DERECHO NATURAL DEL MATRIMONIO: LA INDISOLUBILIDAD, EL DIVORCIO Y LA LEY 23.515
Por Martín Buteler
El mes de
junio del pasado año 2012 se han cumplido 25 años de la sanción y
promulgación de la famosa ley N° 23.515, en virtud de la cual el
divorcio vincular tomó finalmente carta de ciudadanía en la legislación
positiva de nuestro país, después de algunos intentos frustrados que
habían comenzado allá por principios del siglo XX, con la célebre
defensa de los valores tradicionales en el Congreso Nacional por parte
del ilustre diputado Dr. Ernesto Padilla [1], un joven abogado de tan sólo 29 años, gracias a la cual fracasó momentáneamente la tentativa de instaurar dicha institución.
Un poco de historia
Si bien un
primera propuesta anterior había fracasado, el proyecto divorcista
presentado el año 1902 por el diputado porteño Carlos Olivera contaba
con todos los augurios favorables, previéndose un aplastante triunfo en
el Congreso Nacional. No obstante ello, la encendida elocuencia
anti-divorcista del célebre parlamentario antes mencionado, tucumano de
nacimiento al igual que el presidente argentino a la sazón, Julio
Argentino Roca, desbarató las ilusiones abrigadas, ganando para su causa
incluso a partidarios convencidos del divorcio: el resultado fue el
rechazo del proyecto por cincuenta votos contra cuarenta y ocho. Como
consecuencia de ello, el Dr. Padilla fue celebrado con gran alborozo por
la multitud, y llevado en andas por la Plaza de Mayo, adonde se
encontraba el Congreso por aquel entonces, hasta la modesta pensión
donde vivía, sobre la Avenida de Mayo [2].
Este triunfo legislativo, que significaba el triunfo de los valores
tradicionales y católicos contra el liberalismo pujante, arrojó
momentáneamente de la escena política argentina la cuestión del
divorcio, que no se volvió a plantear hasta el año 1954.
En efecto,
fue ese año cuando, como parte de su enfrentamiento con la Iglesia
Católica, el gobierno de Juan D. Perón logró la sanción de la ley N°
14.394, la cual incluía en su artículo 31 el divorcio vincular. Con
todo, dicho artículo fue suspendido en su aplicación dos años más tarde,
en 1956, mediante el decreto ley 4070 promulgado por el gobierno
militar que derrocó al general, conocido como la Revolución Libertadora [3].
Una vez más, pues, la instauración del divorcio en la Argentina se
vería aplazada, ya que sólo recién en 1987 se alcanzaría la sanción de
la ley en cuestión, a saber, N° 23.515 [4].
La subida al
gobierno del Dr. Raúl Alfonsín no significó solamente la tan celebrada
vuelta de la democracia, si se entiende por ello el mero regreso del
régimen constitucional, interrumpido con excesiva frecuencia durante los
últimos treinta años. En efecto, a partir del 10 de diciembre de 1983
se inició en nuestro país lo que bien podríamos llamar una “revolución
cultural”, caracterizada por el desprecio a todo lo que estuviera ligado
al gobierno de las Fuerzas Armadas, por la progresiva eliminación de
toda traba y censura de carácter moral en el mundo de las artes y los
medios de comunicación, y por una sutil reivindicación del ideario de la
guerrilla marxista, que buscaba así vengar en el plano de la cultura la
derrota sufrida en terreno militar. De esta manera, el surgimiento y la
final sanción del proyecto legislativo de divorcio vincular se enmarca
claramente en el contexto de una verdadera transmutación de valores, que
era lo que justamente se buscaba llevar a cabo, como sucedió en la
España post-franquista. Ahora bien, no es posible hablar de inversión de
valores si se omiten aquellos en torno a los cuales gira la célula
básica del orden social, vale decir, la familia. Uno de ellos es el de
la estabilidad, cimentada en la unión indisoluble entre el hombre y la
mujer, en lo que precisamente consiste el matrimonio.
Como ha
sucedido con frecuencia en estos últimos años, el trabajo legislativo se
vio precedido por un insólito fallo de la Corte Suprema de Justicia de
la Nación, del 27 de noviembre de 1986, perteneciente al caso Sejean,
Juan Bautista c/ Ana María Zaks de Sejean, en el que se declaraba la
inconstitucionalidad del art. 64 de la ley de matrimonio civil N° 2393,
según el cual el vínculo matrimonial era indisoluble. Se trata de un
típico ejemplo de activismo judicial, que consiste en ir creando, por
medio de una jurisprudencia homogénea en determinado sentido, un terreno
favorable para la posterior sanción legislativa que otorgue fuerza de
ley a la orientación que se quiere imponer.
