Apuntes sobre la revolución que viene. Por Adriano Erriguel
Democracia paranoica
La paranoia es un delirio que ve
enemigos en todas partes; enemigos que obedecen a una misma causa, y
ante los que el paranoico se encuentra indefenso y expuesto. El relato
mediático-institucional de nuestros días nos dice que la democracia es
una fortaleza asediada, un reducto amenazado por fuerzas oscuras que
responden a un sólo nombre: populismo.¿Democracia paranoica?
En uno de los muchos libros comisionados
para fijar doctrina sobre el tema, un equipo de expertos españoles
trazaba en 2017 una geografía internacional del populismo. Limitando el
análisis a Occidente, los expertos localizaban la epidemia en no menos
de 22 países a ambos lados del Atlántico. Se estudiaban los casos del
populismo en el poder (Estados Unidos, Rusia, Italia, Austria, Polonia,
Grecia, Hungría, Venezuela, Bolivia), los casos de pasadas experiencias
populistas (Ecuador, Brasil, Perú, Argentina, México) y los casos en los
que, sin estar en el poder, el populismo mantiene una presencia
política o institucional de relevancia (Francia, Alemania, Reino Unido,
España, Holanda, Suiza, Bélgica, Escandinavia). Se desprende así del
libro la imagen de una democracia contraída como la Piel de Zapa de
Balzac, con lo que uno llega a la conclusión de que, en las actuales
circunstancias, los ciudadanos afectados por el virus populista exceden a
los ciudadanos normales.
Pero cuando uno mira alrededor y no ve
más que anormales, podría ser recomendable mirar en el espejo, porque
tal vez el anormal sea él.
Deconstruyendo el populismo
Si observamos los análisis que no cesan
de producirse sobre el populismo, veremos que la mayoría de ellos
comparten tres características: 1) una radical animadversión hacia este
fenómeno político; 2) el rechazo a cualquier intento de pensarlo desde dentro; 3) una autocomplaciente defensa del status quo.
Más que ante intentos objetivos por explicar el fenómeno nos
encontramos, por tanto, ante servicios prestados al poder establecido.
Atendiendo a sus contenidos, las
caracterizaciones del populismo suelen agruparse en las siguientes
categorías: 1) enfoque “psicologizante”: el populismo es una patología
impulsada por el miedo, el resentimiento y la ignorancia; 2) análisis
vetero-marxista: el nacional-populismo es una estrategia defensiva del
capital, al igual que en su día lo fue el fascismo; 3) argumento de
autoridad: el populismo es una “antipolítica”, una simplificación vulgar
de realidades complejas; 4) enfoque demonizador: el populismo es
anti-pluralista, es anti-liberal y es un peligro para la democracia.
Hay mucho que desembalar en todo esto, e iremos por partes.
Enfoque psicológico: el populismo como patología
Que el populismo es una anomalía es el argumento favorito de los políticos mainstream y sus terminales mediáticas. Es también el argumento menos sutil. Según esta idea, el populismo sería un amasijo de emociones negativas,
conducido por el miedo ante una globalización que no se acaba de
entender. El populismo derivaría de la falta de discernimiento de todos
aquellos que, más allá de sus angustias y prejuicios, no saben ver que
las cosas van razonablemente bien en el mejor de los mundos posibles. El populismo es cosa de tontos,
ése es el mensaje subliminal. Al promover la ridiculización de los
votantes díscolos, no es extraño que este argumento sea el más socorrido
entre comunicadores de medio pelo, bufones de palacio y – en el caso
español– entre la castiza especie de los intelectuales-tertulianos y los
literatos-columnistas, con sus pirotecnias costumbristas y
displicencias pimpolludas.
“Hitler y Mussolini eran populistas”, dicen los voceros del establishment. Con tonos apocalípticos, la casta política tradicional recurre a la reductio ad hitlerum para
acusar a los disconformes de pretender volver a los años 30. Resulta
contradictorio que esa casta política acuse a los populistas de utilizar
el miedo cuando son ellos mismos los que no cesan de atizar el pánico
ante cualquier alternativa que les incomode. La falacia del doble rasero es –como veremos– una constante de la literatura antipopulista.
