“Lenguaje, Ideología y Poder” en la feria del libro de Oberá, Misiones
Con prólogos del Padre Alfredo Sáenz y el Dr. Antonio Caponnetto
En los MMCC, tanto programas,
radios, noticieros como también desde ciertas cátedras, en muchas consignas y
proyectos políticos e incluso desde los púlpitos, se puede percibir ciertas nuevas palabras, cierto nuevo lenguaje
que se pronuncia, que se repite y que de esta manera queda instalado en las
conversaciones.
Hace ya varios años se advierte este
avance lingüístico, coordinado, lo que da a pensar que se trata no de un espontáneo
o azaroso proceso sino de algo que obedece a una planificación. El hecho de que
sea coordinado nos hace pensar que detrás hay una mente que lo ha pensado (y no
que se trata de algo puramente casual). Intentaremos mostrar en esta
presentación que la implantación y –más aún– imposición de estos vocablos, de
este nuevo lenguaje, de estas nuevas palabras, no se explica por el dinamismo
que el castellano naturalmente experimenta. No. Este nuevo vocabulario responde a oscuros intereses, su aparición y
difusión es intencional, deliberada, no espontánea. Se trata, como veremos
enseguida, de una auténtica ideologización
del lenguaje, puesto al servicio de poderes siniestros.
* * *
Si quiero una vida sana para mis hijos, sin adicciones ni desórdenes morales, soy “cerrado”. Esa es la etiqueta que me cuelgan: “mente cerrada”. Si, en cambio, tolero el consumo de marihuana en mi casa, en las calles, en las plazas, entonces “soy abierto”. Seré así simpático, razonable. Los que hacen negocios con las drogas, agradecidos.
Si soy docente y corrijo a mis
alumnos, seré tildado de “autoritario”. “Reprimo su espontaneidad”, dirá algún
sofista. Si, por el contrario, dejo que la clase sea una jungla, si permito que
en el aula reine el descontrol, las interrupciones y los gritos, seré un
profesor “comprensivo”, “horizontal”, “tolerante”, “moderno”. ¡No importa que
los chicos nada aprendan, que carezcan completamente de herramientas para la
universidad! ¡No importa que no lean comprensivamente, que no tengan métodos de
estudio! Lo que importa es “la libertad” del alumno. No como “antes”, como esos
profesores antiguos, realmente perversos. Lo que importa es “ser
abiertos”, porque así formamos parte de ese engendro que se ha dado en llamar “escuela
nueva”, donde la demagogia se disfraza de noble psicología y la comodidad se
disfraza de “paciencia docente”.
¿Y a quién beneficia el descontrol
de los jóvenes? Evidentemente, a quienes hacen negocios con chicos
descontrolados, desorientados, carentes de una conducta y sumidos en el caos. ¿Quién
consume más en los lugares de diversión y de entretenimiento? ¿Qué modelo de
joven enriquece más los bolsillos de ciertos empresarios muy poderosos y sin
escrúpulos?
Si quiero calles y avenidas
ordenadas para transitar sin piquetes, se me acusará de no ser “sensible” a las
“protestas sociales”. Y seré arrojado al Infierno,
destinado a los que pensamos que sufrir
una injusticia no da derecho a cometerla. La comisión del delito es una “protesta
social”. Su castigo, es “autoritarismo”. ¿Hasta dónde ha llegado este abuso de
las palabras?
Si pienso que dentro del vientre materno
hay una persona, seré mirado con alerta. Si –usando la lógica– sostengo que
abortar es un crimen en base al principio general de que matar a un inocente es un crimen, se me tildará de “extremista”. El
que razona, el que usa la cabeza, es un extremo.
¿Se nos estará dando a entender, quizás, que es mejor pasar por idiota para
vivir en paz, para vivir tranquilo?
A la hora de hablar sobre el aborto,
se presiona para que el lenguaje no se tiña de vocablos cálidos, que remitan al
misterio de la vida, al amor de una madre por su hijo. Antes bien, se imponen términos
desabridos como “feto” (nunca “niño”), “embrión” o incluso “pre-embrión” (nunca
la palabra “bebé”), “embarazo no deseado” (en vez de decir “persona no deseada”)
o incluso la obra maestra de la cosificación del ser humano: la expresión “producto
de la concepción”. ¿Cuál es el objetivo? Muy sencillo: invisibilizar el carácter
de persona del niño en el vientre materno. Así se promueve el aborto en nuestro
país: por la perversión disimulada del lenguaje.
