CON RESPECTO A LAS "IGLESIAS POPULARES" O "NACIONALES"
(S.S. Juan Pablo II en Nicaragua-1982)
CON RESPECTO A LAS "IGLESIAS POPULARES" O "NACIONALES"
S.S. Juan Pablo II en Nicaragua (1982)
"Es
fácil percibir – y lo indica explícitamente el documento de Puebla –
que el concepto de “Iglesia Popular” difícilmente escapa a la
infiltración de connotaciones fuertemente ideológicas, en la línea de
una cierta radicalización política, de la lucha de clases, de la
aceptación de la violencia para la consecución de determinados fines,
etc".
"...los peligros más insidiosos y los
ataques más mortíferos para la Iglesia no son los que vienen desde fuera
– éstos sólo pueden afianzarla en su misión y en su labor – sino los
que vienen desde dentro".
HOY la Iglesia Católica en Argentina sufre una nueva infiltración ideológica:
https://www.youtube.com/watch?v=iLLKnQk5dxI
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CARTA DE JUAN PABLO II AL EPISCOPADO DE NICARAGUA
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Mientras, en obediencia a la misteriosa
llamada que lo hizo Sucesor de Pedro, de buena gana entrega lo que tiene
y hasta se entrega a sí mismo por el bien de todos, el Papa no olvida
sus propios deberes hacia quienes, en las Iglesias Particulares de todo
el mundo desempeñan, en medio a no pocas dificultades, el ministerio de
Pastores.
A ellos los une un vínculo especial.
Especial por sus raíces evangélicas, pues a Pedro, a quien había
conferido el primer puesto entre los Doce, Jesús quiso confiar en un
momento solemne de su vida, la misión de confirmar a sus hermanos en la
fe y en el servicio apostólico. Especial también por su naturaleza
teológica: el Concilio Vaticano II, profundizando la antigua doctrina de
la colegialidad episcopal, subrayó con riqueza de conceptos y de
expresiones que el Colegio episcopal “en cuanto compuesto de muchos,
expresa la variedad y la universalidad del Pueblo de Dios, y en cuanto
reunido bajo una sola cabeza, significa la unidad del Cuerpo de Cristo”.
Por razón de este vínculo, al que el aspecto
dogmático no quita nada a su dimensión profundamente afectiva, y dadas
las peculiares circunstancias en las que sois llamados a ejercer vuestro
ministerio episcopal, sabed que os estoy muy cercano. Cercano en cuanto
“no ceso de dar gracias acerca de vosotros y de hacer memoria de
vosotros en mi oración”. Cercano por la intención e interés con los que
me informo constantemente sobre vuestras actividades pastorales.
Cercano por el sostén espiritual a vuestra
labor, tan devota cuanto exigente y delicada, en favor de la promoción
humana, personal y colectiva de vuestras gentes. Cercano, finalmente, en
mi fraterna solicitud por vuestro quehacer de Pastores y Maestros en
las Iglesias a vosotros confiadas.
Además, la fiesta de hoy de los Apóstoles
Pedro y Pablo, avivando en nosotros el sentido de la Colegialidad, me da
la oportunidad de escribiros, con el “vivo deseo de veros, para
comunicaros algún don espiritual con el cual seáis fortificados”.
Quisiera que encontrarais ya en las
precedentes consideraciones la primera y fundamental expresión del
aliento y estímulo que deseo comunicaros. Un Obispo nunca está solo,
puesto que se encuentra en viva y dinámica comunión con el Papa y con
sus hermanos Obispos de todo el mundo. No estáis solos: os sostiene la
presencia espiritual de este hermano mayor vuestro y os rodea la
comunión afectiva y efectiva de miles de hermanos.
Pero os quiero invitar a pensar en otra, más
reducida pero no menos importante, dimensión de la comunión: la
comunión entre vosotros mismos, miembros de esa querida Conferencia
Episcopal de Nicaragua.
Esta comunión, nacida de la participación en
la plenitud del sacerdocio de Jesucristo, no es meramente externa, no
está hecha de convenciones o protocolos; es una comunión sacramental y
como tal debe ser puesta en práctica.
Os confieso que no puedo tener gozo más
grande que el de saber que entre vosotros prevalece, por encima de todo
lo que pudiera dividiros, esta unidad esencial in Christo et in Ecclesia.
Unidad tanto más exigente y necesaria cuanto de ella dependerá, por un
lado la credibilidad de vuestra predicación y la eficacia de vuestro
apostolado, y por otro la comunión que, supuestas las conocidas
dificultades, tenéis la misión de construir entre vuestros fieles.
Ahora bien, esta unidad de los fieles
aparece a nuestros ojos como el don quizá más precioso – porque frágil y
amenazado – de esta Iglesia en Nicaragua vuestra y nuestra.
