Por Alice y Dietrich Von Hildebrand
La veracidad es otro de los presupuestos
básicos de la vida moral. La persona falaz o mentirosa no solo encarna un gran
disvalor moral, como la avariciosa o intemperante, sino que está mutilada en
toda su personalidad, en toda su vida moral: todo cuanto hay en ella de
moralmente positivo está amenazado por su falsedad y resulta incluso
sospechoso; su postura hacia el mundo de los valores está afectada en su mismo
centro.
La persona falsa carece de la actitud de
reverencia a los valores: asume una posición de dominio sobre los seres, los
trata a su antojo, como si fueran una simple ilusión, un juguete de su capricho
arbitrario; no percibe el valor inherente al simple hecho de ser ni la dignidad
que el ser posee en cuanto opuesto a la nada; no respeta la obligación
fundamental de reconocer todo lo que existe en su realidad, de no interpretar
lo negro como blanco, de no contradecir los hechos; se comporta como si no
existiera la realidad. Obviamente, esta actitud implica un elemento de arrogancia,
de irreverencia, de impertinencia. Tratar a otra persona "como si fuera aire",
actuar como si no existieran otras personas, es quizá la mayor evidencia de desdén
y desprecio. La persona falsa adopta esta actitud con respecto a toda la realidad.
El loco desprecia el ser en cuanto ser porque no lo capta. La persona falsa sí
lo capta, pero rechaza dar la respuesta debida al valor y a la dignidad del ser
simplemente porque le resulta inconveniente o desagradable. Su desprecio del
ser es consciente y culpable.
El mentiroso considera que todo el mundo es,
hasta cierto punto, un instrumento para sus propios fines; todo lo que existe
es solo un instrumento a su servicio: cuando no puede usar algo, entonces lo
trata como si no existiera y lo coloca en esa categoría.
Debemos distinguir tres tipos de falsedad.
En
primer lugar, la del mentiroso experimentado que no ve nada malo en afirmar lo
contrario de lo que es verdad cuando le conviene. Se trata de una persona que,
claramente y conscientemente, engaña y traiciona a otras para conseguir sus
objetivos...
E1 segundo tipo es la de quien se miente a sí
mismo y, en consecuencia, a los demás: con la mayor tranquilidad borra
de su
mente todo lo que le resulta difícil o desagradable, y no solo esconde
su
cabeza como un avestruz, sino que se convence a sí mismo de que va a
hacer
algo, cuando sabe perfectamente que no va a hacer nada; no quiere
reconocer sus
propias faltas y, ante cualquier situación que le resulta humillante o
embarazosa, tergiversa enseguida su significado para disimularla. La
diferencia
entre este tipo de persona falsa y el hipócrita o mentiroso
experimentado es
evidente: aquella defrauda, sobre todo, a sí misma y solo indirectamente
a las
demás; se engaña primero a sí misma y, luego, a las demás, parcialmente
de
buena fe; no posee ni la intencionalidad del mentiroso ni su claridad de
mente
y, en general, le falta su malicia y su astuta mezquindad. En la mayoría
de los
casos, suscita nuestra compasión. Pero no deja de ser culpable porque
rehúsa
dar la respuesta debida a los valores y a la dignidad del ser, y
tácitamente se
arroga una soberanía injustificada sobre el mismo ser... No se atreve a
asumir su responsabilidad, y carece de la valentía del hipócrita.
Se autoengaña para eludir el conflicto entre sus inclinaciones y el
respeto por
la verdad. Hay algo específicamente cobarde e inconsistente en su
naturaleza: un
ingenio más instintivo sustituye a la astucia y a la sofisticación del
mentiroso.
...A pesar de que este tipo de mentiroso es,
generalmente, menos malvado (excepto en el caso del fariseo, que no ve la viga
en su propio ojo, y es malvado en el más profundo sentido de la palabra) y
habitualmente menos responsable, sin embargo, las consecuencias de su actitud
insincera sobre toda su vida moral son inmensas: nunca podremos tomar en serio
a este tipo de persona. Su acción moral puede ser correcta en casos concretos,
cuando la respuesta al valor no implica ningún conflicto con su orgullo o su
concupiscencia. Pero en cuanto se le pide algo que le resulta desagradable,
tratará de eludirlo, aunque no sea consciente de hacer oídos sordos a la
llamada de los valores; se refugiará en la ilusión de que, por una razón u
otra, tal exigencia no va con él o es solo aparente o ya la ha satisfecho. El
interior de tales personas es semejante a las arenas movedizas: no se puede
hacer presa en ellas; siempre evitan encontrarse en un compromiso. Aunque el
verdadero mentiroso, el que miente a sabiendas, es, desde el punto de vista
moral, aún más reprensible que el otro, el que se engaña a sí mismo, es más
fácil la conversión del primero que del segundo. El interior de este último
está afectado por una gran enfermedad: el mal ha tomado posesión del nivel
psicológico más profundo; vive en un mundo de ilusión. Sin embargo, su falsedad
lleva su parte de culpa, ya que podría ser corregida por una conversión de la
voluntad, por la aceptación del sacrificio, por la entrega incondicional al
mundo de los valores.
