miércoles, 1 de octubre de 2014

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En materia de tolerancia, tal vez más que en cualquier otra, la confusión reina tan completamente que parece indispensable esclarecer el alcance de los términos, antes de abordar el mérito de la cuestión.
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¿Qué es precisamente la tolerancia?
Imagínese la situación de un hombre que tiene dos hijos…
Imagínese la situación de un hombre que tiene dos hijos, uno de principios sanos y voluntad fuerte, y otro de principios indecisos y voluntad vacilante. Aparece, de paso por el lugar en que la familia reside, un profesor que dará un curso de vacaciones extraordinariamente útil a ambos. El padre desea que sus hijos sigan el curso, pero ve que esto implicará privarlos de varios paseos a los cuales ambos están muy apegados.
Pesados los pros y contras, fija su juicio sobre el asunto: más conviene a sus hijos renunciar a algunas distracciones, por lo demás muy legítimas, que perder una ocasión rara de desarrollarse intelectualmente. Manifestada la deliberación a los interesados, la actitud de éstos es varia. El primero, después de un momento de duda, accede a la voluntad paterna. El otro se lamenta, implora, suplica a su padre que cambie su resolución; da muestras tales de irritación, que un grave movimiento de rebelión de su parte es de temer.
Ante esto, el padre mantiene su decisión con relación al hijo bueno. Pero, considerando lo que le cuesta al hijo mediocre el esfuerzo de la rutina escolar; previendo las muchas ocasiones de tensión que en la vida diaria surgen en las relaciones entre ambos, para la eventual salvaguardia de principios morales impostergables, juzga mejor no insistir. Y conveniente en que el hijo no haga el curso.
Actuando así con el hijo mediocre y tibio, el padre le dio una autorización a disgusto. Un permiso que no es de modo alguno una aprobación. Un permiso que le fue casi arrancado. Para evitar un mal (la tensión con el hijo), consintió en un bien menor (las excursiones de vacaciones),y desistió de un bien mayor (el curso). Es a este tipo de consentimiento dado sin aprobación, y aún con censura, se llama tolerancia.
Claro está que, a veces, la tolerancia es el consentimiento no sólo en un bien menor para evitar un mal, sino en un mal menor para evitar uno mayor. Sería el caso de un padre que, teniendo un hijo que contrajo varios vicios graves y puesto ante la imposibilidad de hacerlos cesar todos, forma el propósito de combatirlos sucesivamente. Así mientras procura obstar a un vicio, cierra los ojos a todos los demás. Este cerrar de ojos, que es un consentimiento dado con profundo disgusto, busca evitar un mal mayor, es decir, que la enmienda moral del hijo se torne imposible. Se trata característicamente de una actitud de tolerancia.
Como acabamos de ver, la tolerancia sólo puede ser practicada en situaciones anormales. Si no hubiese malos hijos, por ejemplo, no habría necesidad de tolerancia de parte de los padres.
Así, en una familia, cuanto más los miembros fueren forzados a practicar la tolerancia entre sí, tanto más la situación será anómala.
Siéntese mucho la realidad de lo que aquí está dicho, considerando el caso de una Orden Religiosa o de un ejército en que los jefes o superiores tengan que usar habitualmente una tolerancia sin límites con sus subordinados. Tal ejército no está apto para ganar batallas. Tal Orden no está caminando hacia las altas y rudas cimas de la perfección cristiana.
En otros términos, la tolerancia puede ser una virtud. Pero es virtud característica de las situaciones anormales, inestables, difíciles. Ella es, por así decir, la cruz de cada día del católico fervoroso, en las épocas de desolación, de decadencia espiritual y de ruina de la Civilización Cristiana.
Por esto mismo se comprende que sea tan necesaria en un siglo de catástrofe, como el nuestro. En todo momento, el católico se encuentra en nuestros días en la contingencia de tolerar algo en el tranvía, en el autobús, en la calle, en los lugares en que trabaja, en las casas que visita, en los hoteles en que veranea: encuentra en todo momento abusos que le provocan un grito interior de indignación. Grito que es a veces obligado a silenciar para evitar un mal mayor. Grito que, entretanto, en ocasiones normales sería un deber de honra y coherencia el manifestarlo.
De paso es curioso observar la contradicción en que caen los adoradores de este siglo. Por un lado, elevan enfáticamente a las nubes sus cualidades, y silencian o subestiman sus defectos. Por otro, no cesan de apostrofar a los católicos intolerantes, suplicando tolerancia, bramando por tolerancia, exigiendo tolerancia, a favor del siglo. Y no se cansan de afirmar que esa tolerancia debe ser constante, omnímoda y extrema. No se comprende cómo no perciben la contradicción en que caen: sólo hay tolerancia en la anomalía y, proclamar la necesidad de mucha tolerancia, es afirmar la existencia de mucha anomalía.
De cualquier manera, griegos y troyanos concuerdan en reconocer que la tolerancia en nuestra época es muy necesaria.
Así, es fácil percibir cuánto yerra el lenguaje corriente a respecto de la tolerancia. En efecto, habitualmente se presta a este vocablo un sentido elogioso. Cuando se dice que alguien es tolerante, esta afirmación viene acompañada de una serie de alabanzas implícitas o explícitas: alma grande, gran corazón, espíritu amplio, generoso, comprensivo, naturalmente propenso a la simpatía, a la cordura, a la benevolencia. Y, como es lógico, el calificativo de intolerante también trae consigo una secuela de censuras más o menos explícitas: espíritu estrecho, temperamento bilioso, malévolo, espontáneamente inclinado a desconfiar, a odiar, a resentirse y a vengarse.
En realidad, nada es más unilateral. Pues, si hay casos en que la tolerancia es un bien, otros hay en que es un mal. Y puede llegar a ser un crimen. Así, nadie merece encomio por el hecho de ser sistemáticamente tolerante o intolerante, si no por ser una u otra cosa de acuerdo a lo que exijan las circunstancias.