Esta estrategia de patologizar el
populismo es, en realidad, la más frágil y la que peor funciona. En
primer lugar, porque a nadie le gusta que le insulten –por mucho que el
insultador lo haga hablando ex catedra y desde un docto arsenal
de cifras y datos. En segundo lugar, porque la gente prefiere creer a
sus propios ojos antes que a los de los expertos, y cuando está enfadada
y angustiada normalmente tiene razones para estarlo. Por eso, intentar
tapar los problemas de fondo con cuestiones de psicología social –
diciendo a los votantes que son infantiles, que no se enteran o que
tienen un problema mental– es una actitud condescendiente que incrementa
el cabreo con las elites liberales, esas nuevas aristocracias de peluca
empolvada que no cesan de despreciar al pueblo.
Enfoque marxista: el populismo como producto del capitalismo
Este enfoque se centra en una sola
modalidad de populismo: el de derechas. “El nacional-populismo es una
reacción defensiva del capital”: ésa es la tesis utilizada por los
populistas de izquierdas para postularse como alternativa. Una
repetición de la vieja explicación marxista sobre el fascismo. Una
reposición del Novecento de Bertolucci. Pero esta es una fórmula anacrónica que no explica nada.
En primer lugar, este argumento hace una
amalgama entre el nacional-populismo, el neoliberalismo y el
capitalismo, cuando lo cierto es que, contrariamente a lo que se nos
dice, el establishment económico global se encuentra mucho más
cómodo con la izquierda que con el nacional-populismo. En segundo lugar,
se eluden importantes debates de fondo, tales como la inmigración
masiva y los problemas identitarios que ésta plantea entre los más
humildes. La izquierda rechaza admitir que esto sea un problema real,
y no una epidemia de xenofobia entre las clases populares. En tercer
lugar, se elude cualquier esbozo de autocrítica sobre la coproducción,
por parte de la izquierda, de las políticas multiculturalistas y
globalizadoras del neoliberalismo. No es extraño por tanto que los
obreros –los que deberían ser el público natural de la izquierdas– opten
por la opción contraria.
Atrincherada en su bunker dogmático, la
extrema izquierda se condena a no comprender nada, abocándose a
jeremíacas admoniciones sobre el auge de la extrema derecha y el
fascismo.
Argumento de autoridad: el populismo como antipolítica
Un grado superior de sofisticación tiene
el argumento de que el populismo es una forma de “antipolítica”, lo que
significaría: un rechazo de la política y de los políticos como
culpables de todos los males habidos y por haber. El populismo sería
–según este argumento– una forma de eludir la responsabilidad propia,
endosándola a los políticos como chivo expiatorio. El populismo como
simplificación de problemas complejos.
Este argumento es más sutil de lo que
parece, porque de forma sibilina desliza una definición de la política
que se ajusta al patrón del liberalismo. Los liberales identifican la
política con los procesos de deliberación y discusión pública, a los que
fetichizan como fines en sí mismos. Es una concepción reduccionista de
la política, a la que se equipara con una mera confrontación de
opiniones de la que se evacúa, por completo, la noción aristotélica de
“bien común”. Lo que ocurre es que los liberales no consideran que el
bien común exista –no al menos como realidad objetiva–, o piensan que si
existe es imposible que podamos conocerlo. En su lugar entronizan la
noción relativista de “tolerancia”, y consideran que lo más cercano al
bien común es la negociación de intereses entre grupos y facciones de la
“sociedad civil”. A ese chalaneo de intereses particulares lo denominan
“política”, cuyo supremo objetivo es lograr el “consenso” como
conciliación de intereses. Es el modelo del mercado aplicado a la política.Por
el contrario, los populistas todavía creen que hay un bien común por
encima de los intereses particulares, todavía creen que hay un pueblo
por encima de la sociedad civil, y todavía creen en la Política con
mayúsculas, por encima de la política como negociación, gobernanza y management.
