SEÑOR DE LA VIDA
Y LA MUERTE
Y aconteció
después, que iba a una ciudad, llamada Naím: y sus discípulos iban con Él, y
una grande muchedumbre de pueblo. Y cuando llegó cerca de la puerta de la
ciudad, he aquí que sacaban fuera a un difunto, hijo único de su madre, la cual
era viuda: y venía con ella mucha gente de la ciudad. Luego que la vio el
Señor, movido de misericordia por ella, le dijo: No llores. Y se acercó, y tocó el féretro; y los que lo llevaban,
se pararon. Y dijo: Mancebo, a ti te digo,
levántate. Y se sentó el que había estado muerto, y comenzó a hablar. Y se le
dio a su madre, y tuvieron todos grande miedo, y glorificaban a Dios, diciendo:
Un gran profeta se ha levantado entre
nosotros: y Dios ha visitado a su pueblo. Y la fama de este milagro corrió
por toda la Judea, y por toda la comarca.
Jesucristo
es el Señor de la vida y de la muerte.
Todo está sometido a Él. Nada es capaz de oponerse a su poder. Así nos lo
prueba el Evangelio de hoy. Jesús, sólo Él, da la vida. Así lo hizo con
nosotros mismos un día, cuando estábamos envueltos en las redes del primer
pecado, cuando éramos hijos de la muerte. En torno nuestro se encontraba la Santa
Iglesia, como una madre desconsolada. Jesús entonces, compadeciéndose de ella,
se acercó a nosotros en la persona de su ministro, nos tocó con la vivificante agua
del Santo Bautismo, nos dio la vida sobrenatural y nos entregó a nuestra
consolada y gozosa Madre la Iglesia.
El Señor se
acercará todavía otra vez, a nuestra tumba, y nos ordenará: Yo te lo digo, ¡levántate! Entonces, las
puertas del sepulcro se abrirán de par en par; si nos hemos salvado, nuestra alma,
gozosa y resplandeciente, animará de nuevo nuestro cuerpo con su beatífica vida,
y saldremos de la tumba inmortales.
Joven, yo te lo mando, ¡levántate!... La sagrada
liturgia piensa hoy en todos los que han muerto espiritualmente: en los
paganos, incrédulos, cismáticos, herejes... Piensa, sobre todo, en los muchos
cristianos que, después de haber recibido el Santo Bautismo, se han hecho
infieles a su vocación y han vuelto a caer en el pecado... Tras el féretro
aparece la Madre llorosa y desconsolada. Es la Santa Iglesia, la cual eleva
constantemente sus manos hacia el Cielo y pide al Señor, desde todas las partes
de la tierra, gracia y misericordia para tantos pobres muertos y descarriados.
¿Qué sería
de los pobres muertos, si no estuviera a su lado la Santa Madre Iglesia
suplicando por ellos? Al estar Ella junto al féretro en que es trasportado el
muerto, aparece Jesús, y, contemplando a la angustiada Madre, se compadece de
ella y le dice: No llores... Después
se acerca al féretro y lo toca con su mano. Los que lo llevan se paran. Y Jesús
ordena: Joven, yo te lo mando, levántate.
Entonces el muerto se incorpora y comienza a hablar. Y Jesús se lo devuelve
vivo a la madre.
Con sus
lágrimas y súplicas la Iglesia ha devuelto la vida al muerto. He aquí un
expresivo símbolo de lo que se realiza todos los días en el Sacrificio de la Misa.
Existen muchos muertos. Parecen vivos, pero están muertos espiritualmente, y
yacen tendidos sobre el féretro. Hay alguien, sin embargo, que conoce su
inmensa desgracia: es la Santa Madre Iglesia, sólo Ella. En la Santa Misa llama
apasionadamente al único que puede dar la vida. La Santa Misa es, en efecto, un
sacrificio de expiación y de súplica. La Iglesia eleva hacia el Cielo la Sangre
de Cristo. Pide a Dios misericordia y alcanza de Él la gracia de que muchos
pecadores entren dentro de sí mismos, reconozcan sus errores, rompan con el
pecado y se conviertan.
