EL DESPRECIO AL BIEN COMÚN
Todos los días y desde hace añares, la partidocracia viene dando
pruebas abundantes de su naturaleza malsana. La cual, en homenaje a la brevedad,
podríamos definir como la prevalencia del interés del partido por sobre los intereses
patrios; y la prioridad de conservar e incrementar el poder, subalternizando a
tamaño provecho cualquier cuidado de la sociedad en su conjunto.
Cuando una de esas facciones partidocráticas alcanza el gobierno,
la tal malicia se exacerba, pues en el afán de perdurar en el usufructo del mismo,
nada detiene a los gobernantes en el propósito ruin de privilegiar lo sectorial
a lo nacional.
Existiendo ordinariamente pruebas innúmeras de cuanto decimos, lo
cierto es que este mal enorme del desprecio al bien común se potencia y llega
al tope de su morbo, en circunstancias dramáticas, como las que acabamos de vivir;
bajo el efecto de unas tormentas feroces, que han cobrado decenas de muertos y
muchedumbre de daños.
Si diluvia en Buenos Aires, los torrentes demoledores serán macristas;
si en Tolosa, la lluvia no será radical ni peronista, según palabras textuales
de Cristina, devenida súbitamente en pluvióloga heracliteana. Pueden invertirse
los términos y se llegará al mismo resultado, que en materia de protervia empatan
los unos con los otros. Pero en el medio está el dolor desgarrador de la gente
concreta; y la presencia atroz de La Cámpora,
queriendo capitalizar la solidaridad espontánea de los vecinos; y la mayor presencia
vejatoria y ultrajante de Ella, fingiendo una sensibilidad de la que carece,
una empatía social que le ha sido negada, una preocupación por los necesitados
más falsa que sus colágenos, más taimada que su luto, más falluta que su corte
de oligarcas exhibidos como salvadores de pueblo.
Quedará para las curiosidades filosóficas que ante una misma catástrofe
se apliquen indistintamente las categorías de substancia y accidente, según convenga
a los funcionarios para tapar el crimen de sus respectivas ineficacias. Pero
quedará para una historia de la infamia política que —con o sin inundaciones—
el gobierno priorice su imagen y su supervivencia al deber de velar por el bien
común.
Porque ésta es la esencia misma de la tiranía; y la tiranía es el
nombre tristemente exacto de lo que padecemos. Mala cosa —dice la oda de Horacio
Contra el lujo— cuando los palacios
opulentos están reservados a los que mandan, mientras los techos ancestrales
son abandonados a su suerte. Mala cosa, acotamos, ya sin la guía del poeta romano,
cuando los destinos de una nación anidan prietos en los puños rapaces y en las
cabezas desquiciadas de una banda de forajidos.
Aumenta la confusión que a la primera responsable de esta tiranía
ominosa, Monseñor Mario Poli, recientemente designado Arzobispo de Buenos Aires,
la invite a participar del Tedeum del
próximo 25 de Mayo, porque “la Catedral
es su casa y deseo que vuelva”. Lo ha dicho desde Roma, el pasado once de
abril.
Creíamos saber que la Catedral era ante todo la Casa de Dios. La
misma que en reiteradas y recientes oportunidades fue profanada por enajenados
grupúsculos oficialistas, sin que la ahora especial invitada moviera un dedo para
evitar o condenar el aborrecible sacrilegio. Bien estaría este pedido de retorno
al templo mayor si se tuviera como modelo la humillación de Canosa de Enrique
IV. Pero aquí, y una vez más, la humillada será la Iglesia.
Estemos alertas quienes todavía amamos a Dios y a la Patria. Podrán
sobrevenir inundaciones más horrendas que éstas que nos han castigado recientemente,
con cadáveres y restos de hogares flotando por las calles. Y para hacerles frente
no alcanzarán los demagogos exhibiéndose con costosas vestimentas para días de
desastres naturales. Ni el curerío miope, que omite las nociones de reparación,
expiación y penitencia, reduciendo el drama a una cuestión sociológica. Harán
falta cristianos y patriotas dispuestos al testimonio vivo de las virtudes teologales
y cardinales.
Antonio Caponnetto