No hay antipolítica en el populismo,
sino todo lo contrario. Lo que hay es una vuelta de la Política, y por
la puerta grande. El populismo responde al sentimiento de que los
partidos de derechas hacen políticas de izquierda, y de que los partidos
de izquierda hacen políticas de derechas, y de que unos y otros hacen
políticas intercambiables entre sí, y de que unos y otros se han aislado
del pueblo. La política del (neo) liberalismo es una post-política, es
el ideal tecnocrático del fin de la historia. Por el contrario, el
populismo es la aspiración a un bien común objetivo, es la vuelta de la
pasión y los afectos, es la confrontación agonista entre auténticas
alternativas. Lejos de ser la simplificación de una realidad compleja,
el populismo reintroduce esa dimensión conflictual (Carl Schmitt) que
constituye la esencia de lo Político, y que el liberalismo había
evacuado de la vida pública. El populismo podrá gustar o no gustar, pero
nadie podrá acusarle seriamente de ser una “antipolítica”.
Enfoque demonizador: el populismo como amenaza a la democracia
Nos encontramos aquí con la artillería
pesada de la argumentación antipopulista: el populismo se basa en mitos y
representaciones ficticias, tiene una visión moralizante de la política
y promueve regímenes contrarios al pluralismo. El populismo es una
forma de totalitarismo. La expresión más acabada de este argumento es,
quizá, la del politólogo alemán Jan-Werner Müller, en un texto
comúnmente aceptado como doctrina estándar sobre el tema.[1]
En su análisis Müller rechaza (de forma
inteligente) explicar el populismo como una patología. Para él, la
“lógica del populismo” consiste en una “imaginación moralista de la
política”, en la idea de “un pueblo único, homogéneo y auténtico”, en
una “contraposición entre un pueblo moralmente puro y plenamente
unificado (que es una ficción) y unas élites consideradas como corruptas
o moralmente inferiores”. De esto se desprende, según Müller, que los
populistas “son siempre antipluralistas, porque aseguran que ellos y
sólo ellos representan al pueblo, (…) y cuando están en el gobierno no
reconocen que pueda existir una oposición legítima”. El populismo sería
“una forma de holismo: la noción de que la ciudad no debería estar
escindida, y la idea de que es posible que el pueblo sea uno, y que
todos sus componentes tengan un solo representante”.[2]
En estas líneas –que condensan los
argumentos más comunes contra el populismo– Müller incurre en dos
falacias. La primera de ellas es lo que en lógica informal se denomina
“falacia del testaferro” o “del espantapájaros”, que consiste en
convertir al partidario de la tesis que se critica o a la tesis misma en
un mero testaferro o en una figura o versión caricaturizada, débil y
simplista.[3] Müller
atribuye a los populistas la defensa de un pueblo “moralmente puro” (lo
que ya levanta feas connotaciones), “unificado” y “homogéneo”. Pero
esas aserciones no se desprenden necesariamente del discurso y la
práctica populista. La invocación de los populistas al “pueblo” no
presupone que éste sea “puro” u “homogéneo”, sino que éste tiene un cierto grado de homogeneidad y/o similitud,
sin el cual ningún pueblo sería posible. No es lo mismo y la distinción
es importante. Aquí se inserta el debate sobre el multiculturalismo.
Müller señala que la diversidad de los
ciudadanos es un bien irrenunciable. Pero no aclara donde estarían los
límites para la multiplicación de etnias, costumbres, valores y
creencias dentro de un mismo suelo, o si sería necesario algún límite
para mantener un conjunto mínimamente coherente. En actitud típicamente
liberal, la evocación de principios abstractos (el pluralismo, la
diversidad) le permite eludir la cuestión. Lo que ocurre es que Müller
no cree en el pueblo, sino en los individuos y en la gestión de
conflictos entre ellos. Es la concepción –expresada por Habermas– de que
“el pueblo” sólo puede pronunciarse en plural (la gente). Los
populistas, por el contrario, sí creen en la existencia de un pueblo
como algo más que la mera suma de las partes.