En el tercer tipo de falsedad, la ruptura con
la verdad es aún menos reprensible, pero más profunda, y se refleja todavía más
en el mismo ser de los mentirosos de este tipo: su personalidad es
decepcionante; son incapaces de experimentar una alegría verdadera, un
entusiasmo genuino, un amor auténtico; todas sus actitudes son fingidas y
llevan el sello de la pura apariencia. Este tipo de personas no pretenden
engañarse a sí mismas ni defraudar o embaucar a los demás, pero son incapaces
de establecer un contacto verdadero y genuino con el mundo, porque están
encerradas en sí mismas, siempre mirándose a sí mismas, con lo que destruyen la
substancia interior de sus actitudes. La falta no reside en su distorsión del
ser, en su falta de respuesta a la dignidad de este, sino en el hecho de estar centradas
en sí mismas, con lo que sus respuestas resultan vacías y su personalidad
fingida.
Son como seres fantasmales, ficticios: aunque
su intención es recta, sus alegrías y sus penas son artificiales. Su falta de
autenticidad proviene de que todas sus actitudes no están realmente motivadas
por el objeto y no surgen por el contacto con él, sino que son simuladas
artificiosamente; aparentan conformarse con el objeto, pero en realidad son
solo fantasmas sin substancia.
Esta falta de autenticidad se puede
manifestar de distintas maneras y, sobre todo, puede asumir diferentes
dimensiones: en primer lugar, la encontramos en la persona amanerada, cuya
conducta exterior, aunque no esté simulada a propósito, es artificial,
ficticia, sin naturalidad; en segundo lugar, la encontramos en las personas
fácilmente sugestionables, cuyas opiniones y convicciones les son impuestas por
otros, y que solo repiten lo que han dicho los demás sin dejarse influenciar
verdaderamente por el objeto en cuestión; en tercer lugar, la encontramos en la
persona exagerada, que lo magnifica todo: las penas, las alegrías, el amor, el
odio, el entusiasmo; fomenta artificialmente todas estas actitudes porque se
complace en ellas.
Semejante falta de autenticidad, tal como la
acabamos de describir en sus tres tipos, es incluso menos mala que la del que
se engaña a sí mismo, pero la vida moral no puede basarse en ella, porque tanto
el bien como el mal resultan invalidados por esa actitud artificial, que todo
lo convierte en irreal, ficticio, inexistente. Esta falsedad substancial se
considera también culpable porque proviene del rechazo definitivo a entregarse
a los valores, de una actitud fundamental de orgullo.
La persona realmente veraz es lo opuesto a
los tres tipos de falsedad que acabamos de exponer: es genuina, no se engaña ni
a sí misma ni a nadie. A causa de su profunda reverencia por la majestuosidad
del ser, comprende la exigencia básica del valor que es inherente en toda
realidad, es decir, la obligación de pagar tributo a todo objeto que existe, de
conformarnos a la verdad en todas nuestras afirmaciones, de abstenernos de
construir un mundo de ficción y vaciedad. Toma en consideración la situación
metafísica del hombre: no es omnipotente, por lo que el ser no tiene que
rendirse ante él como si fuese una simple quimera; se toma en serio la verdad
no solo con respecto a cada una de las cosas y circunstancias que se le
presentan a su mente, sino también con respecto a su existencia en el mundo.
Comprende el valor de la verdad y los valores
negativos de la mentira, de la falsedad y de la rebelión interior contra el
mundo de los valores, en última instancia, contra Dios, el Ser Absoluto, el
Señor del ser. Comprende la responsabilidad que el hombre, por su dimensión
espiritual, tiene respecto a la verdad, y que debe estar presente en su
capacidad para poner de manifiesto el ser en toda afirmación que hace.