Lo que declaró el Concilio Vaticano II sobre
la Iglesia universal – que es señal e instrumento de la unidad a
construir en el mundo y en la humanidad – se puede aplicar, en la debida
medida, a las comunidades eclesiales a todos los niveles.
Por eso la Iglesia en Nicaragua tiene la
gran responsabilidad de ser sacramento, es decir señal e instrumento de
unidad en el País. Para ello debe ser ella misma, como comunidad, una
verdadera unidad e imagen de la unidad.
A este respecto, hay que recordar que
cuantos más fermentos de discordia y desunión, de ruptura y separación
existen en un ambiente, tanto más la Iglesia debe ser ámbito de unidad y
cohesión.
Pero lo será solamente si da testimonio
de ser “cor unum et anima una” gracias a principios sobrenaturales de
unidad, suficientemente enérgicos y determinantes para vencer las
fuerzas de división a las cuales ella también se encuentra sujeta.
Puesto que sois por vocación divina signos
visibles de unidad, ojalá logréis que no se dividan a causa de opuestas
ideologías los cristianos de vuestro País,
a quienes congrega “un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un
solo Dios y Padre”, como ellos suelen cantar inspirándose en palabras
del Apóstol Pablo. Y ojalá que unidos por la misma fe y rechazando todo lo que es contrario o destruye esa unidad,
vuestros cristianos se encuentren acomunados en los ideales evangélicos
de justicia, paz, solidaridad, comunión y participación, sin que los
separen irremediablemente opciones contingentes nacidas de sistemas,
corrientes, partidos u organizaciones.
Crece, bajo este punto de vista, vuestra
responsabilidad, pues en torno al Obispo debe tejerse concretamente la
unidad de los fieles.
Conocéis la gran importancia de las cartas
de San Ignacio de Antioquía, sea por la autoridad de quien las escribe –
un discípulo del apóstol amado –, sea por la antigüedad que hace de
ellas el testimonio de un momento vital en la historia de la Iglesia,
sea por la riqueza de su contenido doctrinal. Pues bien, con términos
muy fuertes Ignacio demuestra en estas cartas, ciertamente para
responder a las primeras dificultades en este campo, que no hay ni
puede haber comunión válida y durable en la Iglesia sino en la unión de
mente y corazón, de respeto y obediencia, de sentimientos y de acción
con el Obispo. Lo de las cuerdas de la lira es una imagen hermosa y
sugestiva de una realidad más profunda: el Obispo es como Jesucristo,
hecho presente en medio de su Iglesia cual principio vivo y dinámico de
unidad. Sin él esta unidad no existe o está falseada y, por tanto, es
inconsistente y efímera.
De ahí lo absurdo y peligroso que es
imaginarse como al lado – por no decir en contra – de la Iglesia
construida en torno al Obispo, otra Iglesia concebida como “carismática”
y no institucional, “nueva” y no tradicional, alternativa y, como se
preconiza últimamente, una Iglesia Popular.
No ignoro que a tal denominación –sinónimo
de “Iglesia que nace del pueblo”– se puede atribuir una significación
aceptable. Con ella se querría señalar que la Iglesia surge cuando una
comunidad de personas, especialmente de personas dispuestas por su
pequeñez, humildad y pobreza a la aventura cristiana, se abre a la Buena
Noticia de Jesucristo y comienza a vivirla en comunidad de fe, de amor,
de esperanza, de oración, de celebración y participación en los
misterios cristianos, especialmente en la Eucaristía.
Pero sabéis que el documento conclusivo
de la III Conferencia Episcopal Latinoamericana de Puebla declaró “poco
afortunado” este nombre de “Iglesia Popular”. Lo hizo, después de maduro estudio y reflexión entre Obispos de todo el Continente, porque era consciente de que este nombre encubre, en general, otra realidad.
“Iglesia Popular”, en su acepción más
común, visible en los escritos de cierta corriente teológica, significa
una Iglesia que nace mucho más de supuestos valores de un estrato de
población que de la libre y gratuita iniciativa de Dios.
Significa una Iglesia que se agota en la
autonomía de las llamadas bases, sin referencia a los legítimos Pastores
o Maestros; o al menos sobreponiendo los “derechos” de las primeras a
la autoridad y a los carismas que la fe hace percibir en los segundos.
Significa – ya que al término pueblo se
da fácilmente un contenido marcadamente sociológico y político – Iglesia
encarnada en las organizaciones populares, marcada por ideologías,
puestas al servicio de sus reivindicaciones, de sus programas y grupos
considerados como no pertenecientes al pueblo.
Es fácil percibir – y lo indica
explícitamente el documento de Puebla – que el concepto de “Iglesia
Popular” difícilmente escapa a la infiltración de connotaciones
fuertemente ideológicas, en la línea de una cierta radicalización
política, de la lucha de clases, de la aceptación de la violencia para
la consecución de determinados fines, etc.
