Héctor
José Cámpora (1909-1980), igual que el dictador Jorge Rafael Videla, nació en
la ciudad bonaerense de Mercedes. El balance imparcial de su actuación pública
arroja un saldo negativo, propio de un personaje minúsculo en el universo de la
política argentina y del peronismo. Pero sobre todas las cosas, ello se debió
en gran parte a que su ascenso fue determinado por Juan Domingo Perón, uno de
sus grandes errores capitales que le costó muy caro a la República. Con
consecuencias trágicas, como el ataque a la Iglesia católica. O el encumbramiento de José
López Rega.
Ocultar
el error capital de Perón condena unilateralmente a Cámpora, principal
responsable de sus desgracias, pero, a nuestro juicio, el fundador del
peronismo cometió una grosería estratégica y esto hay que reconocerlo sin
menoscabar la imagen histórica del General.
Los
camporistas acusan a Perón de haber sido el principal desestabilizador de su
delegado personal en el ejercicio de la presidencia pigmea. Una conspiración
derechista (“fascista”, según el entonces joven Raúl Alfonsín) con el Brujo y la Chabela a la cabeza, y el
Viejo siempre detrás de las bambalinas, habría provocado la caída prematura del
Tío. Una versión amañada, sin dudas. Que sólo pretende victimizar a una de las
partes del conflicto.
Los
hechos –si nos despojamos de parcialidades mezquinas- demuestran que Cámpora se
desestabilizó solo, al elegir una “mesa chica” integrada por colaboradores
inexpertos y fascinados por las organizaciones guerrilleras que apostaban a la
profundización de la lucha armada hasta alcanzar la “patria socialista”.
Ministros moderados en el Gabinete, pero operadores de confianza “garantistas”
que lo instaban a tolerar cualquier desmesura “revolucionaria” para
congraciarse con “la juventud maravillosa”. Las noticias acerca de la poca vida
que le quedaba a Perón envalentonaban a los camporistas que soñaban con heredar
el Movimiento completo (Gobierno incluido). Inclusive algunas versiones
sostienen que el mismo Cámpora estaba convencido de que el General no volvería
a la Argentina
a hacerse cargo de la historia.
Los
muchachos que impusieron a los cachiporrazos la consigna “Cámpora al gobierno,
Perón al poder”, acompañaban desde el infantilismo revolucionario la ola
popular peronista que votó a un presidente vicario, sin ningún poder propio, en
medio de un clima convulsionado que demandaba autoridad y firmeza, antes que
conductas proclives a abortar la incipiente institucionalización del país. El
verdadero ganador aquel 11 de marzo de 1973 fue Perón. Los camporistas creían
que habían ganado ellos. Una lectura exagerada e incorrecta que los llevó a
transitar los caminos ajenos al peronismo.
Esa
izquierda progresista, clasemediera, hacía una interpretación a la carta del
peronismo y de Perón. Veían en el anciano caudillo a un Fidel Castro, capaz de
trocar la identidad criolla en la dictadura del proletariado, cuando los
dieciocho años de exilio habían consolidado a un estadista descarnado, que hizo
las mil y una y promovió las más audaces acciones de las llamadas “formaciones
especiales” con el único objetivo de recuperar el imperio de la Constitución real de
los argentinos. Por eso se abrazó con Balbín, gesto que ningún camporista ni
izquierdista progre de la época comprendió y mucho menos comprenden los actuales
pelafustanes de la progresía neocamporista.
Poder cero
¿A
quiénes se les ocurría concretar un proyecto revolucionario llevando a la
presidencia a un hombre sin poder? Una irresponsabilidad manifiesta que
agudizaba las tensiones en pugna y resolvía el pleito a favor de los opositores
internos que se reportaban directamente a Perón.