Aunque
estemos en estado de gracia, también en nosotros tiene que ejercitar el Señor
su poder vivificante. Necesitamos ser reanimados constantemente con nuevas gracias;
para esto, precisamente, nos llama el Señor al Santo Sacrificio. ¡Existen
todavía en nosotros tantas cosas que retardan e impiden el pleno desarrollo de
nuestra vida! No caminamos siempre en el espíritu, y no nos fijamos en que el
que siembra en la carne recoge de la carne corrupción; y, al contrario, que el
que siembra en el espíritu, recoge del espíritu vida eterna. Nos cansamos de
hacer el bien y nos hacemos indolentes, tibios, perezosos. ¡Ay de nosotros, si
nuestra Santa Madre la Iglesia no elevase constantemente sus manos al Cielo y
no le pidiese al Señor para nosotros nueva y fresca vida! Esto es cabalmente lo
que hace todos los días en el Oficio Divino que rezan sus sacerdotes y sus
religiosos. Esto es lo que hace, sobre todo, en el Santo Sacrificio de la Misa.
Aquí, en la Santa Misa, nos dice el Señor a cada uno de nosotros: Joven, yo te lo mando, ¡levántate!
Si faltara
la Madre, si no estuviera junto al muerto, llorando y suplicando por él,
entonces no habría resurrección alguna. Este es el servicio que nos presta nuestra
Santa Madre la Iglesia. Son innumerables los desgraciados que la desprecian, la
calumnian, la odian, la desfiguran y la persiguen. Sin embargo, Ella siempre
permanece al lado de estos muertos, para llorar y rezar por ellos. Necesita
encontrarse con el Señor. Cuando se encuentran, Él la mira, se compadece de Ella,
se acerca al féretro, y devuelve la vida al muerto por quien Ella llora. Esto
es lo que hace la Santa Iglesia siempre que se celebra el Santo Sacrificio; esto
es también lo que hace cuando toma el Breviario en sus manos y, llena de
compasión, cree y ora en nombre y en favor, no sólo de los creyentes y
piadosos, sino también de los pecadores, de los infieles, de los extraviados, de
todos los que no creen ni oran... La Iglesia sigue siempre en pos del féretro,
está constantemente llorando y suplicando por los muertos espirituales. Sólo
esto podrá salvar a esos pecadores. ¡La oración de la Iglesia resucita a los
muertos!
La Sagrada
Liturgia ve en la madre de Naím un
símbolo de la Iglesia orante. En la
muchedumbre, que acompañaba a la viuda de Naím y se asociaba a su duelo por el
muerto, la Sagrada Liturgia ve un símbolo de todas las madres, parientes, curas
de almas, maestros y educadores que se lamentan y oran por algún muerto
espiritual, por algún ser extraviado o perdido espiritualmente. El Señor se
hace también el encontradizo con todos estos y los consuela, diciendo: No llores. Se encuentra con todos ellos
principalmente en el Sacrificio de la Santa Misa. El encuentro se realiza por medio
del sacerdote que celebra el Santo Sacrificio.
Señor, acuérdate de tus siervos y siervas, y de todos los
presentes, cuya fe y devoción te son bien conocidas. ¡Misterioso y
trascendental instante! Estamos ante un recuerdo
de una importancia y de una significación extraordinarias. El sacerdote incluye
en su Memento a todos aquellos de
quienes se quiere acordar en el Santo
Sacrificio de la Misa y, por ende, en el Sacrificio de Cristo en la Cruz. Para
que este último pueda hacerse sacrificio nuestro
es necesario que se nos aplique. Sólo
así es como podremos beneficiarnos de la redención operada por el Señor en la Cruz,
la propiciación. Solo así es como podremos asociarnos de un modo real a la
adoración, a la acción de gracias y a las súplicas de nuestro Supremo Pontífice
Cristo. Todo esto se consigne por medio del Sacrificio de la Santa Misa. Para
ello sólo se requiere una cosa: que dicho Sacrificio se haga sacrificio
nuestro. Ahora bien: el Sacrificio de la Santa Misa se hace nuestro siempre que
el celebrante nos lo aplica.
