Reflexiones sobre un café
Ofrecemos a nuestros lectores algunas reflexiones sobre lo que son el verdadero desarrollo y grandeza de un país.
Hace mucho tiempo, muchísimo incluso, tengo una impresión para comunicar acerca del desarrollo de nuestro País.
PRESIONE "MAS INFORMACION" A SU IZQUIERDA PARA LEER EL ARTICULO
“Desarrollo”
es un término tomado aquí en un sentido que tiene parentesco apenas
lejano, con lo que habitualmente se entiende por tal. No hablo del
desarrollo económico-financiero. Este es el sentido ápice, no raras
veces incluso el único, que se atribuye al vocablo en nuestros días
empapados de hedonismo burgués y de materialismo comunista.
Todo el universo fue creado a imagen y semejanza de Dios. Por ello,
existen analogías entre todas las criaturas. Pues seres análogos a un
tercero, son por esto mismo análogos entre sí. De ahí que las cosas
materiales tienen el poder de expresar las espirituales. Y uno de los
usos más nobles que se pueda hacer de cada una, y de todas en su
conjunto, consiste en conocer su expresión espiritual. A través de esa
expresión, la inteligencia conoce mejor las cosas del espíritu. Utilidad
excelsa que tiene la materia hasta para los bienaventurados después de
la resurrección, cuando sin embargo verán a Dios cara a cara.
Una persona penetrada de estas verdades, y habituada a hacer de la
relación materia-alma-Dios la actividad fundamental de su espíritu,
puede de este modo llegar al ápice de su personalidad. O sea, alcanzar
el desarrollo ordenado y entero de su propio yo. Su desarrollo-ápice.
Esas verdades, precisamente porque son muy abstractas, tienen sin
embargo relación con lo que hay de más profundo y decisivo en la
realidad concreta. Así, es factor de la grandeza, del bienestar y de la “force de frappe” ([1])
de un país, la relación intima entre los recursos naturales y el
paisaje del territorio, por un lado, con las características del
espíritu nacional, por otro. Al punto de que el observador nota
afinidades entre la configuración de los montes, el curso y el rumorear
de los ríos, los mil colores y formas de la vegetación, los perfumes de
la
flores,
el sabor de la culinaria local, las armonías de las músicas y de las
danzas populares, de las formas y colores de los trajes típicos, con el
espíritu de la población. Por ejemplo, con el estilo de hacer bromas o
de las peleas entre los niños; de las realizaciones de los hombres
maduros, y de la experimentada sabiduría de los ancianos. Todo esto
forma un enmarañado de elementos que se entrelazan por mil afinidades
indisociables. Y es la diferencia entre éstos –más aún que los límites
territoriales– lo que distingue a las naciones. ¡Qué diferencia existe
entre Francia y Alemania, por ejemplo! Es evidente que cada una de esas
naciones forma con el respectivo enmarañado una sola cosa. No se puede
concebir Francia habitada sólo por alemanes, ni Alemania habitada sólo
por franceses.
La tradición clásica, y más tarde la influencia profunda de la
Iglesia, enseñó a esos hombres a “ser” mucho más alma que cuerpo; a
buscar en las cosas de la materia analogías y enseñanzas supremas sobre
el alma y sobre Dios. De ahí esa admirable consonancia entre el cuerpo y
el alma de los grandes pueblos. Así, tales pueblos fueron conducidos,
en una inmensa acción conjunta, a interpretar el respectivo cuadro
material, encontrando en él mil afinidades con sus propias almas.
Afinidades estas que la cultura acentuó y puso en relieve.
Tengo la impresión de que, dentro de la tormenta contemporánea, la
mayoría de los hombres descaracterizados, masificados por la
civilización moderna, mecánica y cosmopolita, ya no sabe sentir los
significados espirituales y “divinos” de las cosas. Ni percibir los
vínculos que los unen entre sí, ni los paisajes en que nacieron. Y en
países nuevos como el nuestro, la interpretación simbólica de los
panoramas, de la flora, de la fauna, el saborear u olfatear los
productos de la tierra, la audición de sus ruidos o de los cánticos de
la naturaleza, todo se reduce para muchos de nosotros, a los vagos
recuerdos de infancia que el progreso aplastó ya en la adolescencia, por
medio de la aplanadora del “sentido práctico”.
Esas
consideraciones me vinieron al espíritu al saber de un hecho pintoresco
que se da en Londrina, ciudad que hace cerca de treinta años no visito.
Pero siento satisfacción en contar lo que a tal respecto me narraron
amigos residentes en la capital del café.
La diversificación que un hombre de generosa fantasía supo hacer con
el café, ¿en qué amplia medida se podría hacer con tantas de nuestras
frutas y mutatis mutandis, con nuestras incontables flores? ¿Y cuántas riquezas de nuestra alma se explicitarían más fácilmente así?
A la luz de las analogías de un verdadero simbolismo católico, en una
simultánea y gloriosa labor de alma de nuestro pueblo, ¡cuánta
magnificencia se desarrollaría ante nosotros!
Y si alguien me dijese que todo esto no pasa de devaneos, porque no
resuelve el problema del combustible, yo le respondería con una buena
carcajada. Pues un Brasil cristianamente desarrollado no se define
principalmente como una inmensa flotilla de motores, sino como una
inmensa familia de almas.
