje del historiador y del iluminismo es
perfecto. El hecho es dialectizado, pero no juzgado. Y al rehuir el
juicio, Alberdi deja adivinar que, de formularlo, habría sido adverso.
El sociólogo admite el hecho como exigencia del realismo postulado por
la escuela histórica; mas el político idealista no deja de considerarlo
un mal, aunque necesario, al encarar -en un prudente condicional- la
hipótesis de su maldad, atribuyendo la culpa a quienes sentaron las
premisas, es decir, a quienes pretendieron violentar la evolución del
país.
El sesgo de esas consideraciones induciría a admitir la aludida
escapatoria de Alberdi, que habla de los “sofismas” de su prefacio como
de ardides de guerra. No así otros pasajes, que debemos transcribir para
mostrar la importancia de la política transigente planteada y durante
cierto tiempo ensayada por la nueva generación argentina: “es…nuestra
misión presente”, dice el autor del Fragmento preliminar, “el estudio y
el desarrollo pacífico del espíritu americano, bajo la forma más
adecuada y propia. Nosotros hemos debido suponer en la persona grande y
poderosa que preside nuestros destinos públicos una fuerte intuición de
estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático contra las
teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha
que no cultivó, es advertido desde luego, por su razón espontánea, de
no sé qué de impotente, de ineficaz, de inconducente que existía en los
medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país; que
estos medios, importados y desnudos de toda originalidad, no podían
tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de
existencia diferían totalmente de aquellas a que debían su origen
exótico; que, por tanto, un sistema propio nos era indispensable. Esta
exigencia nos había sido ya advertida por eminentes publicistas
extranjeros. Debieron estas consideraciones inducirle en nuevos ensayos,
cuya apreciación es, sin disputa, una prerrogativa de la Historia, y de
ningún modo nuestra, porque no han recibido todavía todo el desarrollo a
que están destinados y que sería menester para hacer una justa
apreciación. Entretanto podemos decir que esta concepción no es otra
cosa que el sentimiento de la verdad profundamente histórica y
filosófica, que el derecho se desarrolla bajo el influjo del tiempo y
del espacio. Bien, pues; lo que el gran magistrado ha ensayado de
practicar en la política es llamada la juventud a ensayar en el arte, en
la filosofía, en la industria, en la sociabilidad; es decir, es llamada
la juventud a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de
estos elementos sociales”. (Alberdi: Escritos póstumos, I, ps. 25-26,
ed. J. V. González).
Se advierte ahí la misma repugnancia a juzgar el hecho Rosas, y los
elogios a éste son nada más que concesiones. Pero es sincero el
reconocimiento de su originalidad. Y el carácter de esa originalidad
encaja perfectamente en el sistema filosófico sustentado por el autor
del Fragmento preliminar. No es difícil que el joven Alberdi se creyera
capaz de realizar una política americana original, aunque de modales
europeos, superando el ensayo de Rosas. Pero esa ilusión no alcanza a
perturbar el juego de las grandes ideas del historicismo que permitían
comprender la realidad argentina del momento, tal cual ella se
presentaba. Véase cómo insiste Alberdi en sus conceptos: “No más tutela
doctrinaria que la inspección severa de nuestra Historia próxima. Hemos
pedido… a la filosofía una explicación del vigor gigantesco del poder
actual; la hemos podido encontrar en su carácter altamente
representativo. Y en efecto, todo poder que no es la expresión de un
pueblo, cae: el pueblo es siempre más fuerte que todos los poderes, y
cuando sostiene uno es porque lo aprueba. La plenitud de un poder
popular es un síntoma irrecusable de su legitimidad. “La legitimidad
del gobierno está en ser -dice Lerminier-. Ni en la Historia ni en el
pueblo cabe la hipocresía, y la popularidad es el signo más irrecusable
de la legitimidad de los gobiernos””. (Alberdi: Escritos jurídicos, I,
p.17).
