Prueba de fuego para la Iglesia –
Por J.C. García de Polavieja P
La Iglesia
atravesará una frontera crítica el próximo mes de octubre, con ocasión
del sínodo sobre la familia (9-15 de octubre).
La maquinaria anómala -del ánomos de 2
Ts 2, 4- que ha triturado la estructura social en todo el planeta, se ha fijado
ese acontecimiento como punto de inflexión, para empujar con malas artes a la
pastoral católica a someterse a sus diseños. Y la Iglesia verá
comprometidas en esas fechas sus enseñanzas y la propia praxis sacramental,
debido a su situación interna más que delicada. Determinadas ambigüedades han
alimentado expectativas en lo que Stanislaw Grygiel llama “iglesia de opinión”,
que no abarca solamente los segmentos centroeuropeos -que ya desobedecen
abiertamente a Jesucristo -sino, además, otros elementos que invocan
necesidades evangelizadoras mientras proclaman abiertamente la “necesidad” de reducir
la exigencia del Evangelio.
Las imprudentes consultas populares en
terrenos donde las pautas del Evangelio son irreductibles, tanto a opiniones,
por mayoritarias que sean, como a hechos, por consumados que estén, han
alimentado en Europa central una inercia que, en las fechas previstas,
cuestionará cualquier posicionamiento sinodal que trate de salvar los principios.
Por ello, el otoño próximo traerá consigo, guste o no, el final de las
ambigüedades y, con ello, probablemente, una tensión que va a sorprender a
muchos.
La consideración de los divorciados emparejados respecto a la
Eucaristía va a ser una auténtica prueba de fuego: pondrá a
prueba la adhesión de numerosas jerarquías a Jesucristo. Porque no se discutirá
exclusivamente el carácter indisoluble del matrimonio -que ya sería razón
suficiente para la firmeza- sino, sobre todo, la obediencia del Cuerpo místico a
su Cabeza.
El texto evangélico más definitivo
no es, por ello, el que generalmente se aduce (Mc 10, 8-9) aunque sea muy
importante; sino otros que se mantienen en un olvido sintomático (Mt 5, 32; 19,
8-9 y, sobre todo Mc 10, 11-12) donde el Señor ha dejado establecida para
siempre la situación adúltera de las personas que, tras abandonar a su cónyuge,
se emparejan de nuevo:
“Él les dijo: Quien repudie a su mujer
y se case con otra,
comete adulterio contra
aquella;
y si ella repudia a su marido
y se casa con otro, comete adulterio”.
Este juicio taxativo sale al paso de
las expectativas de la “iglesia de opinión” para el próximo sínodo sobre la
familia: Aquí Jesús no establece excepciones de ningún tipo (ni “por
fornicación”) porque esta advertencia no se dirige sólo a los repudios de su
tiempo, sino, sobre todo y directamente contra la suficiencia del divorcio
postmoderno y de los “nuevos modelos de familia”.
Por ello la apelación a nuevas “praxis
de perdón”, cuando aduce la práctica de las iglesias orientales separadas de Roma,
o cuando explora el elenco de situaciones excepcionales -que, obviamente, son
infinitas -tratando de modificar la regla desde la excepción, corre el
riesgo de ignorar el verdadero marco socio-cultural y moral que rodea al
debate. Ninguno de los exploradores del cambio- citados por S. Magister (Mounier,
Nautin, Moingt y John T. Noonan)- ha demostrado, ni podrá hacerlo nunca,
que este mandato evangélico rotundo deje abierta la menor posibilidad de
acomodar la administración de la Eucaristía a los cambios culturales o a las
modas.
La conducta pastoral respecto a los
católicos que se encuentran en estas situaciones y buscan sinceramente el
seguimiento de Cristo tiene que ser, obviamente, acogedora y misericordiosa.
Ello ha sido suficientemente aclarado en varios documentos del magisterio,
especialmente en la Familiaris consortio de Juan Pablo II y en la carta
de la Congregación para la Doctrina de septiembre de 1994. Por eso
precisamente, sería aciago engañarles abriéndoles el acceso a la Eucaristía
mientras persisten en situaciones objetivamente irregulares. La acogida
misericordiosa nunca podrá ocultarles las exigencias concretas, humanamente
sacrificadas, necesarias para acercarse a la Eucaristía.
Porque cualquier recepción del Cuerpo
de Cristo en estado de pecado mortal, como es el caso, acarrea peligro de
condenación eterna. Y esto no es autoritarismo ni moralismo, sino simple
coherencia con el Evangelio.