Así,
condicionado por su debilidad de origen, Cámpora ni siquiera hizo equilibrio
entre las fracciones en disputa. Dejó que la murga avanzara en el Estado a
contramano de los deseos populares. Hizo la plancha ante el desmadre de sus
seguidores que creían más en él que en Perón. Pero el Conductor era uno solo,
la jefatura del Peronismo no era bicéfala. El Tío se cavó la fosa. Entonces, se
impuso el poder. Que estaba en Madrid y no en Balcarce 50. Esto jamás es
registrado por los camporistas que prefieren el relato épico, la leyenda que
justifique antiguos errores y amplifique las teorías conspirativas, siempre más
fáciles de sembrar en las mentes juveniles y desconocedoras de los vericuetos
del poder. No es casualidad que la principal agrupación juvenil kirchnerista se
llame La Cámpora…
Primavera negra
Camporita
(así lo llamaban Perón y los sindicalistas) sólo pudo ser elevado a la
categoría de mito por Miguel Bonasso, periodista de imaginación prominente,
autor de El Presidente que no fue.
La tergiversación todo lo puede. Hasta convencer a la juventud del presente que
el Tío estuvo a la altura de los acontecimientos que le tocara protagonizar. Diferenciándonos
de los neocamporistas, nosotros, preferimos destacar sus valores criollos, su
devoción por la Virgen
de Luján, su honestidad probada. Era un hombre sencillo, campechano, amigo de
sus amigos, padre de familia, católico practicante, pero jamás encarnó un
liderazgo popular que la mala fe o la manipulación progresista pretende
endilgarle.
¿Quién
cree sinceramente hoy que los camporistas del 73 querían una democracia con
derechos humanos? El discurso de la época era brutal, binario, de exclusión del
enemigo por “las armas del pueblo”. Había que expulsar a la oligarquía socia
nativa del imperialismo yanqui. Había que liquidar a las multinacionales, al
gorilaje, a los milicos, a la burocracia sindical. El poder nacía de la boca
del fusil y no de los mecanismos democráticos respetuosos de la
institucionalidad y de la Constitución
Nacional.
Resulta
una labor imperiosa explicarles a las nuevas generaciones que Camporita fracasó
y que su fracaso obligó el regreso de Perón al gobierno y al poder para
encaminar la institucionalización en ciernes. Después de experiencias tan
amargas no deberíamos andar aclarando cuitas del pasado reciente. Pero la
sobreabundancia de historiadores oficialistas nos obliga a salir al ruedo
porque están produciendo una política de la historia: parcializan determinadas
situaciones para darle cariz de épica a un presente extraño a la racionalidad
política. Por eso echan mano a cualquier tropelía y la convierten en
acontecimiento “revolucionario”. Y quien no se encuadre dentro del relato
oficial es excluido al través del linchamiento mediático y el etiquetamiento
fascista, a cargo de los pelotones del periodismo militante.
Pero
no hay ninguna revolución en marcha. Existen, por ejemplo, intentos irrisorios
de asimilar al Che Guevara con el peronismo. Que algún progrecamporista
explique cuándo Perón fue partidario del foquismo, del marxismo-leninismo y de
imponer un régimen similar al cubano. Mezclan, confunden y viven en la
irrealidad del choreo permanente.
La
historiografía rentada se dedica a modificar el pasado para ganar “la batalla
cultural”, es decir, poner al Estado al servicio de la ideología sediciosa
dominante. Una prepotente imposición de mentiras elevadas a categorías
dogmáticas, a fuerza de chequera, desde usinas estatales y paraestatales (la santa
soja alcanza para todos y todas).
En
siete semanas, Camporita decepcionó a los peronistas y a la comunidad
democrática. Por eso, al salir eyectado de la Presidencia fue a dar
con su osamenta a la embajada argentina en México. Perón no lo retuvo ni le
encomendó ninguna tarea trascendental de gobierno. En cambio, al vicepresidente
Vicente Solano Lima lo reivindicó, como hombre de confianza, designándolo en la Secretaría General
de la Presidencia,
primero, y en la intervención de la Universidad de Buenos Aires, luego. Solano Lima,
el 20 de junio de 1973, fue quien ordenó que el charter que traía a Perón
aterrizara en la Base Aérea
de Morón y no en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza como pretendía
Camporita. “El Presidente en estos
momentos soy yo y el General Perón aterriza en Morón”, ordenó Solano,
salvándole la vida al Conductor.