Estructura y contenido de la ley N° 23.515.
Algunas precisiones conceptuales
Desde el
punto de vista formal, mediante la sanción de la ley N° 23.515,
compuesta por diez artículos, se modifica el articulado correspondiente
en el Código Civil (junto con las citas de Vélez, que son removidas), en
especial el título primero de la sección segunda de la primera parte,
“Del matrimonio”, además de algunos artículos puntuales correspondientes
a las leyes N° 18.248 y 19.134, y al decreto-ley 8204/63, en la medida
en que atañen y se refieren al régimen de matrimonio y familia por
entonces vigente. Básicamente, la novedad consiste en hacer aparecer la
posibilidad del divorcio vincular y reglamentar su aplicación, allí
donde sea necesario; éste sería el contenido o materia de la reforma
promovida.
Es preciso
no perder de vista el adjetivo “vincular” para dar cuenta adecuadamente
de toda la trascendencia de la sanción de la ley N° 23.515. En efecto,
se habla también de divorcio, aunque menos comúnmente (lo más corriente
es hablar de “separación”), para referirse al divorcio imperfecto, en
virtud del cual los cónyuges se separan, conservándose no obstante
intacto el vínculo matrimonial [5].
No es éste aquí el caso, desde luego, por cuanto la posibilidad que se
abre es la de producir propiamente la disolución del mismo vínculo, uno
de cuyos principales efectos es el de recuperar los contrayentes la
aptitud nupcial, al menos ante la ley. Ésta posibilidad está abierta,
desde 1987, también para aquéllos que hayan contraído matrimonio con
anterioridad a la sanción de la ley, e incluso lo estuvo en el momento
de su promulgación para aquéllos que estuviesen tramitando en aquel
entonces su separación o divorcio (imperfecto), o hubiesen recibido
sentencia de separación en el plazo de un año anterior a la fecha de la
misma, de manera que tanto unos como otros pudiesen solicitar la
conversión de la sentencia en sentencia de divorcio vincular (cfr. arts.
6, 8).
La triple dimensión del matrimonio
Antes de
adentrarnos en la consideración del objeto propio de nuestro estudio, es
preciso delimitar los términos del problema. En primer lugar, vemos que
la realidad del matrimonio se nos presenta según tres modalidades
diferentes: 1) el matrimonio como institución natural, que consiste
sencillamente en la unión estable entre hombre y mujer, tal y como se ha
dado en todas las culturas a lo largo de la historia, más allá de toda
divergencia; 2) el matrimonio legal, que confiere a aquella realidad
natural un determinado número de efectos civiles, regulándola y
protegiéndola en orden al bien común político; 3) el matrimonio
religioso, de carácter sacramental, por el cual la unión entre hombre y
mujer es definitivamente sellada ante Dios, convirtiéndose en signo de
la unión entre Cristo y la Iglesia [6].
Naturalmente, no es objeto del presente artículo la consideración del
matrimonio sacramental, sino más bien de la teología en sus distintos
tratados y del derecho canónico. Por lo demás, no hay lugar a dudas
sobre su indisolubilidad, confirmada por el mismo Cristo, lo que excluye
por principio la posibilidad misma del divorcio vincular en todo
matrimonio rato y consumado entre bautizados válidamente celebrado.
No está de
más apuntar el hecho de que, más allá de la especificidad que confiere
al matrimonio religioso su realidad sacramental, incluso el matrimonio
natural estuvo revestido tradicionalmente en todo tiempo y lugar de un
carácter cuasi-sagrado, concebido como un acontecimiento de índole
esencialmente religiosa. El mismo matrimonio legal, de hecho, creado en
nuestro país por la ley N° 2393, del año 1888, no vino a ser más que un
remedo laico de su versión religiosa. Más que a una necesidad, a todas
luces inexistente, respondió al proyecto de ataque sistemático a la
Iglesia fraguado por la mentalidad liberal de la generación del 80´, en
su apogeo a la sazón del primer gobierno de Julio Argentino Roca [7].
