¡CRISTO VENCE! o bien LA REHABILITACIÓN DE LA VERDAD
Caída de Babilonia, tapiz de Angers (siglo XIV) |
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La infiltración capilar de porquerías más o menos menudas (es decir: más
o menos grandes) le ha dejado el paso, en los últimos dieciocho meses, a
un abultado alud de fango y nequicia capaz de petrificar a los hombres
en sus vicios, tal como la lava que otrora cubriera a Pompeya y
Herculano. Si no pueden augurarse buenos frutos del mal árbol, acá
están, puestos en triste y definitiva evidencia, los frutos del
modernismo y sus alias y refritos (teología de la liberación,
"cristianismo adulto", Escuela de Bolonia, etc.). Nadie, ni aun el más
badulaque entre los memos podrá negar la asociación (siquier de
coincidencia temporal, ya que no se la quiera admitir causal) entre el
progresismo en vigorosa epidemia y la vigencia y promoción de los más
repugnantes delitos que podían afligir a clérigos: pederastia, desfalco,
mundanidad soez. Y ahora, como guinda del postre, el caso de
narcotráfico que salpica a un cardenal argentino de mala trayectoria,
muy cercano a Francisco, por lo demás.
A este paso ya no queda sino seguir asistiendo al doble ritmo del
despiece tal como se lo ha emprendido con la mayor resolución: por un
lado, la máxima permisibilidad en la praxis sacramental, con
misas-cambalache, con parodias de bodas homosexuales ante el altar,
admisión de los adúlteros a la comunión, etc., junto con la ostensible
degradación de la dignidad religiosa de la Jerarquía, cada vez más dada a
departir ante las cámaras con la hez de la farándula. Es la parte que
toca al espectáculo, por muy mal gusto que se le reconozca. Por el otro
lado, la remoción paciente de todo lo que represente algún resabio de
integridad doctrinal y de decoro cultual. Para engrosar aún más el
tendal de misericordiados, si no bastaba con el fundado rumor de la
inminente salida del cardenal Burke del Tribunal de la Signatura
Apostólica, ahora Tosatti filtra la especie
según la cual Bergoglio «habría pedido el elenco de los obispos que
incardinan en sus diócesis a los frailes Franciscanos de la Inmaculada
que quieren abandonar la Orden después del comisariamiento y la
re-educación obligatoria», y no seguramente para felicitarlos.
Pero para no quedarnos en nudas descripciones ni lamentos de los
horrorosos hechos en cascada, queremos (y para alivio de la conciencia y
exigencia de simplicidad) remontarnos al menos a una de las
principalísimas causas de este desastre. Pues comprender el proceso de
apostasía en su mismo origen ha de servir eficazmente a prevenirnos,
según aquella exhortación paulina (Ef 5,11): «no toméis parte con ellos
en las obras infructuosas de las tinieblas; por el contrario,
condenadlas abiertamente, porque las cosas que ellos hacen en secreto da
vergüenza decirlas», aunque cumple al fin alumbrarlas por su nombre
propio, pues «todo lo que es manifiesto es luz».
Y notamos que la voluntaria liquidación de las certezas está en la base
de la decidida deriva hacia el abismo. Romano Amerio había llamado "la
dislocación de la Monotríada" a aquella contestación de la doctrina de
las procesiones divinas según la cual el Espíritu Santo «procede del
Padre y del Hijo», y no sólo del Padre, como lo pretendieron los
cismáticos seguidores de Focio. La consecuencia que esta omisión
proyecta en la misma concepción de las cosas humanas se funda en la
remota analogía existente entre las recíprocas relaciones personales en
la Santísima Trinidad y las potencias superiores del alma humana
(memoria, inteligencia y voluntad), e incluso en la estructura
metafísica de lo real, según el símil felizmente esbozado por san
Agustín en su tratado De Trinitate. Al remover al Verbum (Sapientia Dei) para hacer proceder la Charitas exclusivamente del Esse, la
repercusión en la esfera de la religión no podía ser mayor. Pues si la
causalidad que cursa del ser a la verdad y al bien ya no es admitida,
el bien ya no se busca en tanto que conocido, sino que se hace objeto de
ciega adhesión.
