¿Quién tiene la culpa de los despidos?. Por Agustín Laje
La discusión política y económica
que se está dando en Argentina es, por lo menos, llamativa. En efecto,
el enroque que se produjo entre oficialismo y oposición en diciembre de
2015 alteró de forma significativa el modo de construir los argumentos:
hubo quienes del día a la mañana se enteraron que existe en el país algo
llamado “inflación”; que algo llamado “inseguridad” amenaza
cotidianamente al ciudadano; que el narcotráfico no es sólo una realidad
mexicana o colombiana, sino cada vez más argentina; que nuestra moneda
pierde valor respecto del dólar; que la pobreza es una realidad bien
palpable.
Quienes cegados por las mieles del
relato kirchnerista no quisieron ver en su momento, de repente parecen
haber despertado de un largo sueño y, como si hubiesen vivido en una
dimensión paralela a lo largo de diez años, hoy paradójicamente se
escandalizan de las consecuencias económicas y sociales que dejó el
kirchnerismo endilgándolas al nuevo gobierno, sin reparar en las
verdaderas causas. Algo parecido a lo que ocurre con un alcohólico
después de una fuerte borrachera, en la que se mezcla distorsión de la
realidad y ausencia de autocrítica.
En rigor, es el eterno final de la
historia populista. Pan y circo, borrachera y despilfarro, seguido de
una dura pero merecida resaca colectiva pagada en términos sociales por
el pueblo entero (incluidos aquellos que no apoyaron a los populistas), y
en términos políticos por una nueva gestión que debe llevar adelante
los esfuerzos necesarios para volver a colocar al país en el carril de
la realidad que la ebriedad nubló.
Es lo que ocurre hoy día con la
problemática de los despidos. Los paranoicos del monstruo llamado
“ajuste”, que llamativamente jamás dijeron ni media palabra sobre los
constantes ajustes y devaluaciones kirchneristas, no se explican cómo
puede ser posible tanta crueldad; cómo ha de concebirse que el Estado
deba reducir su tamaño, sin preguntarse, por supuesto, sobre las
causales de tal necesidad.
Pero los números evidencian muy bien
quién creó el problema del empleo público improductivo. En efecto,
durante toda la gestión kirchnerista aproximadamente 1.300.000 personas,
equivalente a casi un 60% del tamaño del año 2003, se sumaron al sector
público, sin que las prestaciones de éste hayan mejorado
significativamente sino, en muchos casos, todo lo contrario (y si no,
pregúntenle por ejemplo a las víctimas de Once). Para empeorar las cosas
para el próximo gobierno, las últimas jugarretas de Cristina Kirchner
antes de abandonar el poder consistieron en seguir atorando de
militantes la estructura estatal.
El problema es que el dinero con el que
se pagan los sueldos de ese aluvión de nuevos burócratas no cae como
maná del cielo, sino que es absorbido del sector privado a través de
impuestos y, por supuesto, de la inflación creada por la emisión
monetaria descontrolada. Lo inverso, por lo tanto, también es cierto:
para controlar la inflación se necesita reducir los niveles de déficit
fiscal, lo cual lleva a recortar los gastos innecesarios que hace el
Estado en virtud de las políticas populistas que se intentan dejar
atrás.
En efecto, la presión impositiva del
período K se llevó el triste récord de haber sido la más alta de la
historia argentina, habiendo superado incluso a la de muchos Estados de
bienestar europeos: el peso de los tributos sobre la economía superó el
45% del PIB, lo que representa un aumento de casi un 100% respecto del
23,4% que se tuvo en 2003. El gasto público para soportar esta
estructura elefantiásica, sumando Nación, provincias y municipios, pasó
en los diez años kirchneristas del 30%, a estar por arriba del 45% al
finalizar el gobierno de Cristina Fernández. El déficit fiscal, por su
parte, trepó a niveles mayores al 8% al concluir la larga experiencia
kirchnerista.
Todo esto significó que los argentinos
tuvieron que trabajar prácticamente seis meses al año de manera
gratuita, reducidos al nivel de esclavos del Estado, para soportar un
sector público que, para peor de males, ni siquiera pudo cumplir con la
función más esencial de todas: asegurar la vida en la seguridad. ¿No es
entonces por lo menos insolente arremeter ahora contra quienes están
buscando reparar los daños de la borrachera populista?
Esta historia concluye, pues, con un
Estado cuyo crecimiento va en un sentido inversamente proporcional al
crecimiento del sector privado, del cual aquél depende. Como un parásito
que se alimenta de su víctima y que, al alimentarse la va destruyendo,
el Estado dirigido por un gobierno populista le chupa la sangre a los
privados hasta dejarlos anémicos. Tal cosa es lo que ocurrió, en efecto,
al menos desde el 2008 al 2015, período en el que cual el sector
privado dejó de crecer y experimentó lo que es la recesión. Pero en los
últimos años del gobierno kirchnerista, aquellos que ahora se
escandalizan por los despidos estatales, nada decían por los despidos
que se estaban produciendo en las empresas privadas a causa de las
políticas económicas del gobierno.
En una palabra, quienes hoy se
encuentran alarmados por los despidos del sector público deberían
entender que la crueldad primera no consiste en reducir la magnitud de
la burocracia estatal, sino en haberla inflado en detrimento del trabajo
productivo privado, con fines político-clientelares. Es la sobredosis
de alcohol la que genera la resaca, y no al revés. Mutatis mutandis,
es el líder populista que utiliza el aparato estatal para premiar a su
militancia, y que infla el empleo público para ocultar los verdaderos
índices de desempleo y pobreza en el país, el que a largo plazo genera
problemas económicos, y no quien debe corregir la insostenible situación
creada por aquél. Como Lord Keynes dijo, al largo plazo todos estaremos
muertos. El problema es que con políticas populistas, el largo plazo
llega más rápido que tarde.
El autor es Director del Centro de Estudios LIBRE