– Por el P. Alberto Ignacio Ezcurra.
Cristo es Rey. Es una palabra que hoy, a
veces, se prefiere no usar; suena demasiado fuerte, demasiado duro. Algunos
prefieren decir “Maestro”, prefieren decir “Pastor”, prefieren presentar a
Cristo como hermano, como amigo, a veces en un plano solamente horizontal, pero
sin utilizar toda la fuerza que tiene esta palabra que nos está indicando la pura
realidad. Parecería que se avergonzaran algunos de dar testimonio del Rey que
está en los cielos. Parecería que nombrar a Cristo como Rey fuera muy duro para
un tiempo en el cual a las palabras definidas se las trata de evitar.
Entonces se prefiere no hablar de Cristo como
Rey. Tal vez parezca poco democrático. Quisieran hablar de Cristo, como
presidente. Y sin embargo Cristo es Rey. Y Cristo es Rey por diversos motivos,
que ya hace muchos años señalaba en su enseñanza doctrinal dogmática el Papa
Pío XI en la Encíclica Quas Primas, que dio el espíritu que animó a la primera
y a la mejor fuerza de la Acción Católica.
Cristo es Rey, en primer lugar por su
excelencia. Llamamos rey, en cualquier orden del ser o del conocer, a aquello
que es lo primero, a aquello que es lo mejor; entre un determinado ramo de
artistas, se llama rey a aquel que ejecuta mejor ese arte; entre las flores se
llama la reina a la rosa porque es la más hermosa en su belleza y en su
perfume.
El rey indica lo excelente, lo más noble, lo
más grande. Y por eso, es Rey el Verbo de Dios cuando asume aquí en la tierra
una naturaleza humana, cuando se hace hombre. Y entonces, esa naturaleza
humana, esa alma y ese cuerpo asumidos por Cristo es lo más noble, es lo más
perfecto, es lo principal de la Creación porque está unido indefectiblemente a
la divinidad, al Verbo Creador, al Verbo en el cual, por su Palabra fueron
dichas, fueron pronunciadas, fueron creadas todas las cosas.
Cristo es Rey por su propia naturaleza
divina, porque es el Verbo de Dios hecho hombre. Es aquello de los cual da
testimonio delante de Poncio Pilato cuando él le pregunta: “Tú eres Rey?” “Sí,
Yo soy Rey, mi reino no es de este mundo”. Lo cual no significa que Cristo no
reine sobre este mundo, sino que su reino no tiene origen en este mundo; no es
un reino humano. El poder que tiene Cristo es el poder que ha recibido del
Padre; pero es un poder sobre todas las cosas, sobre todas las cosas del cielo
y de la tierra.
Cristo tiene ese poder también por derecho de
conquista. Pensemos, una vez más, en aquella escena de la tentación en el
desierto. El diablo que se muestra a Cristo. Y el diablo que lleva a Cristo
sobre un alto monte y le muestra –dice el Evangelio- todos los reinos de la
tierra, y le dice: “Todo esto es mío: si me adoras te lo daré”. Le mostró el
poder y la gloria de esos reinos y lo tienta ofreciéndoselos.
Donde el pecado está presente, es el demonio
el que reina. Y en ese momento, en el mundo no redimido, todos los reinos,
todas las ciudades, todas las naciones, las almas de los hombres están en el
poder de Satanás. Cristo se niega a aceptar eso de manos del demonio y se lanza
a conquistarlo.
Y Cristo, ¿Cómo se lanza a conquistar esos
reinos en poder del demonio? Cristo se lanza a conquistarlos con su muerte en
la Cruz y con su Resurrección. Cristo reina desde la Cruz.
El reinado de Cristo no es fácil. Cristo es
Rey, en primer lugar, con una corona de espinas, para llevar después la corona
de gloria en la Resurrección. Cristo carga sobre sus espaldas nuestros pecados.
Cristo carga la cruz con nuestros pecados sobre sus espaldas. Cristo derrama en
la Cruz hasta la última gota de su Sangre para lavar nuestra alma de la
inmundicia del pecado, para arrancarnos del poder del demonio.
