SOBRE LA LIBERTAD Y EL LIBERALISMO (Parte 5)
La gracia sobrenatural
A esta regla de
nuestras acciones, a este freno del pecado, la bondad divina ha añadido
ciertos auxilios especiales, aptísimos para dirigir y confirmar la
voluntad del hombre. El principal y más eficaz auxilio de todos estos
socorros es la gracia divina, la cual, iluminando el entendimiento y
robusteciendo e impulsando la voluntad hacia el bien moral, facilita y
asegura al mismo tiempo, con saludable constancia, el ejercicio de
nuestra libertad natural. Es totalmente errónea la afirmación de que las
mociones de la voluntad, a causa de esta intervención divina, son menos
libres. Porque la influencia de la gracia divina alcanza las
profundidades más íntimas del hombre y se armoniza con las tendencias
naturales de éste, porque la gracia nace de aquel que es autor de
nuestro entendimiento y de nuestra voluntad y mueve todos los seres de
un modo adecuado a la naturaleza de cada uno.
Como advierte el Doctor
Angélico, la gracia divina, por proceder del Creador de la Naturaleza,
está admirablemente capacitada para defender todas las naturalezas
individuales y para conservar sus caracteres, sus facultades y su
eficacia.
La libertad moral social
7. Lo dicho acerca de
la libertad de cada individuo es fácilmente aplicable a los hombres
unidos en sociedad civil. Porque lo que en cada hombre hacen la razón y
la ley natural, esto mismo hace en los asociados la ley humana,
promulgada para el bien común de los ciudadanos. Entre estas leyes
humanas hay algunas cuyo objeto consiste en lo que es bueno o malo por
naturaleza, añadiendo al precepto de practicar el bien y de evitar el
mal la sanción conveniente. El origen de estas leyes no es en modo
alguno el Estado; porque así como la sociedad no es origen de la
naturaleza humana, de la misma manera la sociedad no es fuente tampoco
de la concordancia del bien y de la discordancia del mal con la
naturaleza. Todo lo contrario. Estas leyes son anteriores a la misma
sociedad, y su origen hay que buscarlo en la ley natural y, por tanto,
en la ley eterna. Por consiguiente, los preceptos de derecho natural
incluidos en las leyes humanas no tienen simplemente el valor de una ley
positiva, sino que además, y principalmente, incluyen un poder mucho
más alto y augusto que proviene de la misma ley natural y de la ley
eterna. En esta clase de leyes la misión del legislador civil se limita a
lograr, por medio de una disciplina común, la obediencia de los
ciudadanos, castigando a los perversos y viciosos, para apartarlos del
mal y devolverlos al bien, o para impedir, al menos, que perjudiquen a
la sociedad y dañen a sus conciudadanos.
Existen otras
disposiciones del poder civil que no proceden del derecho natural
inmediata y próximamente, sino remota e indirectamente, determinando una
variedad de cosas que han sido reguladas por la naturaleza de un modo
general y en conjunto. Así, por ejemplo, la naturaleza ordena que los
ciudadanos cooperen con su trabajo a la tranquilidad y prosperidad
públicas. Pero la medida, el modo y el objeto de esta colaboración no
están determinados por el derecho natural, sino por la prudencia humana.
Estas reglas peculiares de la convivencia social, determinadas según la
razón y promulgadas por la legítima potestad, constituyen el ámbito de
la ley humana propiamente dicha. Esta ley ordena a todos los ciudadanos
colaborar en el fin que la comunidad se propone y les prohíbe desertar
de este servicio; y mientras sigue sumisa y se conforma con los
preceptos de la naturaleza, esa ley conduce al bien y aparta del mal. De
todo lo cual se concluye que hay que poner en la ley eterna de Dios la
norma reguladora de la libertad, no sólo de los particulares, sino
también de la comunidad social. Por consiguiente, en una sociedad
humana, la verdadera libertad no consiste en hacer el capricho personal
de cada uno; esto provocaría una extrema confusión y una perturbación,
que acabarían destruyendo al propio Estado; sino que consiste en que,
por medio de las leyes civiles, pueda cada cual fácilmente vivir según
los preceptos de la ley eterna. Y para los gobernantes la libertad no
está en que manden al azar y a su capricho, proceder criminal que
implicaría, al mismo tiempo, grandes daños para el Estado, sino que la
eficacia de las leyes humanas consiste en su reconocida derivación de la
ley eterna y en la sanción exclusiva de todo lo que está contenido en
esta ley eterna, como en fuente radical de todo el derecho. Con suma
sabiduría lo ha expresado San Agustín: «Pienso que comprendes que nada
hay justo y legítimo en la [ley] temporal que no lo hayan tomado los
hombres de la [ley] eterna»[5].
Si, por consiguiente, tenemos una ley establecida por una autoridad
cualquiera, y esta ley es contraria a la recta razón y perniciosa para
el Estado, su fuerza legal es nula, porque no es norma de justicia y
porque aparta a los hombres del bien para el que ha sido establecido el
Estado.
8. Por tanto, la
naturaleza de la libertad humana, sea el que sea el campo en que la
consideremos, en los particulares o en la comunidad, en los gobernantes o
en los gobernados, incluye la necesidad de obedecer a una razón suprema
y eterna, que no es otra que la autoridad de Dios imponiendo sus
mandamientos y prohibiciones. Y este justísimo dominio de Dios sobre los
hombres está tan lejos de suprimir o debilitar siquiera la libertad
humana, que lo que hace es precisamente todo lo contrario: defenderla y
perfeccionarla; porque la perfección verdadera de todo ser creado
consiste en tender a su propio fin y alcanzarlo. Ahora bien: el fin
supremo al que debe aspirar la libertad humana no es otro que el mismo
Dios.