Comprende la solemnidad inherente a toda afirmación, porque estamos siempre
llamados a dar testimonio de la verdad. La persona veraz pone las exigencias de
los valores por encima de cualquier deseo subjetivo de su egoísmo o su
comodidad. En consecuencia, aborrece todo autoengaño; percibe todo el sentido
negativo que hay en la huida cobarde de las exigencias objetivas de los
valores; preferiría conocer la verdad más amarga que disfrutar de una felicidad
imaginaria; ve con absoluta claridad todo el sinsentido de cualquier escapada a
lo irreal, la completa inutilidad y futilidad de este tipo de conducta, la
vaciedad y superficialidad de toda falacia.
Además, la persona veraz tiene una relación “clásica”
con el ser, es genuina y auténtica en todas sus actitudes y acciones: no está
dispuesta a aparentar, no embellece ni adorna las experiencias que
verdaderamente ha tenido, no se retuerce para mirarse a sí misma en lugar de
mirar al objeto que le pide una respuesta. Es genuina y honesta, objetiva en el
más alto sentido de la palabra; posee la actitud básica de verdadera entrega a
los valores; se mantiene libre de orgullo, de manera que no se ve empujado a
arrogarse otra posición en el mundo distinta de la que le corresponde. Así, no
falsifica el alcance de ninguna experiencia, sino que reconoce el carácter de
cada una tal como es en realidad.
La persona veraz no busca compensación a sus
complejos de inferioridad. La relación expresada con las palabras: “la
humildad es la verdad”, se puede formular también al revés: “solo la persona
humilde es realmente verdadera”.
La fuente de toda inautenticidad y de toda
falsedad reside en el deseo orgulloso de ser algo diferente de lo que uno es.
Por el contrario, la profunda aceptación del ser, de la verdad, es el
fundamento de todo lo genuino y verdadero...
Hay varios elementos en el carácter
específicamente negativo de la mentira, ejemplo clásico de falsedad. En primer
lugar, constituye una rebelión contra la dignidad del ser en cuanto tal, una
arrogancia irreverente, un desprecio de la obligación fundamental de
conformarnos al ser. Mentir representa un mal uso de la cualidad confiada a
nosotros como testigos del ser en la palabra hablada o escrita. En segundo
lugar, debemos tener en cuenta el engaño a otra persona que supone toda
mentira. Engañar a una persona implica una falta absoluta de respeto; no tomarla
en serio; no reconocer el valor inherente a toda persona por su dimensión espiritual;
despreciar su dignidad, su derecho fundamental a conocer la verdad; pero, sobre
todo, pone al descubierto una profunda falta de caridad y un abuso de la
confianza que la otra persona ha puesto en nosotros. Estos elementos están presentes
en todo engaño deliberado a otra persona, especialmente en el caso de una falsa
afirmación, de una mentira. La comunicación por medio de palabras, en sentido
propio, implica una relación explícita “Yo Tú”; hace referencia de manera tan
explícita a la confianza de una persona en otra, que la falta de caridad y la traición
a otra persona resulta, en este caso, más sorprendente y más significativa que
en el caso del engaño por medio de la ambigüedad o de una conducta equivocada.
Ahora bien, hay casos en los que el engaño en
cuanto tal está permitido, o incluso mandado. Por ejemplo, si un criminal nos
persigue, es lícito engañarlo, de una manera u otra, acerca de nuestro
domicilio. Es obligatorio cuando podemos causar un grave daño, físico o moral,
a otra persona si decimos la verdad. En este caso, no es falta de caridad
engañar; por el contrario, es una cariñosa amabilidad. Así pues, en algunos
casos está permitido engañar a otras personas, y en otros estamos obligados.
Pero esto lo podemos hacer solo por medio de nuestra interpretación de una
determinada situación, pero no por medio de una mentira.
La veracidad es, como la reverencia, la
fidelidad o la constancia, básica para toda nuestra vida moral. Como las otras
virtudes, es portadora de un alto valor y es presupuesto indispensable de toda
personalidad para que los genuinos valores morales puedan florecer en su
plenitud. Esto es así en todos los ámbitos de la vida: la veracidad es
fundamental para una auténtica vida en comunidad, para toda relación
interpersonal, para todo amor verdadero, para todo trabajo, para el verdadero
conocimiento, para la auto educación y para la relación con Dios. En efecto, es
un elemento esencial de la veracidad, en sentido propio, su relación con la
Fuente absoluta de todo ser, Dios. En última instancia, toda falsedad significa
una negación de Dios, una huida de Él. La educación que no pone énfasis en la
autenticidad y en la veracidad está condenada al fracaso.
Alice y Dietrich Von
Hildebrand – “Actitudes Morales Fundamentales” Ed. Palabra S.A.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista