De tal manera ha cundido la acción deletérea en el seno de la Iglesia y
tantas posiciones ha conquistado, que ya parece haberse instaurado en
las sombras, para la defensa de las herejías y los escándalos, un
mismísimo Tribunal de la Profana Inquisición. Instrumento tan eficaz que
acaba por obrar una (digamos) contra-fagocitosis, asociando a las células malignas para neutralizar al más pronto todo indicio de reacción salutífera en el organismo.
No descubrimos la pólvora con esto sino que cantamos el enésimo e inacallable treno: comprobado el avance fiero de las aguas -aquellas que lanza de su boca la Serpiente para ahogar a la Mujer «que huye al desierto»- no queda menos que clamar, siquiera borbotando. Inacallable el lamento, sí, como en el poema que Miguel Hernández dedicara a Bécquer, el «ahogado del Tajo»:
no, ni polvo ni tierra;
inacallable metal líquido eres.
Un flujo de campanas de bronce turbio y trémulo,
un galope de espadas de acero circulante jamás enmohecido,
te preservan del polvo
porque aun en las entrañas de las aguas hay la voz que toma a su cargo recordar la dignidad de la Verdad escamoteada. Y eso ocurre hoy literalmente en la Iglesia cuando se predica y se vive la doctrina de siempre, pese a la oposición enconada de tanta Jerarquía apóstata. Convenimos en que no es nuevo el sufrimiento de los santos a manos de sus superiores incomprensivos o maliciosos: piénsese, para traer apenas un par de ejemplos, en la prisión de san Juan de la Cruz o en los vejámenes de que fue objeto san José de Calasanz en su vejez de parte de aquellos que usurparon la jefatura de la orden por él mismo fundada. Lo novedoso hoy es la extensión que ha cobrado la aversión a la santidad, la obstinación con la que infaltablemente se persigue toda genuina resistencia católica a la degradación de la fe y la disciplina, aquí y allá y aún más lejos.
¿Dónde hiere el báculo? |
El caso de los franciscanos de la Inmaculada ha pasado a ser lo bastante elocuente a la hora de ilustrar este estado de cosas. Hartos de oír que «no importa quién le dé de comer a un niño hambriento, si un católico, un judío o un muslim», asqueados de tanta agachada ecuménica y tanta almibarada lisonja a nuestros cainitas «hermanos» de la medialuna, cedamos la última palabra a alguien que puede hablar con perfecto conocimiento de causa de las peripecias de los frailes, perseguidos en África por los musulmanes y rematados en Roma por la Curia nunca reformada. Se trata del padre de una joven de dieciocho años de nombre Clara, recién regresada de una misión transcurrida en Nigeria por el término de un mes con las monjas de la orden. Así se expide Alessandro Gnocchi en Corrispondenza Romana:
La misión nigeriana, como debieran saber todos aquellos que hablan de este instituto, está en riesgo cotidiano de martirio. Allí hay hijos e hijas del padre Manelli [nota: Stefano, el fundador] que cada día arriesgan la vida en nombre de Jesucristo y, justamente por esto, prospera una de las empresas espirituales más florecientes del instituto: cuarenta aspirantes varones y treinta aspirantes mujeres en un país de mayoría musulmana, donde las sectas protestantes hacen todo lo posible por destruir cuanto construyen los católicos, donde arrecian las iglesias más impensadas, donde los paganos que consuman sus sacrificios humanos poco lejos de los conventos dejan los restos de las víctimas por las calles en honor de sus demonios, donde en las jornadas de ritos caníbales las mujeres no pueden salir de casa bajo pena de muerte. Es el mundo de "Apokalypto" antes de la llegada de los españoles.
Las hermanas no pueden salir nunca solas y, en ciertas ocasiones, arriesgan la vida con sólo mostrarse. Y sin embargo, como los frailes, continúan llevando a Cristo allí donde no está y a quien no lo conoce. Junto a los frailes procuran bautismos, la administración de los sacramentos, la celebración de Misas: arrancan literalmente almas y cuerpos al demonio. Luego de cada nueva conversión regresan frecuentemente donde los nuevos cristianos para evitar que su fe se entorpezca y caiga de nuevo presa de las falsas religiones y, con ellas, de la desesperación. Apenas descendida del avión, Clara ha sido llevada al leprosario para rezar el Rosario de rodillas delante del lecho de una enferma que estaba muriéndose, porque a las almas se las custodia a fondo y no basta con llenar las panzas.
