Una historia olvidada
De no mediar una vuelta atrás del Papa
Francisco (cosa muy poco probable) o un milagro de la Virgen (que impetramos y
esperamos) el próximo 27 de abril serán beatificados en la Provincia argentina
de La Rioja el obispo Enrique Angelelli (que rigió la diócesis riojana entre
1968 y 1976), los curas Carlos Murias y Gabriel Longueville y el laico
Wenceslao Pedernera (todos ellos colaboradores del obispo) a quienes la Santa
Sede ha declarado muertos por odio a la fe según decreto pontificio dado a
conocer el 8 de junio del pasado año.
El hecho ha causado estupor y no poco
escándalo entre quienes conocen las circunstancias históricas que rodearon las
muertes de los pretendidos mártires. Se han elevado varias peticiones a la
Santa Sede, debidamente documentadas, en favor de una suspensión de la medida;
no han faltado las súplicas dirigidas al Vicario de Cristo rogando se deje sin
efecto semejante beatificación; dos obispos argentinos (ambos eméritos) han
manifestado públicamente su oposición[1]; en
muchos medios católicos (y aún en la prensa secular) se ha dado amplia difusión
a las razones que fundan tales pedidos y súplicas.
Pero hasta ahora la
respuesta ha sido el silencio oficial del Vaticano o, en su defecto, algunas
notas periodísticas aparecidas como las tres que publicara el portal oficioso
de la Santa Sede Vatican Insider en
sus números de los días 30 y 31 de octubre y 2 de noviembre pasados. Estos
artículos, firmados el primero por Andrea Tornielli y los otros dos por Andrés
Beltramo Álvarez, pretenden rebatir con argumentos insostenibles las sólidas
razones que esgrimen quienes se oponen a esta beatificación que tanta inquietud
y perplejidad ha provocado en amplios sectores católicos y aún seglares.
Va de suyo que quienes nos manifestamos
contrarios a esta beatificación somos católicos que procuramos ser fieles a la
Fe de nuestro bautismo, a Cristo, a la Iglesia, a la Tradición y al Magisterio.
Lo hemos proclamado en cuanta ocasión fue preciso hacerlo. Además, y a riesgo
de parecer inmodestos, no creemos que debamos rendir examen de ortodoxia. Sin
embargo, los propulsores de esta descabellada beatificación nos han dedicado
los peores calificativos. Según Monseñor Marcelo Colombo, ex obispo de La Rioja
y actual arzobispo de Mendoza, somos “profetas del odio que en su omnipotencia
se sienten dueños de este país”, “ideólogos de la seguridad nacional” y, al
parecer, nos identificamos con “los poderosos” enemigos de “los pobres”;
además, nuestras críticas resultan “trasnochadas, anacrónicas e irreverentes”. Para
Tornielli, en cambio, representamos sectores católicos “alérgicos a ciertas
enseñanzas de la Doctrina social de la Iglesia, en relación con la justicia
social”. Tales falacias se comentan solas y son muestra evidente de la
ofuscación ideológica que padecen los fautores de este curioso martirologio.
1. En realidad, todo el proceso de esta
beatificación responde, en esencia, a la asunción sin más por parte de ciertos
sectores eclesiales, de una historia falsa o, mejor dicho, de una enorme
impostura impuesta por una abrumadora propaganda en Argentina a partir de 1983,
año en que cesa el gobierno militar y se abre paso a la sucesión de gobiernos
democráticos. Esa propaganda ha sostenido invariable el relato de una “historia
oficial” que consiste en afirmar que en Argentina hubo una terrible dictadura
militar que asesinó, secuestró e hizo desaparecer a treinta mil personas
absolutamente inocentes, comprometidas con las luchas populares por la
liberación, en el marco de un enorme genocidio. La versión eclesiástica de este
relato supone que hubo obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que se
enfrentaron valientemente a la dictadura genocida (mientras la mayoría de la
cúpula jerárquica se mantenía en silencio o colaboraba directamente con los
militares) lo que significó, en algunos casos, la ofrenda de la propia vida.