Cristo se lanza a conquistar aquello que no
quiere recibir de las manos del demonio. Y desde entonces toda la historia es
como una lucha entre aquellos dos reinos. San Juan, la describe en el Evangelio
como una lucha entre la Luz y las tinieblas. El Verbo es la Luz que alumbra a
todo hombre, la Luz de la Verdad, la Luz del bien, la Luz de la justicia, la
Luz de la bondad. “Y las tinieblas no lo recibieron”. Las tinieblas del error,
de la mentira, del engaño, de la maldad, de la injusticia, del pecado. Y toda
la historia de la humanidad aparece para San Juan como esa lucha entre la Luz y
las tinieblas, entre el Reino de Cristo que es Luz y el reino de Satanás que
son las tinieblas.
Cuando Cristo muere, a las tres de la tarde,
el Viernes Santo en el Calvario; a las tres de la tarde las tinieblas cubren la
tierra y parece que ha triunfado el demonio y que Cristo ha sido derrotado.
Pero ese triunfo del demonio es aparente. Y, en la madrugada del domingo,
Cristo, como el sol que nace va a resucitar para disipar con su Luz de Cristo
resucitado, las tinieblas que parecían que lo habían vencido y será la derrota
de las tinieblas.
Pero la lucha sigue y, en la historia de la
humanidad, el reino de Cristo y el reino de Satanás se disputan los corazones
de los hombres y las naciones y los pueblos. Hasta que al final el triunfo de
la Luz será definitivo. Y, en aquella Jerusalén celestial que Cristo vendrá
para instaurar en su venida gloriosa, no hará falta luz de lámpara que la
alumbre, dice el Apocalipsis, porque “será alumbrada por la luz que sale del
trono de Dios y del Cordero”. Y el mal definitivamente derrotado y aquellos que
han seguido bajo la bandera y bajo el reino de Satanás, serán, con las palabras
del Evangelio: “arrojados a las tinieblas exteriores”. Mientras que los otros
verán a Dios en toda la luz y esplendor de su gloria.
Ese será el reino definitivo de Cristo. Aquí
en la tierra ese reino es como una semilla en la Iglesia, en las almas en
gracia, en las almas de los santos, en aquellos que el Evangelio consigue
iluminar e impregnar. Es como una semilla que tiene que crecer y Cristo nos
llama, precisamente para continuar su obra, para conquistar las almas de los
hombres, para conquistar las familias, para conquistar las naciones.
Pero es como una semilla que va creciendo y
ese crecimiento es doloroso y significa cruces y significa luchas. Y ese
crecimiento alcanzará su lentitud solamente al final de los tiempos cuando
Cristo vuelva por segunda vez. No ya en la humildad, en la oscuridad del
pesebre, en la pobreza del pesebre, sino como Rey triunfante sobre las nubes
del cielo, en la majestad de su gloria, para juzgar a los vivos y a los
muertos, para separar definitivamente la luz de las tinieblas, para someter
todas las cosas y someterlo todo al Padre, como dice San Pablo: “Todo es
vuestro, vosotros de Cristo y Cristo es de Dios”. Ese será el triunfo
definitivo de Cristo.
Pero mientras tanto, Él nos llama para
seguirlo y para conquistar un mundo. Y ese seguimiento, lo repito, supone
lucha. Porque como en aquella parábola del rey que Cristo cuenta, también hay
quienes y, son muchos, exclaman en rebeldía, siguiendo la rebeldía de aquél
primer rebelde, del ángel rebelde: “No queremos que Éste reine sobre nosotros”.
Y si miramos a nuestro alrededor, es cierto que las tinieblas aparecen más
fuertes y más extendidas que la luz y que a veces podemos sufrir la tentación
del desaliento.
Cristo no reina en muchas almas y en muchos
corazones. Cristo no reina donde reina el pecado. Cristo no reina en ese hombre
que en estos días describíamos como el hombre invertido. No el hombre vertical
que Dios creó sobre dos pies para mirar hacia el cielo; no el hombre que tiene
por encima de todo la luz de la inteligencia elevada por la fe que le muestra el
camino y la voluntad fortalecida por la caridad y que por lo tanto es capaz de
dominar las pasiones para entusiasmarse por lo que es bueno y por lo que es
verdadero; sino ese hombre invertido, destruido y masificado. Ese hombre que
tiene por encima de todo las pasiones, los instintos, las concupiscencias
desordenadas y la voluntad debilitada por el pecado para satisfacer los
caprichos, la inteligencia enferma para justificar que “lo que a mi me gusta
está bien”. Ese hombre herido, ese hombre cerrado a la gracia, ese hombre sin
Dios; ese hombre que vive, en la práctica, como si Dios no existiese.