La
balacera en el Puente 12 tenía un objetivo preciso: Perón. Así lo aseguró
Ricardo Balbín. Así lo percibió el Líder comprendiendo en su real magnitud la
intencionalidad criminal que escondían los aventureros destituyentes desde una
ficticia izquierda “revolucionaria”, eternamente funcional a la derecha
económica y golpista. De ahí el castigo implacable que les propinó. Sin
contemplaciones. Le habían declarado la guerra a la Nación y el Conductor les
respondió con la fuerza legal y legítima del Estado agredido. ¿La Triple A? Jamás el
peronismo gobernante recurrió a la represión ilegal, aunque ella haya reflejado
posiciones trasnochadas del lopezrreguismo que había colonizado el Ministerio
de Bienestar Social, y que también fue expulsado por los peronistas de Perón. “La Triple A eran las tres
armas”, se cansaron de expresar los compañeros más esclarecidos de los 70 que
demostraban de ese modo la connivencia esencial de López Rega con sectores del
aparato represivo ajenos a la representación popular. La
Triple A –mal que
les pese a los progresistas- jamás fue una política de Estado del peronismo.
La
caída de Camporita -como señalamos líneas arriba- se desencadenó por la
misma idiosincrasia de su corte de colaboradores inmediatos, pusilánime a la
hora de neutralizar la guaranguería, el destrato de la cosa pública y la
violencia sectaria. Los progrecamporistas continúan culpando de sus errores a
la ortodoxia, a López Rega, a la CGT
y eluden cualquier autocrítica. La realidad fue otra: un grupúsculo adicto a
las imposturas, que creyó tomar el cielo por asalto, implosionaba a los 49 días
de haber asumido el gobierno. Llamar a ese corto período “primavera” es propio
de adolescentes o malintencionados.
Ninguna
tragedia es primavera, estación asociada con la vitalidad, la creación y la
alegría. En esas siete semanas ninguna de aquellas características afloraron en
el país, y la sociedad pidió a gritos un giro en el rumbo establecido el 25 de
mayo que inició la etapa del Tío con la liberación de presos políticos y
guerrilleros, antes de que el Congreso sancionara una ley de amnistía. Lo que
mal comienza, mal acaba. El camporismo no fue una excepción a la regla. Perón
también había aportado su cuota de error al elegirlo a él y no a Antonio
Cafiero como querían José Ignacio Rucci y tantos otros peronistas
consustanciados con los principios doctrinarios de la Tercera Posición.
Su carrera política
Camporita
era odontólogo, recibido en la Universidad Nacional de Córdoba. Nunca tuvo una
inclinación política decidida. Se incorpora al peronismo en su etapa
fundacional aceptando ser interventor municipal de San Andrés de Giles (1944),
nombrado por la Revolución
del 4 de junio. Suele ser encasillado en el conservadorismo y no está lejos de
la verdad. En las elecciones del 24 de febrero de 1946 fue electo diputado
nacional y entre 1948 y 1953 presidió la Cámara baja. No fue un legislador esmerado.
Aunque se destacó en el arte de la adulación dedicándoles estruendosos
ditirambos a Evita y al General. Cultivó el endiosamiento de ambas figuras.
Decía que Perón era “magnífico”, “gran argentino”, “que con mano genial ha
conducido” al país. Llegó a ponerse 64 veces de pie ante un discurso de
Perón… Era amigo de Jorge Antonio y de Juancito Duarte, el hermano de Evita,
secretario privado del General, que se pegó un tiro envuelto en escándalos de
corrupción.
Pero
la anécdota que lo catapulta a la cima de la alcahuetería ocurrió en una sesión
en la que un diputado oficialista propuso que la plaza principal de cada pueblo
se denominase “Juan Domingo Perón”. Camporita redobló la apuesta: ¡No sólo la
plaza principal de todos los pueblos sino todas las plazas de todos lo pueblos
debían llevar el nombre del Líder! Ni qué hablar respecto a los proyectos
enviados por el Poder Ejecutivo. Hasta que un día los diputados de la oposición
se hartaron y lo esperaron a la salida de la Cámara. Camporita
metió violín en bolsa y se refugió en su despacho “asustado y aturdido”.
Las
críticas a la actitud obsecuente, aduladora y alcahueta de Camporita eran
constantes y furiosas. La calle lo ridiculizaba. Se comentaba que una vez Perón
le preguntó: “¿Qué hora es Cámpora?”. Y Camporita le respondió: “La que usted
quiera mi General”.
En
1953 sale de la escena grande. Es nombrado “embajador plenipotenciario”.