Así, en este marco, Angelelli era un obispo comprometido con la justicia
social, dedicado a los pobres, fiel al espíritu del Concilio Vaticano II: un
día, unos militares perversos decidieron acabar con su vida fraguando para ello
un accidente automovilístico. Felizmente, tras varios años, la impoluta
justicia democrática descubrió la verdad y condenó a los asesinos. Epílogo:
Angelelli murió asesinado por odio a la fe; ergo es mártir y como tal es
beatificado. Lo mismo cabe decir respecto de sus “compañeros de martirio”. He
aquí, en síntesis, el relato en su doble vertiente secular y eclesial.
Pero esta historia no resiste la menor
crítica. Cualquiera que conozca medianamente lo sucedido en Argentina (y en
Hispanoamérica) durante las décadas de los años sesenta y setenta sabe
perfectamente que se trata de una historia radicalmente falsa. La verdad es muy
distinta y es necesario decirla. Lo que ocurrió en aquellos dramáticos años es
que el comunismo internacional con sede en la Unión Soviética y con el
indiscutible apoyo de la Cuba castrista desató en prácticamente la totalidad
del territorio hispanoamericano lo que se llamó la Guerra Revolucionaria. Esta
guerra, atípica, desarrollada a nivel continental bien que con las debidas
variantes regionales y nacionales, fue sobre todo una guerra ideológica cuyo
objetivo antes que la conquista del territorio apuntaba a la conquista de la
población y a la toma del poder por vía armada a fin de imponer la utopía de un
“socialismo nacional” de neto corte marxista, ateo y totalitario. Por tanto,
una de las etapas de este proceso revolucionario consistía en la organización
de un aparato militar guerrillero cuyo modus operandi era, en esencia, el terrorismo, al principio selectivo
contra las fuerzas armadas regulares y, luego, indiscriminado contra la
población en general. Cuanto decimos está plenamente documentado en los
periódicos de la época y en multitud de estudios y de ensayos que pueden
consultarse sin mayores dificultades.
Pero este cuadro de situación no estaría
completamente descripto si a todo lo dicho no se agregara la decisiva
participación de un fuerte componente eclesial que sumó una cuota nada
despreciable de activa colaboración ideológica y armada a la acción de las
fuerzas revolucionarias del comunismo. Este es el punto fundamental, el que se
omite con demasiada frecuencia cada vez que se examina la época que estamos
analizando, el punto, en suma, que la jerarquía católica argentina hasta el día
se ha negado a revisar[2].
Pero sin la consideración de este punto es imposible entender el verdadero
sentido de la vida y aún de la muerte de Angelelli y de otros que como él
siguieron los pasos extraviados de lo que, con aguda precisión, se llamó la
Iglesia clandestina[3].
Nos estamos refiriendo al grave impacto que
tuvieron en la vida de la Iglesia, tanto en Argentina como en el resto de
Hispanoamérica, las experiencias de la llamada Teología de la Liberación y el
Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo que se inspiraba en ella. En
ambos casos se trató de una gravísima desnaturalización del Evangelio que de
mensaje salvífico ordenado a la vida eterna pasó a ser una suerte de utopía
revolucionaria intramundana adoptando, incluso, la praxis y la hermenéutica
marxistas de la revolución social. Con el propósito, en muchos casos noble
y bien intencionado, de ocuparse de los
pobres y de dar respuesta a situaciones objetivas de injusticia en las
sociedades hispanoamericanas, se sustituyó la auténtica doctrina social de la
Iglesia por la temible utopía de un “socialismo cristiano”.