Tolerancia intolerante
“El populismo es antipluralista y es un
peligro para la democracia”. “El populismo cree en un pueblo ‘auténtico’
del que se arroga la representación en exclusiva”. Eso afirma el
politólogo Jan-Werner Müller ante el aplauso de los expertos oficiales
Seguimos con la cuestión del
anti-pluralismo. Ningún populista serio puede negar la diversidad de
opiniones, formas de vida e intereses particulares a la que llamamos
pluralismo; una realidad que es evidente y a la que sería estúpido
enfrentarse. Pero como ya hemos visto, los populistas sí consideran que
hay un “bien común” que está por encima de los intereses particulares.
¿Hay que suprimir por ello la diversidad de opiniones? ¿Hay que
erradicar el pluralismo? No es esa la práctica populista, no al menos la
del populismo de derecha. Tampoco es cierto que los populistas pretendan ser los únicos representantes del pueblo. Lo que sí aseguran es que ellos son los que mejor conocen –
los que mejor interpretan – el bien común del pueblo. Y piensan que, a
través de los métodos democráticos de deliberación, pueden llegar a
cambiar la opinión de los discrepantes. Lo que no tiene nada de
extraordinario. ¿Acaso los partidos convencionales no hacen lo mismo?
¿Cuál es entonces la diferencia entre unos y otros?
La diferencia estriba en la coherencia
entre lo que unos y otros dicen y hacen. Mientras que los populistas
afirman sin reparos defender el bien común, los liberales afirman
defender una “pluralismo” que, de facto, se restringe al
reparto de poder entre las familias políticas habituales. Pero ante los
que no pertenecen a esas familias, los defensores de la tolerancia
exhiben una notoria intolerancia. Al igual que los populistas, los
liberales se arrogan la mejor representación de los intereses generales,
pero lo hacen fomentando la polarización social y negando la
legitimidad moral a sus adversarios. Los liberales (de izquierda y
derecha) son pluralistas entre ellos mismos y anti-pluralistas frente a
los demás. Un “partido único” políticamente correcto: ése es el
enemigo del populismo, no el pluralismo o la democracia. Son las elites
liberales las que restringen el pluralismo, al conformar una estrecha
franja de consenso fuera del cual – así nos lo aseguran – no hay más que
fascismo y estalinismo, totalitarismo y barbarie.
Señalábamos arriba que Müller comete una
segunda falacia, que es la (ya conocida) del “doble rasero”. Müller
recrimina al populismo una visión moralizante de la política, pero lo
hace precisamente para defender a uno de los sistemas más moralistas y
moralizantes de todos los tiempos: el “Imperio del Bien”, que decía
Philippe Muray.[4] En
nombre de una moral universalista – los famosos “valores” de la
sociedad abierta – las elites liberales se atribuyen el monopolio de la
palabra legítima, silencian al discrepante y trazan los límites de lo moralmente admisible.
¿Qué es la “corrección política”, sino la destilación de hábitos de
autocensura ante pensamientos pecaminosos? En nombre de la moral se
condena al populismo como indeseable, se le excluye con cordones
sanitarios y se le deniega cualquier atisbo de legitimidad política.
En realidad, lo que a Müller le molesta no es la moralización de la política, sino que los populistas tengan una moral diferente a
la suya. Dicho de otra forma, lo que le molesta es que los populistas
piensen que ellos están en lo cierto y que los liberales están
equivocados. Como si al revés no fuera el caso.
La voluntad del pueblo
Los liberales creen que el “pueblo” es
una ficción y un mito. Por eso no pueden creer que del pueblo emane una
“voluntad general”. Y acusan a los populistas de totalitarios por
pretender encarnarla. ¿Existe la “voluntad general” del pueblo?
Cuando el populismo defiende la voluntad
general –escribe Jan-Werner Müller– hay algo de Rousseau en esa
actitud. Con la diferencia – añade– de que Rousseau era un demócrata,
porque preveía la participación de los ciudadanos en la “formación” de
esa voluntad general. Por el contrario, los populistas (siempre según
Müller) pretenden conocer directamente esa voluntad, a través de los
cauces místicos del Volksgeist y como representantes del pueblo “auténtico”. Ahí estaría la esencia totalitaria del populismo.
En su alusión a Rousseau, Müller se equivoca de lleno.[5] El
filósofo de Ginebra nunca dijo que la voluntad general sea “formada”
por el pueblo. En su pensamiento, la voluntad general es un Bien
objetivo que no depende de las decisiones de la mayoría. Rousseau no era
exactamente un demócrata, no al menos en el sentido liberal del
término. La voluntad general no se crea, sino que se descubre. “La
teoría de la voluntad general –escribe Alain de Benoist– excede la idea
de la mayoría que se expresa en el sufragio universal. Centrada en torno
a la noción de interés común, implica la existencia y el mantenimiento de una identidad colectiva”.[6]
La idea de que una parte del pueblo pueda encarnar la voluntad general –
aún sin contar con la mayoría – es mantenida por Rousseau y también por
los populistas. Algo que a Müller no le gusta, porque eso hace que los
populistas se sientan legitimados para ignorar la opinión pública e
imponer su propia visión de las cosas. Con lo que volvemos a la falacia
del “doble rasero”. ¿Acaso los liberales no hacen lo mismo?
Amparándose en el recurso
cuasi-teológico a los “derechos humanos”, los gobiernos liberales no
cesan de sustraer a la deliberación ciudadana decisiones sobre la
inmigración, el multiculturalismo, la “diversidad”, la globalización, la
pena de muerte, las políticas familiares y otras cuestiones de
ingeniería social. La judicialización de la política opera en ese
sentido, de forma que la figura del juez imparcial ha sustituido a la
del plebiscito popular como símbolo del modelo occidental.[7] Por
otra parte, a medida en que el pueblo resulta cada vez menos “fiable”
(referéndums europeos, victorias populistas, Bréxit) se abre el debate
sobre la necesaria limitación de la democracia, con el argumento de que
los “valores liberales” deben quedar a salvo de la opinión “poco
informada” de los votantes. El Estado liberal –señala el politólogo
norteamericano Patrick J. Deneen– “se ha expandido hasta controlar
prácticamente cada aspecto de la vida ordinaria, mientras los ciudadanos
miran a sus gobiernos como a un poder distante y sin control, e
incrementan su sensación de impotencia al verle promover sin descanso el
proyecto de globalización”.[8] En
esa tesitura los liberales se dedican a añadir adjetivos a la
democracia – “democracia cosmopolita”, “democracia constitucional”,
“democracia militante”– en un intento de reconfigurarla a su
conveniencia.
Avanzamos a velocidad de crucero hacia
la post-democracia. Para imponer los “valores” que ellos consideran
justos, los liberales pasan por encima de la opinión pública. ¿Por qué
critican entonces que los populistas traten de imponer el “bien común”
que ellos consideran justo? Lo que ocurre es que, como hemos visto, los liberales no creen que el bien común exista.
Como tampoco creen que la voluntad general exista y tampoco creen que
el pueblo exista. Para ellos sólo los intereses particulares cuentan.
Ésa es la diferencia.
¡Aquí se juega! ¡Qué escándalo! (Casablanca)
“El populismo es el mote a través del cual las democracias pervertidas disimulan virtuosamente su desprecio por el pluralismo”
CHANTAL DELSOL
Todo discurso oficial es una cámara de
eco donde una casta endogámica se escucha a sí misma. La crítica del
populismo funciona por una reverberación de argumentos, retomados una y
otra vez por comunicadores políticos, Think Tanks,
intelectuales de guardia y académicos de servicio. Todos esos argumentos
se pueden retornar, corregidos y aumentados, contra sus emisores.
Se le reprocha a los populistas que
aticen los antagonismos, que recurran a la emoción, que propaguen
simplificaciones, que estimulen el miedo, que impongan su propio marco
mental, que ataquen el pluralismo, que utilicen el dramatismo, que
empleen la demagogia, que tengan líderes carismáticos, que incurran en
el clientelismo, que caigan en la corrupción, incluso que traten de
sacar adelante sus programas políticos (¡!). Como si los partidos que se
alternan en el poder desde hace más de medio siglo no incurrieran en
todas y cada una de esas faltas. Como si ellos no reaccionaran con
demagogia, con emocionalidad, con simplificaciones, con dramatismo y con
intolerancia ante todos aquellos que vienen a arrebatarles su (hasta
ahora) indisputada hegemonía. Como si ellos no envolvieran sus mensajes
en castings de carismáticos candidatos. Autoproclamados como
baluartes de la moderación, de la tolerancia y del pluralismo, todos
estos partidos conforman en realidad un gran partido de “extremo centro”
en el que –como señala el filósofo Alain Deneault– “el extremismo se
traduce por la intolerancia a todo lo que no se ajuste al justo medio por ellos arbitrariamente definido”.[9]
Abonados al coro falsamente polifónico
del pensamiento único, expertos en la manipulación neurológica a escala
masiva, los partidos del viejo sistema reaccionan con histeria ante su
pérdida del monopolio en la fabricación de fake news. Con
tintes apocalípticos nos previenen de la vuelta de Hitler, de Mussolini y
de Stalin a lomos del caballo de Atila. La denigración sistemática e
incondicional de cualquier movimiento político, de cualquier corriente
de opinión, de cualquier atisbo de pensamiento que no esté alineado con
el orden (neo) liberal: ésa es su concepción del pluralismo.
En sus virtuosas condenas del populismo,
los intelectuales del sistema recuerdan a aquél crapuloso Capitán
Renault de la película Casablanca, que fingía escándalo porque
se jugara en el garito que él, hasta hacía poco tiempo, había estado
regentando. Si el cinismo puede a veces resultar simpático, no deja de
ser también un frecuente recurso de perdedores. La saña y el encono
contra el populismo tienen un cierto aire de fin de época. O como cuando
de repente se abren las ventanas, en la atmósfera recargada de un
burdel.
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[1] Jan-Werner Müller, What is Populism? Penguin 2017.
[2] Jan-Werner Müller, Obra citada, pp. 3 y 19-20.
[3] Definición de Montserrat Bordes Solanas en: Las trampas de Circe: falacias lógicas y argumentación informal. Cátedra 2017, pp. 190-191.
[4] Rodrigo Agulló, “Philippe Muray y la demolición del progresismo”, en www.elmanifiesto.com
[5] Un
error puesto de manifiesto por el ensayista norteamericano Greg
Johnson, en su excelente crítica del libro de Jan-Werner Müller. Greg
Johnson, “What Populism Isn’t”, en www.counter-currents.com
[6] Alain de Benoist, “Relire Rousseau”, en Critiques, Théoriques, L´Age D´Homme 2002, p. 326.
La idea de
Rousseau sobre la “voluntad general” es mucho más compleja de lo que
vulgarmente se piensa. En palabras del politólogo británico David
Thomson, para Rousseau “la voluntad general no se confunde con la suma
de las voluntades individuales, ni con la decisión de la mayoría. Sólo
es plenamente “voluntad general”, en su sentido ideal, cuando se orienta
al bien común y cuando es mantenida por todos los ciudadanos de buena
voluntad (…) cuyas conciencias les dicen que su decisión redunda en bien
de la comunidad. En otras palabras, es una idea moral, cualitativa, que a lo que más se parece es al despertar de la conciencia patriótica en
una época de crisis. (…) Algo distinto es lo que Rousseau llama
“voluntades parciales” – los intereses de grupo y los proyectos de las
diversas secciones que forman los miembros de un partido político o una
asociación comercial– o también la mera suma de los fines particulares a
la que da el nombre de “voluntad de todos” (…) La soberanía es
indivisible, pues refleja la unidad de la voluntad general. Es también,
por definición, infalible, ya que si las cosas fueran mal ello solamente
querrá decir que el pueblo se equivocó a la hora de considerar cuál era la voluntad general”. David Thomson, Las Ideas Políticas. Editorial Labor SA 1977, p. 100.
[7] Faared Zakaria, The future of Freedom: Illiberal democracy at Home and Abroad. Citado en Peter Mair, Ruling the Void. The Hollowing of Western Democracy. Verso 2013, p.11.
[8] Patrick J. Deenen, Why liberalism failed. Yale University Press 2018, p. 3.
[9] Alain Deneault, La Médiocratie. Avec Politique de l´extrême centre et “Gouvernance”. Lux Éditeur 2016, Canada, p. 25.