domingo, 11 de octubre de 2015
Tres lugares comunes de las leyendas negras
Por Antonio Caponnetto
Introducción
La conmemoración del Quinto Centenario ha vuelto a reavivar, como era
previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de vieja y
conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y
obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en
olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y
se expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues,
una insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de
imposturas lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor
ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada. Bastaría
aceptar y comprender este oculto móvil para desechar, sin más, las
falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá. Pero un poder inmenso e
interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se presentan como
argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que
se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España
en América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad.
Veámoslo brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por
las izquierdas.
El despojo de la tierra
Se dice en primer lugar, que España se apropió de las tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.
Llama la atención que, contraviniendo las tesis leninistas, se haga
surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende asimismo el
celo manifestado en la defensa de la propiedad privada individual. Pero
el marxismo nos tiene acostumbrados a estas contradicciones y sobre
todo, a su apelación a la conciencia cristiana para obtener
solidaridades. Porque, en efecto, sin la apelación a la conciencia
cristiana —que entiende la propiedad privada como un derecho inherente
de las criaturas, y sólo ante el cual el presunto despojo sería
reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y posesionista? No hay
respuesta.
La verdad es que antes de la llegada de los españoles, los indios
concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra, sino empleados
gratuitos y castigados de un Estado idolatrizado y de unos caciques
despóticos tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier
legislación que regulase sus derechos laborales, el abuso y la
explotación eran la norma, y el saqueo y el despojo las prácticas
habituales. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones
virulentas y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones
indígenas previas a la llegada de los españoles. El más fuerte sometía
al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más
indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas de su
triste condición, mutilaciones evidentes y distintivos oprobiosos. Una
"justicia" claramente discriminatoria, distinguía entre pudientes y
esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados
de las crónicas hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en
sus estudios sobre "Formaciones Económicas Precapitalistas y
Acumulación Originaria del Capital". Y de comentaristas insospechados
de hispanofilia como Eric Hobsbawn, Roberto Oliveros Maqueo o Pierre
Chaunu.
La verdad es también, que los principales dueños de la tierra que
encontraron los españoles —mayas, incas y aztecas— lo eran a expensas de
otros dueños a quienes habían invadido y desplazado. Y que fue ésta la
razón por la que una parte considerable de tribus aborígenes —carios,
tlaxaltecas, cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas,
etcétera— se aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su
protección y el consecuente resarcimiento. Y la verdad, al fin, es que
sólo a partir de la Conquista,
los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y la
defensa jurídica de sus obligaciones y derechos. Es España la que se
plantea la cuestión de los justos títulos, con autoexigencias tan
sólidas que ponen en tela de juicio la misma autoridad del Monarca y del
Pontífice. Es España -con ese maestro admirable del Derecho de Gentes
que se llamó Francisco de Vitoria— la que funda la posesión territorial
en las más altos razones de bien común y de concordia social, la que
insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en
tanto súbditos, la que garantiza y promueve un reparto equitativo de
precios, la que atiende sobre abusos y querellas, la que no dudó en
sancionar duramente a sus mismos funcionarios descarriados, y la que
distinguió entre posesión como hecho y propiedad como derecho, porque
sabía que era cosa muy distinta fundar una ciudad en el desierto y
hacerla propia, que entrar a saco a un granero particular. Por eso, sólo
hubo repartimientos en tierras despobladas y encomiendas "en las
heredades de los indios". Porque pese a tantas fábulas indoctas, la
encomienda fue la gran institución para la custodia de la propiedad y de
los derechos de los nativos. Bien lo ha demostrado hace ya tiempo
Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó ninguna
"internacional reaccionaria", sino la Fundación Judía
Guggenheim, con sede en Nueva York. Y bien queda probado en infinidad
de documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las
leyendas negras.
Por la encomienda, el indio poseía tierras particulares y colectivas sin
que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la encomienda organizaba
su propio gobierno local y regional, bajo un régimen de tributos que
distinguía ingresos y condiciones, y que no llegaban al Rey —que
renunciaba a ellos— sino a los Conquistadores. A quienes no les
significó ningún enriquecimiento descontrolado y si en cambio, bastantes
dolores de cabeza, como surgen de los testimonios de Antonio de Mendoza
o de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de
audiencias. Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en "Carlos V y
sus banqueros", eran tan férrea la protección a los indios y tan grande
la incertidumbre económica para los encomenderos, que América no fue una
colonia de repoblación para que todos vinieran a enriquecerse
fácilmente. Pues una empresa difícil y esforzada, con luces y sombras,
con probos y pícaros, pero con un testimonio que hasta hoy no han podido
tumbar las monsergas indigenistas: el de la gratitud de los naturales.