Sin duda que las turbulencias que siguieron
inmediatamente a la clausura del Concilio Vaticano II y el estado de confusión
generalizada en que quedó sumida la Iglesia en aquellos años contribuyeron de
manera decisiva a la configuración de este fenómeno. De hecho, los promotores
de este “socialismo cristiano” con su idea de “un hombre nuevo” -más próxima a
la ideología marxista del Che Guevara que a la teología paulina- no hacían sino
invocar el “espíritu del Concilio”. Este “espíritu” campeaba por doquier dejando
a su paso un cúmulo de estragos y de ruinas. Es en este contexto eclesial -e
insistimos en subrayar enfáticamente este punto- en el que se inscribe la
activa participación de numerosos sacerdotes, religiosos y laicos en las
organizaciones guerrilleras armadas y en las organizaciones colaterales de
superficie que constituyeron una vasta red mundial de apoyo a la subversión
marxista.
De lo que se trató, en realidad, fue lisa y
llanamente de la introducción de la dialéctica marxista en el interior de la
Iglesia. Esta dialéctica fue creando falsas antinomias: integrismo versus
progresismo, conservación versus renovación, poder episcopal versus autoridad
papal, “iglesia de los pobres” versus “iglesia de los poderosos”, “el aire enrarecido,
envejecido” versus el “aire fresco” , “estructuras eclesiales caducas” versus
“nuevas estructuras eclesiales”, etc. Tales antinomias aparecían como
oposiciones absolutas, sin dejar lugar a matices ni a integraciones en un
constante avance hacia el enfrentamiento y la disyunción.
Por otra parte, esos mencionados sectores
eclesiales, en ocasión fuertemente radicalizados, no se presentaban, en todo
caso, como una parte o un carisma más dentro de la unidad de la Iglesia sino,
al contrario, pretendían representar el verdadero rostro de la Iglesia
jactándose de poseer una asistencia especial del Espíritu Santo el cual les
acordaba ciertos carismas especiales para la realización de su misión profética
para la transformación de la Iglesia, transformación radical tanto en lo
dogmático como en lo pastoral. Esta suerte de “nueva Iglesia” debía prestar
activa colaboración al marxismo (se daba por descontado que la humanidad
avanzaba ineluctablemente hacia el socialismo) como condición indispensable de
toda “encarnación” de los valores cristianos en el orden temporal. Se trataba, como
ya dijimos, de una grave desnaturalización del mensaje cristiano; en efecto, el
cristianismo no tenía ya por objeto la salvación sobrenatural de los hombres
sino una salvación intramundana, inmanente y secularizada identificada con las
propuestas más radicales de la revolución comunista.
2. Pues bien, fue en este contexto que se
desarrolló la actividad pastoral de Monseñor Enrique Angelelli desde los años
iniciales de su oficio episcopal. Más aún, Monseñor Angelelli es una figura
paradigmática que encarna como pocos este desgraciado compromiso de la Iglesia
argentina con el proceso de la guerra subversiva marxista.
Son numerosos los hechos que avalan lo que
decimos. Como Obispo Auxiliar de Córdoba es muy conocida su actuación contra el
Arzobispo Monseñor Ramón José Castellano quien debió abandonar su cargo a causa
de ciertas acciones de un grupo de sacerdotes y profesores del Seminario Mayor
(del que era Rector el propio Angelelli), que llevaron a un profundo
enfrentamiento en el catolicismo cordobés; Angelelli no sólo alentaba dichas
acciones sino que las lideraba en su doble condición de obispo auxiliar y de
rector del Seminario. En La Rioja, al frente de cuya sede episcopal fue
designado tras los sucesos de Córdoba[4], su
acción estuvo notoriamente signada por el tercermundismo y la teología de la
liberación. Se rodeó, en efecto, de sacerdotes y laicos de inequívoca filiación
tercermundista (que fueron desde el primero al último día sus colaboradores más
estrechos) al tiempo que emprendió toda clase de persecuciones contra quienes
no comulgaban con su línea pastoral. De esta misma época comienza a conocerse
su cercanía y compromiso con las organizaciones terroristas como Montoneros. También son muy conocidos
los duros enfrentamientos que protagonizó con amplios sectores de fieles que no
admitían el giro ideológico que Monseñor Angelelli imprimía a su gestión. Los
enfrentamientos fueron de tal calibre que la misma Santa Sede tuvo que
intervenir.
