OPINIÓN
Una publicación en diario de nuestra provincia – Tucumán - muestra con claridad las tendencias actuales. Se plantea la alternativa entre el orden y la transgresión. Lo natural, a través de los siglos, hubiera sido pronunciarse a favor del orden, que es lo correcto, lo bien concertado, la regla adecuada a la razón. Pero resulta que el orden está muy desvalorado en el mundo actual, se lo desprecia, resulta aburrido y falto de originalidad, de empuje, de vitalidad. En cambio una sociedad que endiosa a la juventud ama la transgresión, el bullicio, el desenfado, el alboroto, quebrantar lo estatuido y aceptado. En todo; en la música, en la vestimenta, en los modos sociales, en el lenguaje. Todos los que fijan normas y rumbos a la sociedad -artistas consagrados, espectáculos multitudinarios, best sellers, ejemplos del primer mundo- se inclinan decididamente por la transgresión. ¿Cómo no ha de resultar natural, entonces, que se prefiera el concubinato o la unión de personas del mismo sexo en reemplazo del matrimonio?
El matrimonio está ligado a las religiones. Implica un proyecto, una tarea a realizar en el futuro, un compromiso con aceptación de deberes y de consecuencias, la responsabilidad de emprender un programa -conforme a la naturaleza- que se concreta en la constitución de una familia. Incluye, por supuesto, el concúbito, las relaciones sexuales que afirman el amor y originan la prole. Características generales de la sociedad actual, y en especial de la juventud transgresora, son el rechazo de las responsabilidades, de los deberes, de todo lo que no sea causa de un gozo inmediato. Por eso la sociedad ha cambiado sus normas, adecuándolas a las nuevas apetencias. ¿Virginidad, pureza, castidad, que son pronósticos de fidelidad, constancia, lealtad, devoción? La nueva sociedad quiere experiencia sexual, adiestramiento en la satisfacción de los placeres, desarrollo de la libido, entrenamiento en lo hedonístico. ¿Fidelidad? ¿Para qué la fidelidad del otro si no se está dispuesto a mantener la propia? ¿Constancia? ¡No! ¡Que la pasión estalle como un fuego de artificio y dure lo que dura el apetito carnal! ¿Lealtad? ¿Y cómo se va a valorar la lealtad si se ha preferido una experiencia en tálamos ajenos?
La sociedad rechaza el matrimonio. Prefiere el concubinato la unión de personas del mismo sexo. ¿Dejar en libertad, matrimonio para quiénes lo prefieran y concubinato y unión entre parejas de iguales sexos para los otros? No, dice la moderna sociedad transgresora. El ofrecimiento de matrimonio haría que se inclinen por él los deseosos de la seguridad que representa la permanencia, y mostraría como respetables a quienes asumen un compromiso de por vida. Para eliminar desigualdades, para nivelar por lo bajo -constante afán de las sociedades demócratas- se ha prohibido el matrimonio civil. Sigue llamándosele matrimonio, pero la ley ha dispuesto que no pueda realizarse con una promesa de permanencia; que todos se igualen en que ha de durar mientras buenamente se les dé la gana -o les dure el placer- es decir, que todos han de ser meros concubinatos o uniones del mismo sexo con sólo el nombre de matrimonio. Por la legislación todavía se conservan algunos viejas diferencias -por ejemplo que el hijo póstumo del matrimonio no precisa pruebas y el del concubinato sí- pero diligentemente la sociedad transgresora se empeña en buscar el modo de borrar esas diferencias, que el concubinato y la unión de personas del mismo sexo sea tan legal, tan bien visto, tan respetable, como el matrimonio. Que entre matrimonio y concubinato o unión libre no haya diferencias, que el matrimonio con las antiguas características del matrimonio religioso no tenga posibilidad de existir. ¿Por qué nos hemos de extrañar, entonces, que los jóvenes miren con indiferencia a ese matrimonio que la sociedad ha degradado y ridiculizado?