Cuando yo mismo en mi discurso de
inauguración de la Asamblea de Puebla, hice serias reservas sobre la
denominación “Iglesia que nace del pueblo”, tenía en vista los peligros
que acabo de recordar. Por ello, siento ahora el deber de repetir,
valiéndome de vuestra voz, la misma advertencia pastoral, afectuosa y
clara. Es una llamada a vuestros fieles por medio de vosotros.
Una “Iglesia Popular” opuesta a la Iglesia
presidida por los legítimos Pastores es –desde el punto de vista de la
enseñanza del Señor y de los Apóstoles en el Nuevo Testamento y también
en la enseñanza antigua y reciente del Magisterio solemne de la Iglesia–
una grave desviación de la voluntad y del plan de salvación de
Jesucristo.
Es además un principio de resquebrajamiento y
ruptura de aquella unidad que El dejó como señal característica de la
misma Iglesia, y que El quiso confiar precisamente a los que “el
Espíritu Santo estableció para regir la Iglesia de Dios”.
Os confío pues, amados Hermanos en el
Episcopado, el encargo y tarea de hacer a vuestros fieles, con paciencia
y firmeza, esa llamada de fundamental importancia.
Tenemos todos presente en el espíritu el
dramático concepto de mi Predecesor Pablo VI, cuando escribía en su
memorable Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi que los
peligros más insidiosos y los ataques más mortíferos para la Iglesia no
son los que vienen desde fuera – éstos sólo pueden afianzarla en su
misión y en su labor – sino los que vienen desde dentro.
Traten pues todos los hijos de la Iglesia,
en este momento histórico para Nicaragua y para la Iglesia en este País,
de contribuir a mantener sólida la comunión en torno a sus Pastores,
evitando cualquier germen de fractura o división.
Llegue sobre todo tal llamada a la
conciencia de los Presbíteros, sean oriundos del País, misioneros que
desde hace años consagran sus vidas al ministerio pastoral en esa Nación
o voluntarios deseosos de dar su contribución a los hermanos
nicaragüenses, en una hora de suma trascendencia. Sepan que si quieren
de veras servir al pueblo como sacerdotes, este pueblo hambriento y
sediento de Dios y lleno de amor a la Iglesia, espera de ellos el
anuncio del Evangelio, la proclamación de la paternidad de Dios, la
dispensación de los misterios sacramentales de la salvación.
No es con un papel político, sino con el ministerio sacerdotal con el que el pueblo los quiere tener cercanos.
Llegue tal llamada a la conciencia de los
religiosos y religiosas, nativos o venidos del exterior. La gente de
este País los quiere ver unidos a los Obispos en una inquebrantable
comunión eclesial, portadores de un mensaje no paralelo, menos aún
contrapuesto, sino armónico y coherente con el de los legítimos
Pastores.
Llegue tal llamada a cuantos se encuentran
por algún título al servicio sincero de la misión de la Iglesia,
especialmente si están en puestos de particular responsabilidad como en
la Universidad, los Centros de estudio e investigación, los medios de
comunicación social, etc. Ofrezcan su disponibilidad a servir en
conformidad con la disposición igualmente generosa y decidida de sus
Obispos y de la grandísima porción del pueblo que, con los Obispos,
quieren el bien del País inspirándose en las orientaciones de la
Iglesia.
Os exhorto en fin, queridos Hermanos, a
proseguir aun en medio a no leves dificultades, en vuestra labor
incansable, para asegurar la presencia activa de la Iglesia en este
momento histórico que vive el País.
Bajo vuestra dirección de solícitos
Pastores, ojalá que los fieles católicos de Nicaragua den constantemente
un claro y convincente testimonio de amor y capacidad de servicio a su
País, no menor ni menos eficaz que el de los demás. Un testimonio de
clarividencia frente a los hechos y situaciones. De plena disponibilidad
a servir la auténtica causa del pueblo. De valentía en proponer, en
cada situación, el pensamiento y orientaciones – lo que muchas veces he
llamado el camino – de la Iglesia, aun cuando éstos no estén en
concordancia con otros caminos propuestos.
Deseo, espero y os pido que hagáis todo lo
posible para que en vosotros y en vuestras gentes la fidelidad a Cristo y
a la Iglesia, lejos de disminuirla, confirme y enriquezca la lealtad
hacia la Patria terrena.
Con esta oportunidad me complazco en daros
fraternalmente, en prenda de abundantes gracias divinas para vuestras
personas y vuestro ministerio, mi cordial Bendición Apostólica, que
extiendo a todos vuestros fieles.
Vaticano, 29 de junio de 1982.
IOANNES PAULUS PP. II