lunes, 26 de agosto de 2013

¿SE SALVAN TODOS?

Royo Marín: ¿Se salvan todos?


Ofrecemos hoy unos fragmentos de un libro de Royo Marín que tiene el mismo título que nuestra entrada. El libro completo puede consultarse aquí. Esperamos contribuya a contrastar algunas opiniones
Hace ya bastante tiempo que voces amigas me vienen pidiendo, con cariñosa insistencia, que escriba un comentario teológico al gran dogma, divinamente revelado, de la voluntad salvífica universal de Dios. San Pablo, en efecto, inspirado por el Espíritu Santo, dice expresamente en su primera epístola a Timoteo: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4).
En realidad, ya abordé ampliamente este gran dogma en un largo capítulo de mi «Teología de la salvacióm»1 que llevaba por título la pregunta que le hicieron a Cristo nuestro Señor: ¿Son pocos los que se salvan? (Lc 13,23). Al estudiar teológica y exegéticamente la respuesta de Jesucristo quedó muy claro que Cristo no quiso contestar directamente a la pregunta, limitándose prudentísimamente a recomendar la entrada por la «puerta estrecha» y andar por el «camino angosto», que es el que lleva con seguridad a la vida eterna (cf. Mt 7,13-14).
El hecho de que Cristo no quiso contestar afirmativa o negativamente a la interesantísima pregunta ha sido interpretado de muy diversa forma por los exegetas y teólogos católicos. Unos dicen que evitó la afirmativa para no lanzarnos a la desesperación, y otros creen que evitó la negativa para que no incurriéramos en la presunción. Las dos cosas son perfectamente posibles.
Pero, prescindiendo de antemano de cualquiera de las dos interpretaciones, y examinando cuidadosamente la cuestión a la luz de innumerables textos de la Sagrada Escritura, del magisterio de la Iglesia y de los exégetas y teólogos católicos, llegábamos a la conclusión francamente optimista y esperanzadora sobre el gran número de los que se salvan, muy superior al número de los que se condenan. Parece indudable que esta opinión optimista es más conforme a los datos revelados en su conjunto, al espíritu del Evangelio y a la esencia misma del cristianismo, que es, ante todo, la religión del amor y de la misericordia.
Mi resistencia a abordar de nuevo esta materia se debía, principalmente, a la dificultad de añadir algo sustancial a lo que entonces escribí. No obstante, accediendo a las insistentes y cariñosas instancias ajenas, me he decidido por fin a ampliar un poco más aquellas ideas fundamentales, aportando los datos interesantísimos de los autores que mejor han estudiado esta cuestión.
Mi única finalidad al redactar estas páginas ha sido la de prestar un buen servicio —así lo creo sinceramente— a muchas almas buenas que viven atormentadas por el problema de su salvación eterna, que algunos les presentan tan difícil. Y creo pueden prestar también un gran servicio a muchos incrédulos y ateos, una de cuyas más socorridas objeciones contra la religión, y la que más les escandaliza y aparta de Dios, es su falsa creencia de que, según la religión católica, la mayor parte de las almas caen en el infierno como copos de nieve o como las hojas amarillentas de los árboles otoñales azotados por furioso vendaval.
No se me oculta, sin embargo, que la opinión optimista sobre el gran número de los que se salvan les parece a muchos imprudente y peligrosa, ya que puede prestarse a perderle el miedo al pecado o, al menos, a no preocuparse demasiado de él.
Sin desconocer la posibilidad real de este peligro, creo que las ventajas de esta doctrina superan con mucho sus posibles inconvenientes. Es un hecho perfectamente comprobado por la experiencia diaria que, cuando se exageran las dificultades para alcanzar una meta anhelada la mayor parte de los candidatos se desaniman y abandonan la lucha para alcanzarla.
Cuando en unas oposiciones para obtener algún cargo se anuncian cinco plazas para los dos mil aspirantes a ellas, está bien claro que nadie se hace ilusiones: es inútil esforzarse, todo se deberá al favoritismo o al azar. Pero si, sin precisar exactamente el número de plazas disponibles, se anuncia que existen en número suficiente para que la mayor parte puedan conseguir una, entonces se animan y estimulan todos a trabajar con entusiasmo para alcanzarla. Es preciso ponerse por completo de espaldas a la psicología de las masas para no darse cuenta de este fenómeno. Si ponemos el cielo a una altura poco menos que inaccesible para el común de los mortales, la inmensa mayoría de los hombres renunciarán a esa lotería tan difícil y se entregarán al pecado exclamando insensatamente: «De ir al infierno, en coche»2.