La oración ha sido el hilo de oro que marcó la vida de mi hija por todo el mes: el mismo que marca por años la vida de la misión, porque es éste aquel que marca la vida de las monjas y los frailes franciscanos de la Inmaculada. Después, recién después, viene la asistencia material, allí, en el mundo de "Apokalypto" en el que, no obstante todo, las monjas y frailes vestidos de azul son otras tantas notas de alegría. «De noche -me contó Clara- me venían ganas de llorar por lo que veía de día. Había visto el infierno mientras yo me sentía en el paraíso. No es la pobreza y no es la miseria las que hacen llorar, sino la desesperación de un mundo sin Cristo. De día sentía las voces de los muezzin, de noche los tam tam de los ritos paganos, y comprobé con la mano que el demonio existe de veras, probé en mi propia piel que la religión verdadera es una sola y es la nuestra. El escudo más poderoso contra la presencia del demonio era el canto gregoriano de los frailes y las monjas, el Rosario recitado continuamente, las vigilias y las Misas celebradas como gusta al Señor.»
«Clara, si queremos que nuestra misión se vuelva aún más floreciente -le dijo una monja a mi hija poco antes que ésta partiese- es menester que alguna de nosotras muera y ofrezca su vida, porque no hay nada más fecundo que la sangre ofrecida por Jesús. Los frailes ya murieron, ahora nos toca a nosotras». Son pobres, pequeños hechos, pequeños frutos desparramados en el África profunda, que no obstante muestran de qué pasta son las raíces del árbol plantado en el firme terreno de la fe católica por el padre Manelli en 1970.
La impronta de aquellas monjas y de aquellos frailes que aceptan el martirio para hacer florecer la vida cristiana es la suya. Desde hace años, este hombre vive en el sufrimiento como su padre espiritual san Pío de Pietrelcina. Hace un tiempo, cuando los médicos no sabían qué hacer para curarlo del mal que lo atormentaba, un sacerdote que lo conoce bien me dijo: «los doctores están intentando de todo, pero no alcanzan a hacer nada porque no entienden que este hombre está ofreciendo sus sufrimientos por el bien de la Iglesia. Ha elegido llevar en su cuerpo las llagas del Cuerpo Místico». No hace falta teologizar demasiado: basta con estar cinco minutos delante del padre Stefano para entender qué tan íntimo le resulta el sufrimiento, cuánto lo desee aun temiéndolo, y cuánto ofrezca los beneficios y bendiciones que a él descienden.
Hace dos años me encontré con él en el santuario del Zuccarello de Nembro, cerca de Bergamo, para la Misa en memoria de su mamá. Estaba sentado en la sacristía, encorvado sobre la silla, con dificultades incluso para atender a quien lo saludaba. «¿Cómo está, padre Stefano?». Estiró los brazos cuanto pudo y susurró: «se está así, en la Cruz». Con Mario Palmaro acababa yo de escribir un libro sobre el padre Pío, pero fue delante de ese hijo espiritual suyo que probé finalmente una brizna de verdadera compasión por el sufrimiento que había descrito indignamente con las palabras.
Padre Stefano Manelli
Hace tres meses volví a verlo, poco antes que explotase la bomba del comisariado. Estaba inquieto, pero más por la suerte de la Iglesia que por la de su fundación. «A esta altura sólo puede salvarnos el triunfo del Corazón Inmaculado de María. Estamos en el tiempo que el padre Pío llamaba de las cuatro T: todo tinieblas (tutte tenebre)». «¿Y qué podemos hacer, padre?». «Hace falta prepararse, orar y continuar la batalla. Y luego -agregó con su sonrisa un poco de viejo y un poco de niño- quedan las cuatro T de la luz: todos franciscanos de la Inmaculada (tutti francescani dell´Immacolata).»
Nos hallábamos en Sassoferrato, en el seminario de la orden. Una construcción enorme vaciada de vocaciones por los frailes menores y vuelta a llenar por los franciscanos de la Inmaculada. Un edificio en el que estos frailes saludan a quien sea con el espléndido «Ave María» y viven codo a codo con la Señora Pobreza. En sus casas la pobreza es la verdadera, no la exhibida al objetivo del fotógrafo ni aquella predicada a los demás. Se la practica en uno mismo y, literalmente, se la respira apenas se atraviesa el umbral de cualquiera de sus conventos. No en las Iglesias, porque allí debe residir toda la esplendidez posible para el Señor, según quería el padre Francisco [de Asís]. Pero en sus casas puede vivir solamente aquel que decide y acepta ser verdaderamente pobre.
La renuncia a todo, pero de verdad a todo cuanto el mundo pueda ofrecer de apenas confortable, atenacea la garganta: te sofoca o te santifica. «Si hubiera querido cuidarme las uñas y contar con agua caliente todos los días -explicó una monja de veintidós años a mi esposa- me hubiese quedado en mi casa». En un mes de misión, mi hija Clara no se miró nunca al espejo: sólo contaba con uno pequeñísimo para controlar si se había pescado las pulgas. El único espejo consentido a las hermanas franciscanas de la Inmaculada es el cuadro de la Virgen. Quien busca la oleografía y lo pintoresco y piensa en los conventos del turismo espiritual que hoy están de moda, evite cuidadosamente las casas y conventos de los franciscanos de la Inmaculada. Confundiría con incuria y abandono la santa indiferencia que estos frailes y estas monjas nutren hacia las cosas del mundo.