A partir de
las consideraciones previas, se comprende que el matrimonio legal se
funda sobre una realidad de orden natural que lo precede y a la que debe
respetar, conforme a los principios del derecho clásico, según los
cuales el orden legal positivo no tiene otro fin que el de traducir y
concretar en un determinado tiempo y lugar las exigencia de lo justo
natural, vale decir, de lo que corresponde a la misma naturaleza de las
cosas, dependiendo de ello su validez. En este caso, se trata de
respetar la auténtica naturaleza del matrimonio en sí mismo, y no de
adulterarla mediante la violencia que sobre ella ejercen las leyes
injustas. La cuestión que se plantea, concretamente, es la de si una
ley, como lo es la N° 23.515, cuya sanción parlamentaria supone la
aprobación del divorcio vincular, contraría o no la objetiva realidad de
la institución del matrimonio desde el punto de vista del derecho
natural [8]. Mucho se ha
escrito al respecto, y grandes han sido las controversias desatadas con
ocasión de este debate, pero más de 25 años después de su
positivización legal, la cuestión parece haber entrado en un cono de
sombra, por no decir que parece definitivamente aceptada sin mayores
problemas por la amplia mayoría de la población argentina. La creciente
decadencia en materia de moral y buenas costumbres de nuestro pueblo,
empero, nos llevan a preguntarnos si este acontecimiento trascendente no
señala un hito en el marco de dicho proceso de corrupción. Trataremos
de responder a semejante planteo, a pesar de la brevedad del espacio de
que disponemos.
Matrimonio e indisolubilidad según la ley natural
Ante todo,
es de saber que no existe identidad plena entre ley natural y derecho
natural; es ésta una cuestión básica de introducción a la ciencia
jurídica. En efecto, el concepto de ley natural es mucho más amplio y
abarcativo que el más restringido de Derecho natural, al cual comprende,
pues mientras el primero se refiere al conjunto de la entera vida moral
del hombre, el segundo atañe sólo a aquello que hace a su vida social,
vale decir, a sus relaciones de alteridad con sus semejantes. Así, pues,
podemos definir al Derecho natural como la parte de la ley natural
relativa a la conducta del hombre en cuanto ser social.
Sobre esta
base, y sin perder por eso de vista la distinción neta entre derecho y
moral, es preciso subrayar que el cometido del primero a propósito de
esta dimensión social de la conducta humana, tanto en su realidad
natural cuanto positiva, no se limita a constatarla para darle un cauce o
reconocimiento legal, sea cual fuere su valor desde el punto de vista
ético, sino que, dado su carácter intrínsecamente moral, tiene por lo
mismo una función normativa, a saber: la realización de la justicia en
su triple modalidad de legal (o general), conmutativa, y distributiva.
Por lo que
hace concretamente al matrimonio, ocupa éste un lugar de máxima
relevancia en el contexto de la vida social, tanto en sí mismo cuanto
por su ordenación a la procreación, y su consideración compete, en
consecuencia, de un modo especial al derecho y a la ley [9];
sobre éste punto no parece haber discrepancias. El mismo Santo Tomás lo
afirma claramente: “De entre todos los actos naturales, sólo la
procreación se ordena hacia el bien común...; [porque] la procreación
dice relación con la conservación de la especie. De ahí que, puesto que
las leyes se instituyen para el bien común, es necesario que lo
pertinente a la procreación, más que otra cosa, sea regulado con leyes.
Las leyes deben proceder de la tendencia humana natural... Habiendo pues
natural tendencia al matrimonio, es necesario ordenarla con leyes
humanas” [10] … “En
cuanto a las otras utilidades que se siguen del matrimonio, como la
amistad y la ayuda mutua que se dispensan los cónyuges, [éste] tiene su
institución en la ley civil” [11].
En los
textos citados se observa una clara referencia a lo que son los fines
del matrimonio, a saber: la procreación y (educación) de la prole, y el
bien de los cónyuges, respectivamente. Serán justamente tales fines,
constituidos en principios rectores de todo lo relativo a la doctrina
iusnaturalista sobre el matrimonio, los directamente involucrados en la
cuestión planteada en torno al divorcio y su validez.
“Para Santo
Tomás la indisolubilidad es una propiedad esencial de todo matrimonio
humano válido, ya en su dimensión puramente natural. <> [12].”
“Nótese que
el Santo Doctor no dice aquí que no convenga disolver el vínculo
conyugal, o que ello sea éticamente ilícito, sino que por su propia
naturaleza éste es imposible de disolver. En otras palabras, el
matrimonio natural es de suyo perpetuo. Por lo tanto, en el caso de un
divorcio -de hecho o por vía legal- todavía queda el vínculo del
matrimonio.”