El encargado de investigar la situación e
informar a la Santa Sede fue Monseñor Vicente Zaspe quien elevó al Papa Paulo
VI un informe que en nada respondía a la realidad que se vivía en la Iglesia
riojana. En dicho informe se hablaba de la fidelidad de Monseñor Angelelli al
Evangelio y al Concilio Vaticano II. Sin embargo se omitía un dato fundamental:
se trataba de un Evangelio y de un Concilio distorsionados por la suma de todas
las ideologías de izquierda, de inspiración tercermundista que gravaban
pesadamente sobre la integridad de la Fe.
Todo esto constituye, sin lugar a dudas,
una contra ejemplaridad respecto de lo que debe ser un genuino pastor católico
a quien se le encomienda regir, instruir y santificar a su pueblo. Monseñor
Angelelli, por desgracia, lejos estuvo de configurar en su vida y en su obra
pastoral el ejemplo de un sucesor de los Apóstoles: ni rigió, ni santificó ni
instruyó al rebaño que le fue confiado ya que con su acción sólo produjo
confusión y desunión; y esto, independientemente de sus intenciones que
permanecen ocultas para nosotros y sólo sujetas al inapelable juicio de Dios.
(Continuará)
Maria Lilia Genta
Maria Lilia Genta
[1] Nos referimos al
Arzobispo Emérito de La Plata, Monseñor Héctor Aguer y al Obispo Emérito
Castrense Monseñor Antonio Juan Baseotto. Monseñor Aguer, en carta dirigida al
diario La Nación, con fecha 5 de
agosto de 2018, sostenía, entre otras cosas: “¿Por qué no se declara el
martirio del filósofo Carlos Sacheri, maestro de la Doctrina Social de la
Iglesia, asesinado por el ERP a la salida de misa y cuya sangre salpicó a su
mujer y a sus hijos? Sospecha: se piensa que Sacheri era “de derecha”, y
en su libro La Iglesia clandestina
había denunciado los errores del progresismo y la infiltración marxista en
ambientes católicos. Su beatificación sería eclesiásticamente incorrecta”. Por
su parte, Monseñor Baseotto en carta fechada el 12 de octubre de 2018 y
publicada en varios medios nacionales y del exterior afirmaba: “Voy constatando
en muchos cristianos bien formados que abrigan, como yo, una duda muy seria
acerca de este supuesto martirio. Claramente, si hubiera sido muerto por los
militares, no habría sido por su Fe, sino por su compromiso con las fuerzas de
izquierda, entonces operantes en La Rioja y hoy, en el poder, al que han
llegado muy hábilmente”.
[2] Nos referimos a los
pronunciamientos y documentos oficiales de la Jerarquía. Ha habido varios
obispos (muy pocos) que, a título
personal, no sólo han reconocido esta realidad sino que la han denunciado
pública y valientemente.
[3] La expresión “Iglesia
clandestina” fue acuñada por Carlos Alberto Sacheri quien en 1970 publicó un
libro con ese nombre. Al igual que Jordán B. Genta (asesinado en octubre de
1974) Sacheri murió en un atentado terrorista en diciembre del mismo año. Ambos
denunciaron la ofensiva revolucionaria del comunismo en Argentina en aquellos
años: Genta principalmente en el plano político y cultural, Sacheri en la
Iglesia. En una carta hecha pública en 1975, sus asesinos declaraban
explícitamente que habían sido asesinados por su condición de “soldados de
Cristo Rey”.
[4] En
realidad, el objetivo de Angelelli era ser desginado Arzobispo de Córdoba en
remplazo del defenestrado Monseñor Castellano. Pero la Santa Sede adoptó una
decisión en cierto modo salomónica: nombró arzobispo de Córdoba a Monseñor
Primatesta, a la sazón Obispo de San Rafael (Mendoza), y traslado a Angelelli a
la sede de La Rioja, sede que asumió el 24 de agosto de 1968.
CONTINUARA