Jesucristo
pudo poner en las manos de todos los fíeles el Santo Sacrificio de la Misa. Sin
embargo, no lo hizo. Se lo entregó únicamente a los sacerdotes. Sólo el
sacerdote es quien, por medio de su libre determinación, de su positiva y
determinada intención, realiza y hace fecundo dicho Sacrificio. Esta es la
misión, esta la dignidad, este el poder del sacerdote. Si él "se acuerda" de nosotros, si
quiere positivamente que el Sacrificio del Altar sea nuestro, lo será. Entonces,
Jesucristo se encontrará con nosotros en el Sacrificio de la Santa Misa. Realmente,
es un gran momento aquel en el que el sacerdote dice: Señor, acuérdate de tus siervos y siervas N. N., y de todos los aquí
presentes. Es el lugar y momento para un prodigioso encuentro con el Señor,
para un encuentro parecido al que tuvo lugar ante las puertas de la ciudad de
Naím. Ellos mismos te ofrecen este
sacrificio por sí y por todos los suyos, por la redención de sus almas y por la
esperanza de su salud y conservación sobrenaturales. Para alcanzar todo esto te
ofrecen ahora sus dones a ti, oh Dios eterno, vivo y verdadero.
Después que
el celebrante, con su aplicación, nos ha unido íntimamente con el Señor que se
inmola, ya podemos ofrecer a Dios el Santo Sacrificio por nosotros mismos y por
todos aquellos seres queridos en cuya salvación y santificación debemos y
queremos colaborar, para que así consigan la
redención de sus almas. Ahora ya poseemos al Señor que se inmola. De este
modo el Santo Sacrificio nos alcanzará ayuda y consuelo. Las súplicas por la
salud y la salvación de nuestros seres queridos, que depositamos sobre la patena,
serán escuchadas. El rocío de la gracia caerá misteriosa, silenciosamente sobre
las almas de los que nos preocupamos. Llegará, en fin, el momento en que el
Señor se acercará al féretro y resucitará al muerto a la vida de la gracia: Yo te lo mando, ¡levántate! ¡Qué ricos
somos en la Santa Misa!
Pero, para
poder ser asociados al sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo necesitamos
poseer por parte nuestra fe y devoción:
Señor, acuérdate de tus siervos y siervas, cuya fe y devoción te son conocidas...
Asistamos, pues, a la Santa Misa impulsados por un vivo deseo de hacer nuestros
la sumisión al Padre, la adoración, la alabanza, la acción de gracias, la
reparación y las súplicas del Señor que se inmola. El sacerdote con su Memento sólo podrá asociarnos al Sacrificio
de Cristo en aquella medida en que nosotros asistamos a la Santa Misa llenos de
una fe viva y animados por un verdadero espíritu de sacrificio, es decir,
estando sinceramente dispuestos a inmolarnos y a sacrificarnos con el Señor. ¡Cuánto
debemos apreciar la aplicación de la Misa, el Memento del celebrante! Para asegurarnos esta aplicación, este Memento, no necesitamos más que asistir
a la Santa Misa con corazón recto y sincero. El sacerdote se acuerda de todos los asistentes a la santa Misa.
Con este recuerdo los asocia al Santo Sacrificio y puedan, por lo mismo,
compartir con él sus frutos.
