domingo, 23 de febrero de 2014

PRUEBA DE FUEGO PARA LA IGLESIA

Prueba de fuego para la Iglesia –

 Por J.C. García de Polavieja P

  
 La Iglesia atravesará una frontera crítica el  próximo mes de octubre, con ocasión del sínodo sobre la familia (9-15 de octubre).
  La maquinaria anómala -del ánomos de 2 Ts 2, 4- que ha triturado la estructura social en todo el planeta, se ha fijado ese acontecimiento como punto de inflexión, para empujar con malas artes a la pastoral católica a someterse a sus diseños. Y la Iglesia verá  comprometidas en esas fechas sus enseñanzas y la propia praxis sacramental, debido a su situación interna más que delicada. Determinadas ambigüedades han alimentado expectativas en lo que Stanislaw Grygiel llama “iglesia de opinión”, que no abarca solamente los segmentos centroeuropeos -que ya desobedecen abiertamente a Jesucristo -sino, además, otros elementos que invocan necesidades evangelizadoras mientras proclaman abiertamente la “necesidad” de reducir la exigencia del Evangelio.
  Las imprudentes consultas populares en terrenos donde las pautas del Evangelio son irreductibles, tanto a opiniones, por mayoritarias que sean, como a hechos, por consumados que estén,  han alimentado en Europa central una inercia que, en las fechas previstas, cuestionará cualquier posicionamiento sinodal que trate de salvar los principios. Por ello, el otoño próximo traerá consigo, guste o no, el final de las ambigüedades y, con ello, probablemente, una tensión que va a sorprender a muchos.
La consideración de los divorciados emparejados respecto a la Eucaristía va a ser una auténtica prueba de fuego: pondrá a prueba la adhesión de numerosas jerarquías a Jesucristo. Porque no se discutirá exclusivamente el carácter indisoluble del matrimonio -que ya sería razón suficiente para la firmeza- sino, sobre todo, la obediencia del Cuerpo místico a su Cabeza.
  El texto evangélico más definitivo no es, por ello, el que generalmente se aduce (Mc 10, 8-9) aunque sea muy importante; sino otros que se mantienen en un olvido sintomático (Mt 5, 32; 19, 8-9 y, sobre todo Mc 10, 11-12) donde el Señor ha dejado establecida para siempre la situación adúltera de las personas que, tras abandonar a su cónyuge, se emparejan de nuevo:  
Él les dijo: Quien repudie a su mujer y se case con otra,
comete adulterio contra aquella;
y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”.
  Este juicio taxativo sale al paso de las expectativas de la “iglesia de opinión” para el próximo sínodo sobre la familia: Aquí Jesús no establece excepciones de ningún tipo (ni “por fornicación”) porque esta advertencia no se dirige sólo a los repudios de su tiempo, sino, sobre todo y directamente contra la suficiencia del divorcio postmoderno y de los “nuevos modelos de familia”.
  Por ello la apelación a nuevas “praxis de perdón”, cuando aduce la práctica de las iglesias orientales separadas de Roma, o cuando explora el elenco de situaciones excepcionales -que, obviamente, son infinitas -tratando de modificar la regla desde la excepción,  corre el riesgo de ignorar el verdadero marco socio-cultural y moral que rodea al debate. Ninguno de los exploradores del cambio- citados por S. Magister (Mounier, Nautin, Moingt y John T. Noonan)- ha demostrado, ni podrá hacerlo nunca, que este mandato evangélico rotundo  deje abierta la menor posibilidad de acomodar la administración de la Eucaristía a los cambios culturales o a las modas.
  La conducta pastoral respecto a los católicos que se encuentran en estas situaciones y buscan sinceramente el seguimiento de Cristo tiene que ser, obviamente, acogedora y misericordiosa. Ello ha sido suficientemente aclarado en varios documentos del magisterio, especialmente en la Familiaris consortio de Juan Pablo II y en la carta de la Congregación para la Doctrina de septiembre de 1994. Por eso precisamente, sería aciago engañarles abriéndoles el acceso a la Eucaristía mientras persisten en situaciones objetivamente irregulares. La acogida misericordiosa nunca podrá ocultarles las exigencias concretas, humanamente sacrificadas, necesarias para acercarse a la Eucaristía.
