sábado, 22 de septiembre de 2018
Proyección del 17 de Octubre
Por Horacio Cagni
El amanecer del 17 de Octubre de 1945 presentó la movilización más
emblemática de la historia nacional, cuando pequeños grupos de gente
fueron conformando gruesas columnas, en camiones y filas compactas que
salvaron todo tipo de obstáculos, cruzando el Riachuelo, para llegar al
centro neurálgico de la capital, esa Plaza de Mayo que ocuparon con
el objetivo de buscar la libertad de su líder, prisionero entonces en la
isla Martín García. El grito convocante: “¡Queremos a Perón!”. Ese día
de octubre es el colofón, el remate inevitable de la revolución nacional
del 4 de junio de 1943. El propio Perón dirá de aquel acontecimiento:
“la revolución del 4 de junio no es una revolución más. No está
destinada a cambiar hombres o partidos, sino a cambiar un sistema y
hacer lo necesario para que en el futuro no se produzcan los fenómenos
ingratos que nos llevaron a tomar la dirección del Estado.
Aspira, por
lo tanto, a ser profundamente transformadora, especialmente en su
sentido moral y humanista ”. Por primera vez se articulaban los grandes
componentes de la sociedad, la conjunción de las fuerzas del trabajo
–tanto rurales como industriales– más el ejército que, como en todas las
naciones modernas, emergía del pueblo y a él pertenecía.
Pero
era también una reacción contra la degradación moral que había sacudido
a las fuerzas armadas previamente y contra la corruptela de una
dirigencia que por años había estado de espaldas a los intereses
populares y pretendía, además, hacer entrar al país en un conflicto
ajeno, la guerra de los otros. Para 1945, la gestión de Juan D. Perón al
frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión había dado sus frutos,
pues la crónica desorganización sindical de los trabajadores había
quedado atrás, surgiendo una organización política, producto de la
autovaloración de la clase trabajadora como protagonista activa, y no
como testigo pasivo, del acontecer social y político. La Argentina de
entonces aún era identificada como el “granero del mundo”, confirmado
con el aporte de carnes y granos al viejo continente convulsionado por
la guerra. Pero no era solamente un país agro-exportador. A lo largo de
la década del treinta habían surgido variedad de pequeñas industrias, en
un proceso acelerado por la necesidad de sustituir importaciones a
causa del conflicto mundial. La base de la clase trabajadora industrial
seguía siendo la industria frigorífica, pero despuntaban otras nuevas
formas de industrialización. La propia revolución del 43 había
demostrado cuán postergado estaba el interior del país y la necesidad de
organizar la Nación en un sentido de unidad, procurando el acceso al
trabajo, la salud y la cultura de grandes masas de compatriotas, hasta
entonces alejados del protagonismo que pasaba por las pocas ciudades
grandes del país y principalmente Buenos Aires. Esta idea de totalidad,
de pertenencia, se fue constituyendo lentamente en una auto imagen
identitaria, pero se necesitaba un detonante y éste fue la injerencia
extranjera en los asuntos nacionales por parte del panintervencionismo
estadounidense, representado en la figura del embajador Spruille Braden.
Este personaje ofició perfectamente de contraimagen: era todo lo que la
gente rechazaba en la intromisión extranjera, siempre unida a los
bienpensantes y privilegiados de la sociedad vernácula. Del otro lado,
Perón aparecía como el hombre capaz de conducir los destinos de la nueva
sociedad emergente, con la clase obrera como pivote –que había
organizado y galvanizado aquel coronel desde la Secretaría de Trabajo y
Previsión–, pero que también podía convocar a otros sectores decisivos
como la Iglesia y las Fuerzas Armadas y parte de la incipiente clase
media. El valor del 17 de Octubre, por lo tanto, es el de presentar, en
un momento y de una forma contundente, el proceso de coagulación
nacional, inevitable y necesario, de esos últimos años. Este proceso de
nacionalización de masas antes sufrientes, anónimas y fragmentadas,
necesitaba un centro de liderazgo y referencia que lo convocara y
aglutinara. El destino quiso que fuera Juan Perón. A partir de ese
momento surgirá el peronismo como movimiento fuerza política y sistema
de gobierno. La consigna “Braden o Perón” fijará un enemigo,
identificado con lo “hostil”, es decir, lo extraño a esa coagulación
nacional en marcha, que además atentaba con su injerencia contra lo que
se tenía como propio y de interés común. La Argentina aún consideraba,
en ese momento, que podía tener protagonismo propio y una actitud
soberana sin que otros le dictaran su conducta. La atracción carismática
que Perón poseía –característica que también compartía su compañera
Evita– se consagró el 17 de Octubre. Pero no era sólo cuestión de
carisma, también existía un proyecto y un accionar político. Presentando
la incongruencia de una Unión Democrática que incluía al Partido
Comunista, permitía a Perón afirmar que los trabajadores argentinos eran
más democráticos que sus adversarios. Presentar a Braden como
inspirador, creador, organizador y jefe de dicha Unión Democrática era
simplificar para el pueblo la imagen del enemigo popular. Al llamar a
los opositores “defensores de los privilegios de clase” frente a los
“descamisados” establecía una fácil dicotomía y una exigencia de opción.
O se era nacional y popular o lo contrario. El historiador Joseph Page
dirá que fue “un ejercicio clásico de judo político”. No existe triunfo
justicialista sin la gesta del 17. Además, existe otro elemento
importante y es la creación de un mito movilizador. El 17 de Octubre
presenta la emergencia de un mito nacional y popular, que además pudo
plasmarse exitosamente. En todo proceso social, político y cultural
profundo subyace un mito fundacional. Es crucial recuperar aquí la idea
del mito en Johan Huizinga: la idea de mito entendido como elemento
movilizador del pueblo para concretar un anhelo de felicidad, un mejor
futuro, concretar una imagen expresada además en un lenguaje de
simbolismos de masas que implique un sentido de pertenencia comunitaria.
“Todos los pueblos –dirá Huizinga en su gran obra El otoño de la Edad
Media– desean concretar un ideal superior de unidad, armonía y belleza.
Toda época suspira por un mundo mejor. Cuanto más profunda es la
desesperación causada por el caótico presente, tanto mas íntimo es este
suspirar.” Y, de repente, por esas circunstancias colectivas y
automáticas, fatales, que los historiadores y politólogos nunca pueden
terminar de explicar, ese anhelo latente y oculto estalla en un hecho de
ruptura que cambia la historia de una Nación y un pueblo. El 17 de
Octubre fue un despertar. No es casual que cada vez que se proyectan
sombras ominosas sobre la realidad nacional y en el empíreo se recortan
nubes de tormenta, se vuelve a pensar en aquella fecha. Como si
existiera la necesidad de nuevos 17 de Octubre capaces de generar
renovados momentos de ruptura, donde abrir nuevas puertas a la
posibilidad de cumplir con ese anhelo trascendente de unidad, armonía,
justicia e identidad, que todo pueblo aspira a alcanzar.