Cristo no reina en esas almas, Cristo no
reina en la familia que se destruye, en la familia que se disgrega. Cristo no
reina en la familia que está fundada –no sobre la roca sólida que es la caridad
de Cristo, el amor de Cristo que asume el amor humano y que lo eleva al plano
sobrenatural- sobre la arena movediza de las pasiones y de los sentimientos del
corazón humano; de ese corazón que es una veleta que cambia con todos los
vientos; fundado sobre lo que es pasajero, sobre una concepción de la vida
fácil y hedonista y egoísta. Cristo no reina en la familia que se destruye,
donde las dialécticas enfrentan a los padres; donde sufre el bombardeo de la
pornografía, el bombardeo del destape. Donde se pierde en la familia toda
autoridad; donde se quiere poner en la familia con la potestad compartida, dos
cabezas; donde se la ensucia a través de los medios de difusión y de
propaganda; donde del sexo y del amor se hace un estercolero y una basura;
donde se profana el cuerpo desnudo del hombre y el cuerpo desnudo de la mujer.
Cristo no reina allí.
Cristo no reina en las familias dónde se
rechaza la vida, donde el hijo se lo mira como un inconveniente, como un
problema, como algo que hay que evitar y eso motivado no por razones profundas,
sino por un tremendo egoísmo. Cristo no reina donde se asesina la vida desde el
comienzo por el aborto. Cristo no reina cuando la familia está enferma. Cristo
no reina en la enseñanza sin Dios, en la escuela sin Dios, donde a los niños se
les enseña un montón de cosas, se les atiborra la cabeza de materias sin
sentido; pero no se les enseña lo único importante para la vida, aquello que es
primero, lo principal de todo, aquello que decía el viejo catecismo: “La
ciencia más acabada es que el hombre bien acabe, porque al fin de la jornada,
aquel que se salva sabe, y el que no, no sabe nada”.
Pero esa ciencia más acabada, esa ciencia
principal, la luz que nos muestra el camino del cielo, está ausente de la
escuela argentina. Se pueden divinizar instituciones o ideas humanas; se pueden
canonizar traidores elevándolos a la categoría de santos, pero para Cristo no
hay lugar en la escuela. Cristo no está presente en la universidad sin Dios,
donde hoy vuelve a entronizarse el marxismo, esa religión invertida del odio y
de la dialéctica, que ya tantas almas y tantas vidas destruyó partiendo desde
la Universidad Argentina.
Cristo no reina en la cultura pornográfica y
blasfema, donde no se respetan las cosas más santas y sagradas; donde no
solamente se ensucia la familia y el amor en la chabacanería más barata, sino
que se llega a blasfemar de las cosas más santas, se llega hasta ensuciar a la
misma Madre de Dios y Madre nuestra del Cielo, como está pasando y es de
público debate, en estos días. Pero no es la primera vez que ocurre, que Cristo
o que su Madre o que la Santa Iglesia es burlada en el teatro, es burlado en el
cine. Y eso con el apoyo de las instituciones oficiales aquello que, solamente
entre comillas, lo podemos llamar “cultura”.
Cultura enferma de marxismo; cultura de
cuarta categoría; cultura llena de pornografía; cultura destructiva; cultura de
revistas inmundas que ensucian nuestros kioscos y que envenenan las almas de
los jóvenes argentinos. Allí Cristo está ausente. Allí Cristo no reina.
Cristo no reina en una economía invertida,
donde el hombre está al servicio del lucro, de la ganancia, de la producción
insensata; donde lo que reina es la mentira, la injusticia, la coima, el
fraude, la falsificación. Cristo no reina en una sociedad sin Dios. Y esa es la
tragedia profunda de la sociedad argentina.
Nuestra Patria argentina nació cristiana;
nació cristiana con aquellos hombres que vinieron de España trayendo juntas la
espada de los conquistadores y la Cruz de los misioneros, que iban a ganar un
continente para el rey en cuyos dominios no se ponía el sol, pero que iban a
ganar también un continente para Cristo.