Una cita de Napoleón en el mismo sentido es menos adecuada, puesto que
al decir: “Todo gobierno que no ha sido impuesto por el extranjero es un
gobierno nacional”, el usurpador del trono francés hablaba pro domo
sua. Las necesidades de la argumentación han llevado al autor del
Fragmento preliminar sin duda más lejos de donde se proponía llegar. Más
adelante se verá cómo corrige el concepto de la legitimidad por el sólo
hecho del origen popular del gobierno. Pero las anteriores
consideraciones estaban destinadas a desvirtuar las habituales
tergiversaciones de los emigrados sobre la legitimidad del poder
establecido en la Confederación Argentina, tergiversaciones en las que
basaban su política de guerra por todos los medios, que Alberdi juzgaba
severamente: “Nada…más estúpido y bestial que la doctrina del asesinato
político…Derrocar los gobiernos”, dice, “es pretender mejorar el fruto
de un árbol cortándole Dará nuevo fruto, pero siempre malo, porque habrá
existido la misma savia; abonar la tierra y regar el árbol será el
único medio de mejorar el fruto. ¿A qué conduciría una revolución de
poder entre nosotros? ¿Dónde están las ideas nuevas que habría que
realizar? Que se practiquen cien cambios materiales, las cosas no
quedarán de otro modo que los que están, o no valdrá la mejoría la pena
de ser buceada por una revolución. Porque las revoluciones materiales
suprimen el tiempo, copan los años y quieren ver de un golpe lo que no
puede ser desenvuelto sino al favor del tiempo. Toda revolución
material quiere ser fecunda, y cuando no es la realización de una
mudanza moral que la ha precedido, abunda en sangre y esterilidad en vez
de vida y progreso. Pero la mudanza, la preparación de los espíritus,
no se opera en un día. ¿Hemos examinado la situación de los nuestros?
Una anarquía y ausencia de creencias filosóficas, literarias, morales,
industriales, sociales los dividen. ¿Es peculiar de nosotros el achaque?
En aparte; en el resto es común a toda la Europa, y resulta de la
situación moral de la humanidad en el presente siglo. Nosotros vivimos
en medio de dos revoluciones inacabadas. Una nacional y política que
cuenta ventisiete años, otra humana y social que principia donde muere
la Edad Media, y cuenta trescientos años. No se acabarán jamás, y todos
los esfuerzos materiales no harán más que alejar su término si no
acudimos al remedio verdadero: la creación de una fe común”. (Alberdi
Escritos jurídicos, I, ps. 28-29. ed. J.V González).
Aquí aparece perfectamente expuesta la teoría del progreso pacífico
difundida en Francia por los maestros del liberalismo europeo, y
adoptada con calor por la nueva generación argentina. Hay en ella
verdades válidas para todos los tiempos, pero que el mismo Alberdi
desconocería pocos meses después, al emigrar a Montevideo y sumarse a la
oposición a mano armada contra Rosas, incurriendo en errores
admirablemente enrostrados a los unitarios en las páginas del Fragmento
preliminar.
VII. ¿Cuál fue la razón de que un año y medio más tarde, emigrado
Alberdi a Montevideo, trocara esos conceptos de evolución pacífica por
los de la necesidad revolucionaria?
Por todo lo que se sabe a ciencia cierta no es presumible que el cierre
del Salín Literario, ni la cesación de La Moda, ni la expatriación de
los jóvenes liberales se debiera a un cambio en la conducta de Rosas
frente a la política de aquéllos, tal y como la proclamaron en el
Prospecto del Fragmento preliminar a principios de 1837 y la continuaron
hasta entrado el año 1838. Ella era conveniente para el régimen
establecido. Quien cambió fue la nueva generación. Y no porque el
ambiente de la dictadura se hubiese hecho más irrespirable en el curso
de esos diez y ocho, o veinte meses, que en los dos años anteriores a la
concepción pública de la transigencia con Rosas, sino porque creyó
hallar una ocasión para cambiar de táctica.
Alberdi lo confirma en Escritos póstumos. Pocos meses después de su
llegada a Montevideo diría en artículo periodístico: “Emigrados
espontáneamente, sin ofensas ni odios, sin motivos personales, nada más
que por odio a la tiranía… nuestras palabras jamás tendrán por resorte
motivo ninguno personal. Ni a la persona, ni a la administración del
señor Rosas tenemos que dirigir quejas personales de injurias que jamás
nos hicieron” (Alberdi, Escritos póstumos, XIII, p. 478), y en los
citados apuntes autobiográficos, resumiendo su actitud frente a los
conflictos internacionales de Rosas con Bolivia, Uruguay y Francia;
diría años más tarde de: “La juventud dejó inmediatamente la revolución
inteligente (es decir, la del progreso pacífico exaltado en el
Fragmento preliminar), y se entregó a la revolución armada: dejó las
ideas y tomó la acción: este camino le pareció preferible, por ser más
corto. Diplomacia, concesiones, manejos parlamentarios, todo quedó a un
lado con las letras: la juventud dió la cara y se proclamó en guerra
abierta con la tiranía. Ella no olvidó que el país no contenía
elementos suficientes de reacción; y que era indispensable para hacer
girar la rueda de la revolución adoptar un eje extranjero. Bolivia podía
servir a este fin a falta de otro poder mayor. El Estado Oriental, con
mucha más razón que Bolivia; pero ninguno como la Francia. La juventud
pues, se contrajo a establecer la cuestión francesa en provecho de la
revolución.
Tomado de: http://revisionistasdesanmartin.blogspot.com.ar/search/label/Alberdi%20Juan%20B
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