A la modernidad podría definírsela sucintamente, enfocando apenas uno de
sus rasgos más salientes, como aquel período histórico que vio erigirse
imperios fundados en la sola fuerza, y que entendió y alentó la guerra
como expedición comercial del más lato alcance, sin escrúpulo ni freno
al ansia de botín. Guerra total que no se aviene a derecho alguno de
guerra, con blancos cada vez más mayoritariamente civiles, en una
progresión demoníaca que obliga a balbucear las más indecentes patrañas
para ensayar su imposible justificación.
Muy a diferencia del Imperio Romano, que asume el dominio a los fines de la elevación de los súbditos (imperium, antes y al margen de la expansión imperial, es
vocablo castrense que se amplía al orden moral, remitiendo a una
disciplina fundada en las leyes y mirante al perfeccionamiento del
conjunto social); muy a diferencia también del Imperio Macedónico, que
decide extender el radio de acción política de la Hélade a partir de la
certeza inquebrantable de que la naturaleza racional del hombre
establece una común dignidad y una universalidad que exigen una
expresión política vasta y unificadora (recuérdese que Alejandro había
sido formado por Aristóteles); obviamente demasiado lejos del
semirrealizado ideal medieval del Sacro Imperio, entendido éste como una
confederación de naciones cuyo quicio -magüer todas las previsibles
deficiencias humanas- es la justicia en su bíblica acepción de
«santidad», el imperio moderno pervierte y extenúa la acepción propia
del término, asociándola entrañablemente a la praxis «imperialista»,
esto es, a la política sistemática de expansión territorial a costa de
los vecinos -y aun de los que no lo son tanto-, tirando por la borda
toda referencia al derecho internacional y toda reticencia de carácter
ético. La maquiavélica sustitución de bien útil por bien honesto
aplicado a la teleología política y la cínica invención de Hobbes (la
de un Estado totalitario con nombre de serpiente marina) sitúan en los
albores mismos de la modernidad el motivo inspirador más o menos
declarado -esto es, más o menos oculto- de la política sucesiva.
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«Leviatán», por Thomas Hobbes |
Basta constatar que la ruptura de la unidad religiosa en Occidente
propició la boga del absolutismo regio, y que derrocado éste se elevó
aquella otra forma de absolutismo que hoy padecemos (el del número, tal
la democracia) para evidenciar cuánto la suerte de esta mitad del mundo
se mimetizó con aquel carácter que se ha atribuido siempre al Oriente:
el del fatalismo quietista, garantía espiritual del despotismo. Y nótese
que no hablamos de «fatalismo quietista» de balde: pese al hormigueante
trajín al que se ha lanzado el mundo occidental en los últimos siglos,
pese al activismo exterior y a la operosidad transformadora del orbe, el
hombre contemporáneo vive convicto de la ficción ideológica del
progreso necesario, de un sentido de los acontecimientos no improntado
por el espíritu, del positum rector y del descrédito más efectivo
de la libertad, sobre todo cuanto más se entienda ésta en su acepción
más elevada: la de la opción incluso heroica por el puro bien. Todo esto
no es sino fatalismo y rendición incondicional a la tiranía -de los
hechos, de los gobiernos, cualquiera sea.
Los cristianos sabemos muy bien que la proyección última de la moderna
concepción de «imperio», fundada en los rasgos arriba citados, lleva
invariablemente al Anticristo. Sabemos que éste, apoyándose en una
doctrina falaz, opugnadora de todo lo que refiera a Dios (es más: que le
robará a Dios los honores sólo a Él debidos), ejercerá un dominio
orbital incontrastable. Y que la única respuesta efectiva a todas las
tendencias orientadas a este catastrófico término consiste -tal como lo
comprendieron acuciantemente los papas desde León XIII hasta Pío XII- en
la consagración de todas las cosas, de la sociedad humana, a Cristo
Rey. Pío XI trazó en la Quas Primas la síntesis de ese itinerario
de perdición que le debemos al liberalismo ya condenado en el siglo
diecinueve, y que prolonga sus tesis en el progresismo que hoy se
enseñorea de las cátedras episcopales, incluida la romana: «Comenzóse
por negar la soberanía de Cristo sobre todas las gentes. Negóse a la
Iglesia, el derecho, que es consecuencia del derecho de Cristo, de
enseñar al linaje humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden
claro a la bienaventuranza eterna. Luego paso tras paso se equiparó a
la Iglesia de Cristo con las falsas, poniéndola ignominiosamente al
nivel de ellas. Después se la sujetó al poder civil y poco faltó para
que se la entregara al arbitrio de soberanos y gobernantes. Más lejos
fueron aquellos que pensaron en sustituir la religión divina por una
cierta religión natural, por un cierto sentimiento natural. Ni tampoco
faltaron naciones que juzgaron poderse pasar sin Dios y hacer religión
de la impiedad y del menosprecio de Dios».
La idea moderna de «imperio» condiciona, como es obvio, la idea moderna de «guerra», que ya no se cura sea justa.