Si a esto añadimos que la doctrina generosa y optimista, bien fundamentada, levantará el ánimo de ciertas almas sinceramente cristianas que tiemblan de espanto ante la posibilidad de condenarse para siempre, y que hará callar y acaso pensar seriamente a los que se resisten a aceptar el dogma del infierno por creer, equivocadamente, que casi todos van a él, parece que el escrúpulo de su peligrosidad no tiene la suficiente fuerza para renunciar a estas ventajas.
Con razón escribe a este propósito el famoso convertido P. Faber, partidario decidido del gran número de los que se salvan:
«Si yo pudiera persuadirme de que esta discusión no tiene ningún objeto práctico, ni ningún alcance para la vida cristiana, o que pudiera de alguna manera conducir a estimar en menos las reglas de la perfección, evitaría con cuidado el abordarla. Pero la fe, aun entre las gentes de bien, se resiente de tal modo de la incredulidad curiosa y critica de nuestros días, que no es posible callar sobre ciertas cuestiones que se han suscitado en sus ánimos, y que, para restablecer en, ellos un sentimiento más justo del carácter paternal de Dios, es necesario presentarles consideraciones muy claras sobre lo que conocemos de El. Eso es un medio de disipar las dudas mal definidas, las reflexiones inquietas que les impiden entregarse a Dios con abandono, y que, aun cuando tengan un lado verdadero, llegan a ser falsas a fuerza de ser exclusivas»3.
Creo que tiene razón el famoso escritor inglés.
¿Que, a pesar de todo esto, habrá quien abuse de la doctrina optimista para perder el miedo al pecado? Bien insensato será quien saque esta consecuencia. Aun suponiendo que fueran poquísimos los que se condenan —cosa que está muy lejos de nuestras conclusiones—, estaría del todo claro que uno de esos poquísimos seria ese insensato pecador que tratase de burlarse de Dios robándole el cielo después de haber pisoteado repetidamente y sin escrúpulo alguno todos sus mandamientos. San Pablo nos advierte claramente que «de Dios nadie se ríe, y lo que el hombre sembrare, eso recogerá» (Gál 6,7). Si alguno abusa de esta doctrina, él pagará las consecuencias. Pero de suyo no es doctrina esta que conduzca al pecado o dé facilidades para él, sino al contrario, lleva lógicamente a una mayor delicadeza de conciencia y a un amor a Dios más íntimo y profundo, aunque sólo fuera por aquello de que «nobleza obliga» y «amor con amor se paga».
Quiera Dios nuestro Señor, por intercesión de la Virgen María, bendecir estas páginas que hemos escrito pensando únicamente en su mayor gloria y en la salvación de las almas redimidas con la Sangre preciosa del divino Salvador crucificado.
NUESTRO PLAN
El camino que vamos a recorrer en nuestro estudio abarca tres partes muy diferentes, pero íntimamente relacionadas entre sí:
En la primera examinaremos el pasaje evangélico en el que se le pregunta al mismo Cristo: «¿Son pocos los que se salvan?», para precisar el verdadero sentido y alcance de su divina respuesta.
En la segunda expondremos ampliamente las razones positivas que inclinan la balanza en el sentido de que son más —acaso muchísimos más— los que se salvan que los que se condenan.
En la tercera, finalmente, examinaremos los principales argumentos de la opinión rigorista, que presentaremos en forma de objeciones, a las que procuraremos dar la debida solución, que confirmará la solidez de la opinión optimista.
Una sintética conclusión cerrará nuestro estudio.
(…)
CONCLUSION
Hemos llegado al final de nuestro estudio en torno al número de los que se salvan. Del examen imparcial y sereno de las razones positivas en favor de la tesis optimista, y de la refutación de las principales objeciones en contrario, nos parece que la teoría del optimismo moderado que hemos querido defender aparece con meridiana claridad como la más probable y la más conforme con el espíritu del cristianismo, que es ante todo la religión del amor y de la misericordia. En confirmación de la misma, y como argumentos impresionantes por su suprema autoridad, queremos recoger aquí dos sublimes versículos del Nuevo Testamento, el primero brotado de los labios mismos del divino Redentor, y el segundo de su discípulo predilecto, el apóstol y evangelista San Juan:
«Y vendrán del oriente y del occidente, del septentrión y del mediodía, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios» (Lc 13,29).
«Y ví una gran muchedumbre que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua que estaban delante del Cordero, vestidos de túnicas blancas y con palmas en sus manos» (Ap 7,9).
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1 Cf. Teología de la Salvación, ed. BAq, pp.117-57.
2 Decimos «insensatamente» porque no es lo mismo condenarse por un solo pecado que por mil. En el infierno, como en el cielo, hay muchos grados y, por lo mismo, siempre representaría una insensatez y una locura tratar de ir a él «en coche», o sea, entregándose con desenfreno a toda clase de pecados.
3 P. FABER, El Creador y la criatura, l.3 c.2