Gratitud que quien tenga la honestidad de constatar y de seguir en sus
expresiones artísticas, religiosas y culturales, no podrá dejar de
reconocer objetivamente No es España la que despoja a los indios de sus
tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que
les restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y sanguinarios
estados tribales, la que los guarda bajo una justicia humana y divina,
la que Ios pone en paridad de condiciones con sus propios hijos, e
incluso en mejores condiciones que muchos campesinos y proletarios
europeos Y esto también ha sido reconocido por historiógrafos no
hispanistas. Es España, en definitiva, la que rehabilita la potestad
India a sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta potestad
se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la
evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones
liberales y masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella
gesta gloriosa. No se encontrará a los Reyes Católicos, ni a Carlos V,
ni a Felipe II. Ni a los conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los
adelantados, ni a los frailes. Sino a los enmandilados Borbones
iluministas y a sus epígonos, que vienen desarraigando a América y
reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos del Imperio
Hispánico.
La sed de Oro
Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia hispánica no
tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente, al propósito de
quedarse con Ios metales preciosos americanos. Y aquí el marxismo vuelve
a brindarnos otra aporía Porque sí nosotros plantamos la existencia de
móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo
ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de
querubines. Si la economía determina a la historia y la lucha de clases y
de intereses es su motor interno; si los hombres no son más que
elaboraciones químicas transmutadas, puestos para el disfrute terreno,
sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a
la filantropía y a la caridad entre naciones. Unicamente la conciencia
cristiana puede reprobar coherentemente -y reprueba- semejantes
tropelías. Pero la queja no cabe en nombre del materialismo dialéctico.
La admitimos con fuerza mirando el tiempo sub specie aeternitatis.
Carece de sentido en el historicismo sub lumine oppresiones. Es reproche
y protesta si sabemos al hombre "portador de valores eternos", como
decía José Antonio, u homo viator, como decían los Padres. Es fría e
irreprochable lógica si no cesamos de concebirlo como homo aeconomicus.
Pero aclaremos un poco mejor las cosas.
Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos
económicos de la conquista española. No solo porque existieron sino
porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se
ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido
con la moral cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo
malo es, justamente, cuando apartadas del sentido cristiano, las
personas y las naciones anteponen las razones finaneieras a cualquier
otra, las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con
métodos viles para obtener riquezas materiales. Pero éstas son, nada
menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la Iglesia Católica
en España. Por eso se repudiaban y se amonestaban las prácticas
agiotistas y usureras, el préstamo a interés, la "cría del dinero", las
ganancias malhabidas. Por eso, se instaba a compensaciones y
reparaciones postreras —que tuvieron lugar en infinidad de casos—; y por
eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles y
financieras como sospechosas de anticatolicismo. No somos nosotros
quienes lo notamos. Son los historiógrafos materialistas quienes han
lanzado esta formidable y certera "acusación" ni España ni los países
católicos fueron capaces de fomentar el capitalismo por sus prejuicios
antiprotestantes y antirabínicos. La ética calvinista y judaica, en
cambio, habría conducido como en tantas partes, a la prosperidad y al
desarrollo, si Austrias y Ausburgos hubiesen dejado de lado sus hábitos
medievales y ultramontanos. De lo que viene a resultar una nueva
contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba
el oro y la plata. Pero seria después más mala por causa de su
catolicismo que la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una
decadencia irremisible. Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos
Hamilton —pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "Tesoro
Americano y el florecimiento del Capitalismo". Y después de él,
corroborándolo o rectificándolo parcialmente, autores como Vilar,
Simiand, Braudel, Nef, Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y
la plata salidos de América (nunca se dice que en pago a mercancías,
productos y estructuras que llegaban de la Península)
no sirvieron para enriquecer a España, sino para integrar el circuito
capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña. Los
fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven constantemente
sobre la sed de oro como fin determinante de la Conquista,
deberían explicar, también, por que España llega, permanece y se
instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios
inhóspitos y agrestes. Porque no se abandonó rápidamente la empresa si
recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más
ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por qué la condición
de los indígenas americanos era notablemente superior a la del
proletariado europeo esclavizado por el capitalismo, como lo han
reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o Chaunu,
o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona Española.
Por qué, en síntesis —y no vemos argumento de mayor sentido común y por
ende de mayor robustez metafísica—, si sólo contaba el oro, no es
únicamente un mercado negrero o una enorme plaza financiera lo que ha
quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un
conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu. El efecto contiene y
muestra la causa: éste es el argumento decisivo. Por eso, no escribimos
estas líneas desde una Cartago sudamericana amparada en Moloch y Baal,
sino desde la Ciudad nombrada de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las voces egregias de sus héroes fundadores.
El genocidio indígena
Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la Conquista
—caracterizada por el saqueo y el robo— produjo un genocidio aborigen,
condenable en nombre de las sempiternas leyes de la humanidad que rigen
los destinos de las naciones civilizadas.
Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la hora de
evaluar los crímenes masivos cometidos por los indios dominantes sobre
los dominados, antes de la llegada de los españoles; ni a la hora de
evaluar las purgas stalinistas o las iniciativas malthussianas de las
potencias liberales. De ambos casos, el primero es realmente curioso.
Porque es tan inocultable la evidencia, que los mismos autores
indigenistas no pueden callarla. Sólo en un día del año 1487 se
sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando el gran templo azteca del que da
cuenta el códice indio Telleriano-Remensis. 250.000 víctimas anuales es
el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en su artículo "Hambre
divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo dos años de construcción de
la gran pirámide de Huitzilopochtli, apunta Von Hagen, incontables los
tragados por las llamadas guerras floridas y el canibalismo, según
cuenta Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce
que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los
españoles el holocausto hubiese sido inevitable. Pero, ¿qué dicen estos
constatadores inevitables de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo
muy sencillo: se trataba de espíritus trascendentes que cumplían así
con sus liturgias y ritos arcaicos. Son sacrificios de "una belleza
bárbara" nos consolará Vaillant. "No debemos tratar de explicar esta
actitud en términos morales", nos tranquiliza Von Hagen y el teólogo
Enrique Dussel hará su lectura liberacionista y cósmica para que todos
nos aggiornemos. Está claro: si matan los españoles son verdugos
insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro, si
matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que
expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es
genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio
demográfico". La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan
genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega— no
está ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a
una variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio
microbiano. La verdad es que la acusación homicida como causal de
despoblación, no resiste las investigaciones serias de autores como
Nicolás Sánchez Albornoz, José Luís Moreno, Angel Rosemblat o Rolando
Mellafé, que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas. La
verdad es que "los indios de América", dice Pierre Chaunu, "no
sucumbieron bajo los golpes de las espadas de acero de Toledo, sino bajo
el choque microbiano y viral", la verdad —¡cuántas veces habrá que
reiterarlo en estos tiempos!— es que se manejan cifras con una ligereza
frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los recaudos
elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia. La
verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las mitas, los
repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de despoblación,
son antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no estamos
negando que la demografía indígena padeció circunstancialmente una baja.
Estamos negando, sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida
por un plan genocida.
Es más si se compara con la América
anglosajona, donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas
por ellos colonizados -¿donde están los indios de Nueva Inglaterra?-
sino los habitantes de los territorios comprados a España o usurpados a
Méjico.
Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un
encuentro providencial de dos mudos. Encuentro en el que, al margen de
todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos
mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad,
tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones que no conocía sobre
la dignidad de la criatura hecha a imagen y semejanza del Creador. Esas
nociones, patrimonio de la Cristiandad difundidas por sabios eminentes, no fueron letra muerta ni objeto de violación constante.
Fueron el verdadero programa de vida, el genuino plan salvífico por el que la Hispanidad luchó en tres siglos largos de descubrimiento, evangelización y civilización abnegados.
Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser muchas veces la que
midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese después abrir
el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto de la
paz, y el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio
necesario para esparcir el Agua del Bautismo, no se hacia otra cosa más
que ratificar lo que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay
redención ninguna.
La Hispanidad
de Isabel y de Fernando, la del yugo y las flechas prefiguradas desde
entonces para ser emblema de Cruzada, no llegó a estas tierras con el
morbo del crimen y el sadismo del atropello. No se llegó para hacer
víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el trono de la Cruz reina sobre los pueblos de este lado y del otro del océano temible.