“(…) Pero,
¿en qué razón filosófica fundamenta Santo Tomás esta propiedad natural
del matrimonio (exigible a cualquier ser humano desposado)? Podríamos
resumir la amplísima argumentación filosófica del Doctor Communis en los
siguientes términos:
Es
connatural al matrimonio que entre el marido y la esposa se dé la máxima
relación de amor humano (maxima amicitia); en una igualdad de
proporción [13]. A tal
unión le corresponde una ilimitación también temporal (dentro de los
límites irrevocables de la condición humana natural, es decir, de la
muerte). Además, sólo en este contexto humano, sin limitaciones y con la
certeza del padre con respecto de sus hijos, resulta posible el cuidado
y educación que ellos necesitan, por toda la vida [14].”
“Con todo,
cabe señalar que el Doctor Angélico considera la indisolubilidad como
precepto secundario de la ley natural y, como tal, eventualmente
dispensable por autoridad divina.” [15]
Nos hemos
permitido realizar esta extensa cita, por cuanto nos parece que
sintetiza admirablemente la posición del derecho natural clásico sobre
la materia. Por aquí se ve que la indisolubilidad es algo que se
desprende de la misma naturaleza del matrimonio, constituyendo una de
sus propiedades. Más precisamente, decimos que se trata de un precepto
de derecho natural secundario, subordinado (y ordenado) a la consecución
de sus fines propios y específicos. Ahora bien, en virtud de este mismo
carácter secundario que se le atribuye, es que se admite eventualmente
la posibilidad de dispensa, si bien compete la misma sólo al autor de la
ley natural, que es Dios.
“La
autoridad pública civil puede dispensar de aquellos preceptos
secundarios de la ley natural que, en casos muy especiales, resulten
contradictorios con el bien común civil. Sin embargo, sólo tiene
potestad sobre aquellas materias humanas que de suyo dicen relación sólo
con la vida cívica, es decir, aquellas que [caen] bajo la jurisdicción
humana. Pues, en cuanto a esto, los hombres hacen las veces de Dios
-autor de la ley natural-; sin embargo, no lo hacen en cuanto a todas
las materias. La autoridad pública humana no tiene jurisdicción ni poder
dispensacional en aquellas materias morales que competen, a la vez y
antes, a dimensiones fundamentales de la vida personal; precisamente
como en el matrimonio, y en otras de este tipo.” [16]
Desde luego, la enseñanza de Ia Iglesia ha transmitido en forma constante esta doctrina a través de los siglos [17],
mas siempre ha procurado distinguir cuidadosamente la indisolubilidad
que compete al matrimonio sacramental, de naturaleza teológica, de
aquélla que le compete por derecho natural, inherente, por tanto, a todo
matrimonio humano válido, que es lo que aquí está en juego.
Valoración ética de la ley de divorcio
Si bien la
respuesta a la cuestión del divorcio vincular instituido por vía legal
se desprende como una consecuencia lógica de toda la doctrina
anteriormente expuesta, conviene decir algo más al respecto.
En primer
lugar, dada la indisolubilidad natural del vínculo, no hay lugar a dudas
acerca de la radical ineficacia de toda tentativa legal de violentar
esta propiedad ínsita en la misma naturaleza del matrimonio humano. Así,
pues, el vínculo permanece, supuesta su real existencia, allende
cualquier tipo de sanción legal o resolución judicial en sentido
contrario. Habría que plantearse, en cambio, hasta qué punto son
realmente válidos desde el punto de vista natural los matrimonios
legales celebrados bajo el nuevo régimen, que no exige de los
contrayentes un consentimiento perpetuo e irrevocable, elemento
constitutivo de todo verdadero matrimonio.
Por otra
parte, cabe preguntarse: ¿en qué medida compete a la misión del Estado
proteger la indisolubilidad del matrimonio natural de todo lo que la
pueda poner en peligro? La respuesta es clara: en la medida en que ello
hace al bien común político. Dice al respecto el Aquinate: “Puesto que
es necesario encaminar en el hombre lo bueno a lo mejor, la unión del
varón y la mujer no tan sólo debe estar ordenada por las leyes en lo que
respecta a la procreación de los hijos, sino también en lo que conviene
a las buenas costumbres determinadas por la recta razón... A esas
buenas costumbres se encamina la unión indisoluble del marido y la
mujer.