Hay una injustísima discriminación
dirigida a la persona en estado embrionario, cuya eliminación se presenta como
un “derecho”: el pretendido derecho al
aborto. Pero el aborto no es un derecho.
Un derecho es el salario, un derecho es la privacidad, la intimidad. Un derecho
es la libre circulación, la integridad física. Eliminar a tu descendencia, en
cambio, no puede ser nunca un derecho porque –como dice la letra de una canción
muy conocida– “Un hijo no se mata”[1]. Claramente, la promoción de este
crimen pone a prueba todo tipo de manipulación del lenguaje: su carácter ideológico
queda al desnudo, sirviendo como fachada del atropello de los más fuertes, los
más poderosos, por sobre los más débiles.
La palabra, como se puede apreciar,
tiene un gran poder; con ella se puede crear mundos, como en la Literatura, o se puede
destruirlos. Los vocablos pueden ser pan o veneno, pueden aliviar a un amigo o
pueden ofenderlo. Y si muchas batallas se han ganado al filo de la espada, son
muchas más las que se obtuvieron al filo de la palabra.
Otra pieza de este ajedrez lingüístico
lo constituye el término violencia de género,
expresión que se intenta instalar en el vocabulario, desde el periodismo
hasta las propuestas políticas. Ya no se quiere hablar de “sexo” masculino y
femenino sino de “género” para así dar a entender que la conducta sexual no está
orientada por la genitalidad o por lo fisiológico. Sin embargo, la ciencia más
actualizada no tiene dudas: el único sistema del cuerpo humano que necesita del
sexo opuesto es el sistema reproductor. Si los sistemas reproductores (masculino
y femenino) no se integran, no llegan a su fin. Mientras que los demás sistemas
(circulatorio, respiratorio, etc.) pueden cumplir perfectamente su fin sin
necesitar de los sistemas del sexo opuesto.
Se ataca también a los hombres, a
los varones, a nosotros, por lo que habrían hecho algunos de nuestro sexo. Saint-Exupery,
desde las páginas inmortales de “El Principito”, dijo que “Es una locura odiar
a todas las rosas porque una te lastimó”; si es cierto lo que dijo el gran
aviador francés, igualmente es cierto que no se puede generalizar y, por la
culpa de algunos varones, extender esa calificación a todo el sexo masculino. Por
eso, las palabras clave en este ataque a nosotros, los varones, son los términos
“violencia de género” y en los últimos tiempos el término “femicidio” con que
se pretende reemplazar el vocablo “homicidio”. Estas generalizaciones no son
inocentes, no son exageraciones –fruto quizás de un enojo circunstancial,
comprensible– sino calculadas
injusticias sobre los varones, con consecuencias y efectos muy concretos en
la legislación familiar. Así, la presunción se vuelve contra el sexo masculino,
la mujer se victimiza y –amparada en el un sentido común tergiversado– abusa de
su condición.
Conclusión
Como en la época de Sócrates y Platón, hay
también en nuestro mundo cultural equívocas palabras propulsadas por los
sofistas. Y al igual que en la Grecia
Antigua, se necesita cierto vigor, cierta valentía para animarse
a enfrentar a estos errores; sólo lo que está vivo es capaz de nadar
contracorriente. La elección es nuestra: ¿queremos vivir una vida que valga la
pena? ¿O pasaremos los días de nuestra existencia convirtiéndonos en esclavos intelectuales, que acepten
mansamente cualquier idea, camuflada de eufemismos y bajo un engañoso ropaje lingüístico?
¿Qué vamos a hacer?
Goethe dijo en una ocasión: “Quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo”.
Abandonemos toda complacencia, toda genuflexión espiritual frente a lo políticamente correcto y hagámonos una
sola cosa con la verdad, porque la verdad permanece –«Stat Veritas»:
la verdad permanece– y porque,
como dice el Evangelio de San Juan, la
verdad os hará libres.