La advertencia del Apóstol sobre el riesgo de “comer y beber la propia condenación” ( ) no es anacrónica, propia de culturas primitivas, sino un aviso de valor perenne para salvaguardar la comunión con la divinidad. Esta comunión no es, ciertamente, para los perfectos, sino para los conscientes de su imperfección: Precisamente por eso sería engañoso alimentar en ellos la falta de conciencia.
La advertencia del Apóstol sobre el riesgo de “comer y beber la propia condenación” ( ) no es anacrónica, propia de culturas primitivas, sino un aviso de valor perenne para salvaguardar la comunión con la divinidad. Esta comunión no es, ciertamente, para los perfectos, sino para los conscientes de su imperfección: Precisamente por eso sería engañoso alimentar en ellos la falta de conciencia.
Ciertamente, cada situación concreta es
un mundo y admite distintas consideraciones; pero finalmente todas ellas se
reducen a una lógica sencilla: el estado pecaminoso grave no es compatible con
la Eucaristía, porque implica su profanación sacrílega. Esa es la regla que
nadie, ni el Papa ni la jerarquía eclesiástica, ni ningún sínodo, puede
cambiar… Y es la norma que precisamente se cuestiona allí donde se han
perdido las nociones elementales de la Fe y contaminado sus vivencias
centrales.
En realidad, determinados sectores eclesiásticos, comprometiendo al Papa al ampararse en expresiones suyas pendientes de concreción definitiva (Evangelii gaudium, 47) están intentando hacer pasar como misericordiosa la aceptación de un sacrilegio normalizado por la vía de los hechos y de inspiración satánica. El desprecio de lo sagrado y la increencia en lo preternatural, reinantes en estos sectores, hacen que la mera palabra sacrilegio les resulte escandalosa. Pero el escándalo que verdaderamente clama al cielo es la profanación sistemática del Cuerpo de Cristo en esas comunidades pretendidamente católicas.
En realidad, determinados sectores eclesiásticos, comprometiendo al Papa al ampararse en expresiones suyas pendientes de concreción definitiva (Evangelii gaudium, 47) están intentando hacer pasar como misericordiosa la aceptación de un sacrilegio normalizado por la vía de los hechos y de inspiración satánica. El desprecio de lo sagrado y la increencia en lo preternatural, reinantes en estos sectores, hacen que la mera palabra sacrilegio les resulte escandalosa. Pero el escándalo que verdaderamente clama al cielo es la profanación sistemática del Cuerpo de Cristo en esas comunidades pretendidamente católicas.
La situación moral de nuestro tiempo es
la que es: Hegemonía del hedonismo, convertido por la autosuficiencia
humana en subordinante de toda otra realidad, incluyendo la norma divina: La
normalización de divorcios y “matrimonios” sucesivos no es más que la
implantación institucional y social del Hombre impío que proclama que él mismo
es Dios (2 Ts 2, 4). Se distorsiona pues gravemente la realidad cuando
se pide la adaptación de la praxis sacramental a estas costumbres dominantes
como un imperativo de misericordia. En realidad, estamos ante una perversión
de la caridad que llegaría más lejos de lo que las miras convencionales, o
bien pensantes, carentes de discernimiento, quieren imaginar.
El pretendido acceso a la Eucaristía
de los divorciados nuevamente emparejados no abre un debate para profundas
disquisiciones pastorales, ni para retorcer los conceptos e inventar soluciones
mágicas; porque sobre este tema está todo dicho, y dicho por el propio
Jesucristo. Lo que verdaderamente desafía es la resistencia de la Iglesia
en la salvaguardia de la moral revelada. Y lo que realmente busca -y así lo
reconocen abiertamente sus impulsores- es una homologación con las normas del
mundo, de espaldas a lo sagrado.
Por cariño y lealtad al Papa
conviene avisarle, cuando aún queda tiempo, de la encerrona que se perfila
en el horizonte. La fractura en un tema absolutamente vital como la Eucaristía
ya se ha producido en extensas zonas de Alemania, Austria, y otras naciones
europeas. Las soluciones fáciles no solucionarán nada y podrían, por el
contrario, tener consecuencias desastrosas. Porque aunque la Iglesia “no es una
aduana” puede equivocarse si abre puertas que su Fundador y Maestro ha dejado
definitivamente cerradas: La Iglesia de nuestro tiempo ha sido
específicamente advertida de que, por encima de ella, es Jesucristo
quien tiene la llave de David: si Él abre nadie puede cerrar, si el cierra
nadie puede abrir (cf. Ap 3, 7).
J.C. García de Polavieja P
Visto en: www.hispanidad.com
Agradecemos a nuestra amiga Maite C. por acercarnos
el artículo.
Nacionalismo Católico San Juan
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