  Porque cualquier recepción del Cuerpo de Cristo en estado de pecado mortal, como es el caso, acarrea peligro de condenación eterna. Y esto no es autoritarismo ni moralismo, sino simple coherencia con el Evangelio.
La advertencia del Apóstol sobre el riesgo de “comer y beber la propia condenación” ( ) no es anacrónica, propia de culturas primitivas, sino un aviso de valor perenne para salvaguardar la comunión con la divinidad. Esta comunión no es, ciertamente, para los perfectos, sino para los conscientes de su imperfección: Precisamente por eso sería engañoso  alimentar en ellos la falta de conciencia.  
  Ciertamente, cada situación concreta es un mundo y admite distintas consideraciones; pero finalmente todas ellas se reducen a una lógica sencilla: el estado pecaminoso grave no es compatible con la Eucaristía, porque implica su profanación sacrílega. Esa es la regla que nadie, ni el Papa ni la jerarquía eclesiástica, ni ningún sínodo, puede cambiar… Y es la norma que precisamente se cuestiona allí  donde se han perdido las nociones elementales de la Fe y contaminado sus vivencias centrales.
En realidad, determinados sectores eclesiásticos, comprometiendo al Papa al ampararse en expresiones suyas pendientes de concreción definitiva (Evangelii  gaudium, 47) están intentando hacer pasar como misericordiosa la aceptación de un sacrilegio normalizado por la vía de los hechos y de inspiración satánica. El desprecio de lo sagrado y la increencia en lo preternatural, reinantes en estos sectores, hacen que la mera palabra sacrilegio les resulte escandalosa.  Pero el escándalo que verdaderamente clama al cielo es la profanación sistemática del Cuerpo de Cristo en esas comunidades pretendidamente católicas.
  La situación moral de nuestro tiempo es la que es: Hegemonía del hedonismo, convertido por la autosuficiencia humana en subordinante de toda otra realidad, incluyendo la norma divina: La normalización de divorcios y “matrimonios” sucesivos no es más que la implantación institucional y social del Hombre impío que proclama que él mismo es Dios (2 Ts 2, 4). Se distorsiona pues gravemente la realidad cuando se pide la adaptación de la praxis sacramental a estas costumbres dominantes como un imperativo de misericordia. En realidad, estamos ante una perversión de la caridad que llegaría más lejos de lo que las miras convencionales, o bien pensantes, carentes de discernimiento, quieren imaginar.
  El pretendido acceso a la Eucaristía de los divorciados nuevamente emparejados no abre un debate para profundas disquisiciones pastorales, ni para retorcer los conceptos e inventar soluciones mágicas; porque sobre este tema está todo dicho, y dicho por el propio Jesucristo. Lo que verdaderamente desafía es la resistencia de la Iglesia en la salvaguardia de la moral revelada. Y lo que realmente busca -y así lo reconocen abiertamente sus impulsores- es una homologación con las normas del mundo, de espaldas a lo sagrado.
  Por cariño y lealtad al Papa conviene avisarle, cuando aún queda tiempo, de la encerrona que se perfila en el horizonte. La fractura en un tema absolutamente vital como la Eucaristía ya se ha producido en extensas zonas de Alemania, Austria, y otras naciones europeas. Las soluciones fáciles no solucionarán nada y podrían, por el contrario, tener consecuencias desastrosas. Porque aunque la Iglesia “no es una aduana” puede equivocarse si abre puertas que su Fundador y Maestro ha dejado definitivamente cerradas: La Iglesia de nuestro tiempo ha sido específicamente advertida de que, por encima de ella,  es Jesucristo quien tiene la llave de David: si Él abre nadie puede cerrar, si el cierra nadie puede abrir (cf. Ap 3, 7).
J.C. García de Polavieja P
Agradecemos a nuestra amiga Maite C. por acercarnos el artículo.

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