Recorre varios países. Después de septiembre del 55, la Revolución Libertadora
lo encarcela. Escapará de la cárcel de Río Gallegos junto con otros peronistas.
También en este hecho mostró sus escasas agallas, solicitándoles a sus
compañeros que pospusieran el escape aterrorizado ante la posibilidad de que
los carceleros descubrieran el plan de fuga. Pero se benefició de la maniobra
liderada por Jorge Antonio, John William Cooke y Guillermo Patricio
Kelly.
Luego
de un largo período de inactividad militante, sin participar de la Resistencia ni en
ninguna otra pelea a favor del retorno del peronismo al gobierno y al poder,
recién en 1971 recuperó protagonismo (¿la mano invisible de Jorge
Antonio?). Perón sacó al dialoguista Paladino y decidió profundizar su pelea
con Lanusse para avanzar en la institucionalización -desde una abierta
confrontación antidictatorial-, y designó a Camporita como su delegado
personal. No precisamente porque Camporita encarnara la tendencia
revolucionaria. Perón sabía que su primer adulador iba a ensalzarlo hasta el
paroxismo y que ese ensalzamiento pondría nerviosos a los dictadores a quienes
todavía no había podido quebrarles la muñeca. Pronto lo lograría en un juego de
pinzas magistral, utilizando todos los dispositivos tácticos (“formaciones
especiales” y peronistas republicanos), bajo su indiscutible conducción
estratégica.
Canalla dictatorial
Tampoco
Camporita participó de los funerales de Perón. El 29 de junio de 1974, el
General enfermo, en su lecho echaba a Camporita de la embajada en México. El
decreto tiene como particularidad la falta de agradecimiento al funcionario
depuesto por los servicios prestados. “¡Qué asco!”, exclamó Perón con el papel
entre sus manos, y le estampó una temblorosa pero recia firma.
Enfrentado
con la presidenta Isabel y con los cuerpos orgánicos del Movimiento Nacional
Justicialista, Camporita se dedicó a promover el Partido Peronista Auténtico,
instrumento de superficie de la Organización Montoneros.
La Justicia
prohibió la utilización del nombre “peronista” y se llamó Partido Auténtico, a
secas.
El
peronismo expulsó a Camporita de sus filas. Sin embargo, volvió del exterior para
preparar su candidatura presidencial con vistas a los comicios de 1977, pero
era un secreto a voces que esos comicios serían adelantados para el último
trimestre de 1976 para neutralizar de esa manera la escalada golpista.
Las noticias políticas de la época daban cuenta de que Camporita trabajaba en una
fórmula de izquierda revolucionaria compartida con Oscar Alende y apoyada por
la guerrilla, ya decididamente orientada por la ideología marxista.
El
golpe de Videla y Martínez de Hoz sorprende a Camporita en San Andrés de Giles.
El 23 de marzo, leyendo los titulares desestabilizadores de La
Opinión pensaba: “Timerman, como siempre, está jugando al
golpe”. El 12 de abril escapó de las garras represivas refugiándose en
la embajada de México. La dictadura demoró el salvoconducto por temor a que se
plegara a una supuesta campaña antiargentina en el exterior. Estuvo
prácticamente confinado en la sede diplomática de la calle Arcos hasta 1979
cuando le detectaron un cáncer de garganta. ¿Por qué tanta crueldad y
ensañamiento? Otra canallada más de los chacales. Gravemente enfermo marchó a
tierra azteca y se dedicó a confraternizar con exiliados argentinos. Allí nunca
dejó de reivindicar su pertenencia al peronismo a pesar del castigo de
Perón y de los peronistas. Tampoco dejó de reivindicar su "lealtad"
al Conductor. Y marcó un acendrado distanciamiento con la guerrilla. Antes
de marcharse a la Casa
del Padre, Héctor José Cámpora enfatizó que “el peronismo no es subversivo”.
Volvía a las fuentes. Era tarde… Así, lejos de la Patria falleció el 19 de
diciembre de 1980. Repatriaron sus restos en 1991, durante el primer gobierno
justicialista de Carlos Saúl Menem. En 2008, presidencia de Cristina Fernández
de Kirchner, fue emplazado su busto en la galería de expresidentes de Balcarce
50.
LA SOLANO LIMA