El matrimonio era sacramento, era sagrado, era bendito, era una institución querida por Dios y que se proponía cumplir los planes de la Providencia. Era un asunto religioso. Los no religiosos podían tomar una barragana y amarla, sin ningún compromiso sagrado. A eso, que la juventud lo vé como normal y lógico pues desecha el vínculo religioso como parámetro comparativo, antes se lo consideró despreciable. Despreciable por su similitud con las relaciones sexuales que las bestias tienen entre sí, muy distintas de las de los seres racionales y creyentes en religiones que reconocen las normas de conducta necesarias para ganar la vida eterna, bien superior al efímero placer de relaciones pecaminosas. Habiéndose apartado la sociedad de la religión que ha quedado relegada a la vida más íntima, como si se tratara de algo vergonzoso, resulta lógico que las nuevas generaciones -que en general no tienen ni noticias de la religión- prefieran el concubinato que ofrece satisfacciones al matrimonio que presenta un compromiso.
El siglo pasado, cuando nuestros presidentes masones lograron la separación de la Iglesia y del Estado, y tomaron el santo nombre del matrimonio para adjudicárselo a una relación civil, profana, ya se pensó que se llegaría a esto: a una sociedad que rechaza, que repele, que desprecia lo sagrado. Es curioso que la sociedad, de algún modo misterioso, aún conserve en el subconsciente algunos comportamientos antiguos. Por ejemplo: las parejas no fornican en la calle, a la vista del público; por lo menos en esta ciudad de Tucumán. ¿Por qué? ¿Que no le llaman amor a eso, y se llenan la boca con la palabra amor, pretendiendo que es sublime por darle el nombre de algo que en otras condiciones sí, fue verdaderamente sublime?
Antes se enseñaban los mandamientos que Dios les dio a los hombres. El sexto, no fornicar. Ahora ni se lo quiere nombrar. En vez de fornicar se dice ejercer el sexo, mantener relaciones sexuales, hacer el amor, eufemismos para disfrazar algo que muy bien se conoce. Lo que pasa es que cuando se le da directamente su nombre, fornicación, no hay más remedio que recordar que se trata de un pecado, de una actividad propia del instinto animal del hombre, no de su raciocinio ni de su espíritu ni de los ideales con que la Cristiandad a través de siglos ha impregnado el alma humana. Con el cambio de nombre, mejor dicho con no reconocerle un nombre sino hacerle una descripción favorable, se pretende mostrar como lícito, normal, apropiado al género humano lo que son conductas pecaminosas propias de los animales.
El matrimonio es la nobilísima función propia de las madres, el ámbito en el que las madres desarrollan la más alta tarea que puede desempeñar una mujer. Por eso fue muy bien visto durante los siglos pasados. Cuando fue perdiendo prestigio la condición de madre y se pensó que las mujeres ganan dignidad cumpliendo tareas de hombre, no la altísima de su sexo, al bajársela a la madre de su trono en el hogar por lo menos se le erigieron algunos monumentos. Pero ahora, después de añares en que el feminismo ha predicado que las mujeres para valer deben varonizarse, a las madres se les dice: “¡Estúpida! ¡Por qué no has tomado la pastilla!
Una actividad canallesca, vil, ruin, miserable, ha sido la del proxeneta, despreciado a través de los siglos. Proxeneta es el que favorece relaciones sexuales ilícitas. En nuestros días el presidente de la República, por televisión, ha hecho la propaganda de los preservativos, para favorecer relaciones ilícitas, para facilitar la fornicación eliminándole peligros. El congreso ha sancionado el libertinaje en todo sentido ¿Ha de extrañarnos que una sociedad presidida por un proxeneta prefiera el concubinato y la unión entre personas del mismo sexo, al matrimonio?
DR. JORGE BERNABÉ LOBO ARAGÓN
jorgeloboaragon@hotmail.com
jorgeloboaragon@gmail.com