Otra vez
nos vuelve a exhortar San Pablo: Caminad en el espíritu. Si vivimos del espíritu, caminemos también en el espíritu. Hemos de
caminar como hombres espirituales, debemos sembrar en el espíritu.... El que siembre en la carne, recogerá de la
carne corrupción. La carne, los sentimientos carnales se parecen a un vasto
y fecundo campo. El que siembre en este terreno, recogerá corrupción. ¿Quién
siembra en la carne? El Apóstol nos lo dice bien claro: el que se preocupa de
la honra vana; el que, por su ambición, por su loca vanidad y por sus
orgullosas pretensiones, desprecia a los demás y es causa de riñas y
disensiones; el que tiene celo y envidia del prójimo; el que corrige con
aspereza y con poca caridad al hermano que ha caído; el que se tiene por algo; el
que compara su conducta con la de los demás y toma pie de aquí para criticar lo
que los otros piensan, dicen y ejecutan; el que, al obrar, no mira sólo a Dios;
el que no se preocupa por nada de las necesidades, miserias y dificultades del
prójimo; finalmente, el que no comparte el peso
del otro, es decir, el que no se compadece de los demás, el que no los instruye,
el que no ora y no hace obras de penitencia por ellos. Todos los que así obran
son hombres puramente terrenos y naturales. Están llenos de sí mismos. No han
sido transformados aún por el Espíritu Santo en hombres sobrenaturales.
En cambio, el que siembra en el espíritu, recogerá del
espíritu vida eterna. También el espíritu es un campo fecundo. ¡Dichosos
los que siembren en este terreno! Siembra en el espíritu el que no se preocupa de
la honra vana; el que no tiene celo ni envidia de los demás; el que corrige con
dulzura al pecador, logrando así convertirlo de nuevo a Dios; el que reconoce humildemente
su propia debilidad; el que examina seriamente todos sus actos ante Dios y ante
la propia conciencia; el que lleva el peso del otro y demuestra a todos, con
obras y con palabras, su amor y su caridad; el que nunca se cansa de hacer
bien; finalmente, el que, mientras puede y es tiempo de ello, no cesa nunca de
hacer bien a todos, singularmente a los hermanos en la fe, es decir, a los que son
miembros del Cuerpo Místico de Cristo, son hijos de la Iglesia.
El que siembre en la carne, recogerá de la carne corrupción. Son obras
sembradas en la carne todas las que realizamos por un interés o un móvil
puramente natural y humano, aunque sea muy bueno y laudable. Son obras
sembradas en la carne todas las que no realizamos impulsados por el amor de
Dios y de Cristo. Aunque, desde el punto de vista natural y humano, puedan ser
dignas de aprecio, dichas obras carecerán, sin embargo, de todo valor para
nuestra verdadera dicha, para nuestra eternidad. ¡Serán grandes pasos, pero
dados fuera del verdadero camino!
El que siembre en el espíritu, recogerá del espíritu vida
eterna. La vida eterna; he aquí el fruto incorruptible y eternamente
precioso de la vida del espíritu, de la vida de fe, de la vida de la gracia, de
la vida de unión con Dios y con Cristo. He aquí también el fruto de todo lo
hecho, lo aceptado y lo sufrido en el espíritu. Todo ello, por mínimo que sea, produce
constantemente nueva vida eterna, una nueva eternidad. ¡Qué locos somos, al no
esforzarnos con todo ahínco por sembrar siempre en el espíritu!
Jesús llega
a Naím. Al penetrar en la ciudad, se encuentra con un muerto, tras el cual
aparece la llorosa madre. Jesús llega a las capillas, a las familias cristianas,
y se encuentra en ellas con muertos... Siembran en la carne, y recogen de la
carne corrupción, Tras ellos aparece la madre, la Iglesia. Ella es quien lleva
el peso de los muertos; se compadece de ellos, ora, sacrifica y expía por ellos.
Unámonos al Señor... Cuanto más sembremos en el espíritu con nuestra Madre la
Iglesia, mejor podremos servir y ayudar a los que siembran en la carne, para
que también ellos se hagan espirituales y alcancen la vida eterna.