Sabemos que, al menos desde el nominalismo, esta afección, con carácter
creciente, ha ido removiendo los cimientos de nuestra civilización hasta
propiciar la perversión del espíritu, y en un grado que se diría
irremontable. Mil consecuencias se le reconocen, desde aquella urdimbre
de «ideas cristianas que se volvieron locas», de que Chesterton decía
estar conformado el mundo moderno, hasta el abandono del principio del operari sequitur esse
a trueque de aquella que Pío XII llamó la "herejía de la acción". El
último bastión a demoler era la Iglesia, inficionada desde hace décadas
por esta calamidad.
Es harto comprensible que el más remoto de los curitas rurales ose
sermonear la baladita baladí de que la fe «no es adhesión a unas
fórmulas verbales, sino sólo confianza», indefinida confianza nada más,
si es el propio pontífice quien propala sin pausa este género de
dislates. Ejemplos tomados de esa obra diaria de socavación que son sus
homilías podrían citarse hasta el cansancio. Baste lo que declaró hace
casi un año, en la entrevista concedida a Civiltà Cattolica:
«buscar y encontrar a Dios en todas las cosas deja siempre un margen a
la incertidumbre. Debe dejarlo [...] Si uno tiene respuestas a todas las
preguntas, estamos ante una prueba de que Dios no está con él».
Sencillamente pavoroso, aparte de inicuo.
De resultas de lo cual, alguien se refirió a Bergoglio como al campeón
de una cierta "teología de la inquietud", pero no precisamente en el
sentido del irrequietum cor del de Hipona, sino más bien en el de
una jactanciosa exposición actoral de las propias dudas y vacilaciones
doctrinales, tan inadecuadas al munus petrino, consistente ante todo en el «confirmar en la fe» a los hermanos. Más
bien se destaca el método asistemático que el Obispo de Roma se gloría
aconsejar para la formación de los jóvenes, a quienes no hay que
decirles «cosas demasiado ordenadas y estructuradas como un tratado». Ya
se sabe que la lógica no es más que un lujo superfluo para eruditos.
Por eso que la violencia en el ejercicio del mando, descomedida hasta la
exasperación, se deba explicar por la inaudita situación de que al
gobierno de la Iglesia hayan sido puestos hombres que ya no son ¡qué
digo católicos!, ni siquiera sensatos. Es la indistinción la que se
busca, el volver a ese Χάος que
Hesíodo situaba en los orígenes, cuando el todo informe no había aún
cobrado sus atributos diferenciales. Se pretende desmontar el orden
querido por Dios, que separó las tinieblas de la luz, y para ello se
atribuye a la realidad un sustrato onírico, en el que (como es propio de
los sueños) cualquier cosa es posible, y un hombre puede ser mujer y un
momento después puede ser rata. Son las consecuencias prácticas del
rechazar el primado del Logos sobre la realidad, por lo que no debe
extrañar que sacerdotes formados en esta atmósfera de gnosticismo y
bitumen acaben por bendecir el amancebamiento de maricas.
Acá tenemos una clave interpretativa de aquel pasaje (I Io 2,23) en el que san Juan Apóstol revela la identidad del Anticristo: el que niega al Hijo no posee ya al Padre. Negar
al Hijo no supone sólo el rechazar su condición divina y su mesianidad,
cosa bastante obvia. También supone rehusar el orden pensado y querido
por Dios y puesto bajo los pies de su Hijo, que también se llama su
Inteligencia. Porque la convertibilidad del bonum y el verum no puede fundarse
en la confusión de los seres, sino en la debida disposición ontológica
tal como ésta salió de la mente y las manos del Creador. Asoma también
aquí la clave de esa rotunda afirmación del Señor: ¡bienaventurado aquel que no se escandaliza de mí! (Lc 7, 23).
Abierta ya la caja de Pandora y sueltos y campantes los males derivados
de la apostasía, conservemos nosotros esa esperanza que se quedó
cautiva, ajena a tan espantoso cuadro. A la tiranía de Satanás,
pergeñada en oscuros habitáculos con la complicidad de clérigos
mercenarios que el Señor está por vomitar de su boca (Ap 3,16),
opongámosle la certeza de un triunfo cósmico a plena luz: el de la
Creación renovada a instancias del Cordero. Será la hora de proclamar,
ante las fauces de una Jerarquía que se escandaliza del suave yugo de
Cristo, el ¡Cristo vence! con valor adversativo. ¡Cristo vence! y desbarata los planes de sus adversarios. ¡Cristo vence! y revela el juicio de Dios ante el atónito desengaño de sus opugnadores.