Nuestra Patria nació cristiana con aquellos
que le dieron la independencia, con aquellos que hicieron que nuestra bandera
tuviera los colores del manto de la Virgen Inmaculada y que tuvieron a la
Virgen como Señora de la Merced o como Señora del Carmen, como Patrona de los
Ejércitos que nos dieron al libertad. Esos hombres como San Martín y Belgrano,
que no se avergonzaban de llevar el Escapulario, de rezar el rosario enfrente a
sus tropas. Esos fueron los que dieron origen a la Argentina.
La Argentina nación cristiana y nació
mariana; nació con la herencia del cristianismo, con la herencia cristiana y
católica que recibimos de Europa con la empresa misionera de España. Pero
después sí, después vinieron los doctorcitos porteños, los hombres de las
logias y del puerto, de espaldas al país y de cara deslumbrada hacia las
grandes naciones del mundo anglosajón masónico y protestante. Y esos quisieron
hacer otra Argentina distinta, de espaldas a su historia, de espaldas a su
tradición y de espaldas a su fe.
Y esa es la tragedia argentina: que los
argentinos nos hemos ido olvidando de Dios. ¿Y qué pasa cuando los hombres se
olvidan de Dios? Si nos olvidamos de ese padre que tenemos en los cielos,
dejamos de ser hermanos aquí en la tierra. Entonces nos enfrentamos por
intereses de clases, por intereses de partidos, por intereses económicos, por
intereses de sector, por intereses localistas. Y llegamos a odiarnos, llegamos
a matarnos entre nosotros, porque cuando no somos hijos de un Padre común en el
cielo, el hombre se transforma en lobo para el hombre. Cuando se niega la
autoridad de Dios como la fuente de toda autoridad, la autoridad no sube desde
abajo. Al negar la fuente de toda autoridad, entonces ya no hay más autoridad
ni en el trabajo, ni en la familia, ni en la escuela, ni en la política, ni en
ningún lado.
Cuando los hombres se olvidan de Dios y de
los mandamientos de Dios y quieren construir un paraíso en la tierra, de
espaldas a Dios, lo que consiguen construir en la tierra es un infierno de
odio, de engaño, de mentira y de miseria. Es posible, decía el Papa, construir
un mundo sin Dios; pero sin Dios sólo es posible construirlo en contra del
hombre, destruyendo al hombre.
Y esa es la tragedia de nuestra Patria: que
se ha olvidado de sus orígenes cristianos y la única solución que tiene la
enfermedad profunda que afecta a la sociedad argentina, no está en los
parlamentos, ni en los discursos de los políticos, ni en los programas
económicos, ni en las plataformas partidarias, sino que está en la vuelta a
Cristo, en la conversión del corazón, en que nos acordemos que esta Argentina
es cristiana y mariana y empecemos a vivir como cristianos, no solamente en lo
íntimo de nuestra conciencia, sino en la dimensión, en la proyección social de
toda nuestra militancia en cualquier campo que sea. Como lo señala el Concilio
Vaticano II, como una empresa y misión de laicos, sanear, purificar las
estructuras inficionadas por el pecado e impregnar todos los ambientes del
mundo con el espíritu del Evangelio.
Cristo no reina en la sociedad ni en la
política, donde lo que importa es subir un escalón más arriba aunque para eso
haya que pisarle la cabeza al vecino; donde lo que importa es la facha, la
apariencia y la imagen y, para eso, no se para en las promesas falsas, en el
engaño, en las trampas, en la especulación.
Cristo tiene que reinar, Cristo tiene que
reinar. Cristo nos llama para conquistar un reino y nosotros le hemos dicho que
sí. Él es rey por una realeza que le viene del por su propia naturaleza y con
una realeza que Él se ganó con su sangre en la Cruz por derecho de conquista.
Para esa empresa el Señor nos llama, para que Cristo comience por reinar en el
alma de cada uno de nosotros, en nuestras inteligencias, por una fe firme, sin
dudas, sin vacilaciones y capaz de iluminar nuestra vida como una antorcha,
como una luz. Que reine en nuestros corazones por el amor y por la caridad
verdadera, que es mucho más que el mero sentimentalismo horizontal.
Que Cristo reine en una familia fundada
verdaderamente en Él, en esa Roca sólida, en el amor de Cristo. Que la familia
sea imagen de esa unión de Cristo con su Iglesia; unión definitiva, de una vez
para siempre, sin divorcios, unión fiel, sin infidelidades, sin trampas, sin
engaños; unión que tiene que ser sacrificada y fecunda, porque en la vida
cristiana y en la familia cristiana, también está presente la Cruz.
