La contribución de los incondicionales-Alberto Medina Mendez
La contribución de
los incondicionales
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Existe un grupo de individuos que actúa en forma
inorgánica, espontánea y hasta genuina. Se trata
de los incondicionales. Son personajes que defienden todo
lo que hace su circunstancial líder. Se pueden inmolar
por él y no importa lo que diga o haga, ellos lo avalan
con un cheque en blanco. En estas latitudes,
esa modalidad tiene mucho vínculo con el personalismo
y es el presidencialismo como sistema político, el
que mejor lo representa. Estos intransigentes sujetos no
protegen un sistema de ideas. En realidad, apoyan a un dirigente
político, al que endiosan, atribuyéndole talentos
sobrenaturales, condiciones inigualables, que poco tienen
que ver con la indiscutible imperfección humana. Aplauden a su guía político sin importar
demasiado sus argumentos ni propósitos. Convierten
todo en positivo, inclusive los inocultables defectos, esos
que critican en otros, pero que festejan en su ídolo
cuando los usa. Le asignan virtudes que no tiene,
multiplican sus eventuales éxitos y minimizan sus evidentes
fracasos. Cuando el jefe acierta, recuerdan que sus planes
fueron perfectamente diseñados, y cuando algo sale
mal, especulan con conspiraciones que sus enemigos prepararon
contra su brillante idea. Es pertinente aclarar
que no conforman la nómina de incondicionales los eternos
hipócritas del sistema, esos que estando rentados "alquilan"
su opinión favorable a cambio de una oportuna compensación
económica. La referencia no apunta a esa
categoría en la que se enrolan los empresarios prebendarios,
esos que reciben favores del poder, ni tampoco a la de los
militantes mercantilizados, los que sobreviven gracias al
sueldo o los interesantes contratos que les provee su ocasional
amo político. La alusión de incondicionales
es solo para aquellos, que sin depender económicamente
de los beneficios que distribuye discrecionalmente el poder,
amparan incansablemente cada decisión del gobernante. Estos fanáticos razonan de un modo muy particular.
Su conclusión sobre lo que ocurre, es siempre independiente
de las premisas. Saben de antemano que su cabecilla tomará
la decisión adecuada, no importa cuál sea la estrategia
ni el tema en cuestión. Si el caudillo selecciona una
orientación definida, la aprueban y si prefiere exactamente
la opuesta, también. En ambos casos su tarea consiste
en construir argumentos que expliquen todas las posturas
posibles, inclusive las antagónicas. Ellos
no resguardan una ideología determinada, de hecho las
detestan, aunque les deslumbra la posibilidad de rotularse
con generalidades que parecen simpáticas por su aceptación,
pero que no dicen demasiado. Los amantes de
lo absoluto, pululan por todas partes. Aparecen muy frecuentemente
en los medios de comunicación pero también en
las redes sociales, aunque discuten en cuanto ámbito
se les presente. La adulación sistemática,
la alabanza indiscriminada, no es racional. Nadie es perfecto.
Todos cometen errores. No existe excepción para esta
regla universal, al menos cuando de la especie humana se
trata. Defender a alguien sin admitir desaciertos es ir
contra el más elemental sentido común. No se ayuda a quien se respeta validándole absolutamente
todo, mucho menos celebrando la universalidad de sus actos.
Al contrario. Al no señalarle sus errores, se lo invita
a repetirlos, profundizarlos e ignorarlos. Y es así,
que las supuestas ventajas de lo hecho se van desdibujando
hasta finalmente deslegitimarse por sí mismas, cayendo
por su propio peso. Los incondicionales, no
eran así. No respaldaban todo sin criterio. Solo elogiaban
lo que consideraban correcto y alineado con su visión
personal. Pero han mutado su actitud, exacerbando su estilo,
con mucho de intolerancia, girando sin necesidad hacia el
fundamentalismo, solo porque les molesta la crítica,
esa que consideran injusta y desproporcionada. Desprecian
al adversario y por eso marchan disciplinadamente detrás
del mandamás, solo para denostar a sus tradicionales
rivales. Creen que colaboran con el régimen
combatiendo a los contrincantes naturales de su referente.
Suponen estar haciendo un valioso aporte a la causa con
ese combate intelectual, sin advertir cuanto se equivocan. No solo no se han dado cuenta de lo patético
e indigno de su postura, sino lo absolutamente ineficaz
e insostenible que resulta esa dinámica. Tampoco se
percataron del escaso favor que le hacen a sus supuestos
ideales. El ciudadano promedio es sensato. Puede
ser engañado durante algún tiempo, pero no siempre.
Las posiciones extremistas, esas que defienden lo que sea,
son distinguidas con claridad por la gente moderada y menos
apasionada. Solo terminan expulsando a quienes en realidad
tienen coincidencias generales, pero logran comprender que
no pueden acompañarlo todo, ciegamente y a cualquier
costo. El ocaso empieza en algún momento.
La caída del régimen tiene escalones y su declinación
se visualiza progresivamente. En esta etapa, la de la pendiente
hacia abajo, el final de la historia no lo aceleran necesariamente
los hechos políticos, sino justamente el accionar de
quien lidera el proceso. Pero nada de eso podría lograrse
sin la contribución de los incondicionales.
Alberto Medina Méndez albertomedinamendez@gmail.com