La inminencia de un ataque estadounidense a Siria -con la posibilidad
cierta de dilatar orbitalmente las consecuencias de una tal acción-
involucra a la Iglesia de manera no menos ineludible que al mundo. Y la
involucra no por la recurrencia a generalidades del tipo «nada de lo
humano me es ajeno», a lo Terencio, o por haber sido motejada alguna
reciente vez como «experta en humanidad». [En verdad, y sobre esto
último, debe decirse que la Iglesia, al reproducir el misterio teándrico
de su Fundador, se hace también «experta en divinidad», al menos en
tanto ministrante la gracia y animada íntimamente por el divino
Paráclito]. A la Iglesia el caso la compromete con la urgencia de
recordar, a un mundo sordo ya a estas verdades, a un mundo que se
amotina «contra el Señor y su Ungido» (Ps. 2), que fuera de la libre
aceptación del llevadero yugo de Cristo no puede prometerse sino ruina,
que no hay paz verdadera sino como la da el Señor, que sólo el cetro de
Cristo es cetro de justicia. Constan en cambio, y a trueque del mensaje
inequívoco que las circunstancias exigen, las siempre anodinas palabras del papa Francisco, que no pueden sino agregar más mortificación a quienes sufren muerte y desolación en la castigada nación siria:
«hago una fuerte apelación por la paz... pido a las partes en conflicto
escuchar la voz de la propia conciencia, mirar al otro como a un
hermano y emprender con coraje y con decisión el camino del encuentro y
de la negociación... el empleo de las armas conduce a la guerra». Por el mismo precio, regaló a la teleplatea mundial el clásico «la violencia engendra violencia», voceando luego a través de su cuenta de túiter un tan corajudo como utopista «¡nunca más la guerra! ¡Nunca más la guerra!». Con razón el patriarca maronita Bechara Boutros Rai,
luego de denunciar el «proyecto de destrucción del mundo árabe,
aumentando en la medida de lo posible los conflictos interconfesionales
en el mundo musulmán entre sunitas y chiítas» para mejor posar el garfio
en el petróleo -y al precio ulterior, que bien sensible debiera ser a
la conciencia de un católico urgido por la caridad fraterna, de la
muerte de millares de hermanos en la fe y la destrucción de templos y
comunidades cristianas antiquísimas-, exprime su desazón ante la sosa
locuela del Santo Padre, «que sólo habla de paz y reconciliación».
Conforme a esa ley metafísica que hace repercutir la actividad de las
facultades y los seres superiores sobre los inferiores incluso a manera
de reflejo, la fidelidad y la piedad de la Iglesia son el "fiel de la
balanza" para medir cuánta equidad se practica en el mundo. Se podrá
objetar que en sus casi trescientos primeros años de existencia la
Iglesia ofreció suficientes ejemplos de santidad y heroísmo mientras el
mundo pagano y la sociedad civil se iban degradando sin pausa. Lo cierto
es que mal podía entablarse entonces en el cosmos social -como cuerpo
extraño que era la Iglesia, a su pesar- una factible ecuación entre
Iglesia y mundo. Bastó que éste la aceptara y permitiera la acción de su
levadura para que ambos, en los mejores momentos, se beneficiaran
recíprocamente: el Estado dispensando su protección a la Iglesia, y ésta
informando al corpus social con su doctrina y auspiciando, como añadidura de la evangelización, el recto orden civil.
Si esta correspondencia es real, ¿qué cabe esperar de los líderes
políticos en tiempos en que la Iglesia ha desistido de su misión
proclamadora de la verdad? Los respetos humanos y el sentimiento de
inferioridad ante el mundo moderno han llevado de hecho a la Iglesia a
admitir -en una mutilación monstruosa de su doctrina social- la
aconfesionalidad del Estado, olvidando aquel principio de que la pax Christi sólo se alcanza in regno Christi. El
término inevitable de una tal deserción es el acabar justificando -y ya
no más por el silencio, sino con la expresión explícita, con un
contra-magisterio enajenado- todas las pretensiones del poder secular,
incluso las que más se alejan de la enseñanza cristiana. El reciente
besamanos de Francisco a la reina de Jordania, creemos que inédito en la
historia del papado (siempre fueron los príncipes seculares quienes se
inclinaron a besar el anillo del pontífice),
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Ni el fotógrafo lo puede creer
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es un gesto en el que debe verse algo más que mera galantería, tan
farolera como inoportuna: es el signo de la sumisión voluntaria del
poder religioso al poder político, ahora ensayado en relación a un actor
de menor envergadura, pero listo a ser aplicado -cuando las
circunstancias derivadas de un eventual colapso internacional
subsiguiente acaso a una guerra- eleven a un tirano mundial presentado
como "pacificador de los pueblos".
Nadie sabe el día ni la hora -ni quiénes vayan a ser los actores de tal
estafa finistemporal-, pero el Señor nos manda velar y atender los
signos cuanto más patentes.