Pues así es
más fiel el amor de uno hacia el otro (del marido y la mujer), al
reconocerse unidos indisolublemente. También es más solícito el cuidado
de las cosas domésticas al saberse perpetuamente juntos en posesión de
ellas. Además, con ello se quita la causa de las discordias -que
necesariamente se darían si el varón abandonase a su esposa- entre él y
los familiares de ella; con lo cual se fortalece el amor entre los
parientes. También se quitan las ocasiones de adulterio que se darían si
el varón pudiese repudiar a la esposa o al revés, pues esto abriría un
camino fácil de solicitar otros matrimonios.” [18] Al
proteger, por tanto, la autoridad estatal la indisolubilidad que le es
propia al matrimonio, no hace sino velar por lo que constituye el fin
propio de su misión, a saber: el bien común. Una ley de divorcio, por el
contrario, atenta contra la consecución de este fin primordial; y vale
advertir que ello no es sino consecuencia de un quebrantamiento
profundo del orden moral, cuyo reconocimiento debe hallarse en la base
de toda actividad de índole socio-política [19].
El olvido de aquél acarrea, por lo demás, las fatales consecuencias que
en nuestros días no es difícil observar, la principal de las cuales es
la inestabilidad familiar generalizada, cuando no su franca disolución.
En segundo
lugar, surge una cuestión más delicada, que es la de si no sería
legítimo, sin arribar necesariamente a la sanción de una ley propiamente
tal que posibilite el divorcio vincular, reconocer algunos efectos
civiles a las separaciones de hecho (en materia patrimonial, por ej.),
del mismo modo que se pueden reconocer efectos civiles al matrimonio
natural o religioso sin que sea necesario para ello una institución
específica de matrimonio civil. Una medida tal, por otra parte, vendría
exigida por la urgencia que postulan ciertos casos particularmente
difíciles, que no parecen admitir otra solución viable más que la de una
separación reconocida por la ley, al menos en lo que hace a
determinados efectos civiles [20].
El principio
que aquí rige, podríamos decir, es el de la causa de doble efecto; o
más simplemente, si se quiere, el de la tolerancia del mal menor. En
efecto, una ley de divorcio, como ya se ha visto, es de suyo éticamente
ilícita; no obstante lo cual, cabría la posibilidad de no prohibir (o
tolerar) la disolución de los aspectos conyugales civiles, a los efectos
de evitar un mal mayor. Desde ya que se imponen a este respecto una
serie de factores que deben ser tenidos en cuenta, como la proporción
entre el mal que se permite y el que se quiere evitar, etc.: sólo así
cabe hablar de “causa de doble efecto”, o de “efecto no querido”, esto
es, cuando se procede bajo el presupuesto de que lo que se permite es
objetivamente un mal, que de ningún modo puede ser buscado por sí
mismo.
Conclusión
Un análisis
de la realidad del matrimonio y su indisolubilidad, así como de la
institución del divorcio, basado en el derecho natural, es preciso
advertirlo, no equivale ni mucho menos a un estudio de su evolución
histórica en los distintos pueblos. En efecto, si bien la presencia de
ciertos rasgos comunes en las diversas culturas a este respecto nos
permite sostener la afirmación de que evidentemente se trata de algo
fundado en aquello en lo cual comunican todos los seres humanos, a
saber, en su naturaleza específica racional, no por eso nuestra
perspectiva se limita a la mera constatación de puros datos históricos;
los cuales nos ofrecen, por lo demás, notables divergencias junto a
aquellas coincidencias fundamentales. Un ejemplo típico en la materia es
el del derecho romano, que, a pesar de su constante referencia a lo
justo objetivo y de su mentalidad ajena a cualquier género de
positivismo, reconoció la institución del divorcio, e incluso otorgó
para su aplicación una relativa facilidad. Con todo, la resolución de
cuestión tan ardua exige trascender el dato puramente histórico
(contingente, por lo tanto), por relevante que éste sea, para “leer
dentro” (intus-legere) de la realidad con mirada verdaderamente
metafísica. Esto es lo que ha hecho Santo Tomás de Aquino, llevando a
cabo una verdadera filosofía del ser; una filosofía de la realidad, en
definitiva, tal como ésta nos es dada, también en lo que se refiere al
desarrollo de relaciones humanas auténticas, y entre ellas, la del
matrimonio, cimiento de la familia y la sociedad.