Que Cristo reine en la enseñanza, porque toda
la acumulación de verdades parciales no sirve para nada sin la referencia a la
única verdad. Que Cristo reine en la Patria. En una Patria donde lo económico
esté sujeto a lo social y lo social a lo político y lo político esté sujeto a
lo moral y todo eso esté abierto por arriba hacia Dios. Esa es nuestra empresa.
Esa es la empresa para la cual, con esta evangelización de la cultura, tenemos
que comenzar a iluminar las mentes de los hombres.
Nuestro catolicismo no puede ser, como lamentablemente
lo es hoy en tantas partes, un catolicismo de sentimientos baratos, de slogans
fáciles, un catolicismo devaluado, un catolicismo falsificado como vino con
mucho agua; un catolicismo que pone entre paréntesis algunas verdades que
resultan más difíciles para la inteligencia y algunos mandamientos que resultan
dolorosos para cumplir en la vida. No puede ser nuestro catolicismo sólo un
sentimiento barato. Tiene que ser un catolicismo firme, esclarecido, militante;
tiene que ser un catolicismo fuerte; tiene que ser un catolicismo de combate y
de conquista.
El espíritu misionero de la Iglesia, es el
espíritu de conquista del Reino de Cristo. Y solamente si la entendemos así y
no como un horizontalismo humanista que se queda en el plano meramente humano y
que pierde la dimensión vertical, solamente así, podemos hablar de la
civilización del amor.
Si pensamos que Cristo nos dice que, en el
amor, en el verdadero amor de caridad, se resumen todos los mandamientos.
Entonces sí, la civilización del amor es una civilización donde la Ley de Dios
y el Espíritu del Evangelio está impregnando la vida de los individuos y las
relaciones entre los hombres. Y entonces, hablar de civilización del amor es lo
mismo que hablar de reinado de Cristo o de proyección social del reinado de
Cristo, más allá de lo que se quedaría en un mero sentimentalismo superficial.
Cristo nos llama para esa empresa de conquista.
Decíamos recién cuáles son las palabras con
que la define el Concilio Vaticano II: “Sanear las estructuras inficionadas por
el pecado e impregnar los ambientes sociales con el espíritu del Evangelio”. Y
por eso siguen siendo válidas aquellas palabras y aquel llamado del Papa Pío
XII, donde nos decía que es todo un mundo el que hay que rehacer desde los
cimientos, que hay que transformar de salvaje en humano y de humano en divino.
Es decir, conforme al corazón de Dios.
Esa es la empresa y es difícil. Vamos a
ponerla en manos de nuestro Rey y vamos a ponerla sobre todo, en las manos de
la Reina, de María Santísima. Ella es Reina. Es Reina porque es la Madre del
Rey. Pero no solamente por eso; sería un título honorífico solamente; es Reina
porque junto a Cristo es conquistadora. Es Reina porque Ella es la primera
victoria de Cristo.
Cuando el demonio le dijo a Cristo,
mostrándole todos los reinos de la tierra: “Todo esto es mío” –el demonio no
mentía- pero se equivocaba. Cristo pudo haberle contestado: “Todo es tuyo, sí,
pero mi Madre, no”. María Inmaculada estuvo protegida por el poder de Dios,
desde el instante mismo de su concepción. Jamás en Ella tuvo parte el demonio;
por eso María es la primera derrota del demonio y es la primera victoria de
Cristo Rey. Por eso María aparece aplastando la cabeza de la primer serpiente.
Esa es la función y es la misión de María en la empresa de conquista para el
reinado de Cristo.
Que hoy, como
siempre, nos ayude Ella para aplastar la cabeza de la serpiente y para que
Cristo reine, para que la sangre de Cristo purifique las almas de los hombres,
la familia argentina, la Patria Argentina.
Padre Alberto Ignacio
Ezcurra.
Padre Alberto Ignacio
Ezcurra “Tú Reinarás”. San Rafael, Kyrios, 1994, pp. 151-164.
Visto en:
http://cruzamante-hispanidad.blogspot.com.ar/
Christus Vincit, Christus Regnat, Christus Imperat
¡Viva Cristo Rey!