Por qué y en qué cosas hemos de abandonarnos a la Providencia de Dios (I)
Comentario del blog: Nos faltan las palabras para
describir la belleza de esta publicación. Recomendamos a nuestros
lectores una lectura atenta y sin prisa. Rumiando cada una de sus
partes. Sólo así podrán degustar la verdad, y la dulzura de lo que están
a punto de leer.
La doctrina del abandono en la divina Providencia, abiertamente
contenida en el Evangelio, ha sido falseada por los quietistas, los
cuales se entregaron a la pereza espiritual, dieron de mano a la lucha
por la perfección y redujeron gravemente el valor y la necesidad de la
esperanza; ahora bien, el verdadero abandono es la forma más excelente
de la confianza o esperanza en Dios.
Mas puede uno también apartarse de la doctrina del Evangelio
incurriendo en el defecto contrario a la pereza quietista, que es la
vana inquietud y la agitación.
En este particular, como en otras muchas cosas, la verdad es a manera
de una cumbre que descuella entre dos posiciones extremas, que son los
dos errores apuntados.
Importa, pues, precisar el sentido y el alcance de la verdadera
doctrina del abandono en la voluntad de Dios, para evitar sofismas que
corren con apariencia de perfección cristiana.
Veamos primero por qué y en qué cosas hemos de abandonarnos en manos
de la Providencia. Después pasaremos a declarar cómo haya de ser el
abandono y cuál sea el gobierno de la Providencia con los que a ella
totalmente se entregan.
Serán nuestros guías en la exposición de tan bella doctrina San
Francisco de Sales. Bossuet. El P, Piny. O. P. a. Y el P. de Caussade,
S. J.
Por qué debemos abandonarnos en manos de la Providencia
A esta pregunta responderá cualquier cristiano: porque la Providencia
es Sabiduría y Bondad. Cierto; más para bien comprenderlo, y a fin de
evitar el error quietista, que renuncia a la esperanza y a la lucha
necesaria para la salvación, y por no incurrir en el otro extremo, que
consiste en la inquietud, en la precipitación y en la agitación febril y
estéril, conviene enunciar cuatro principios accesibles a la razón
natural y llanamente contenidos en la Sagrada Escritura, los cuales, a
la vez que declaran la verdadera doctrina, muestran también los motivos
que nos han de resolver a abandonarnos en las manos de Dios.
El primero de ellos es: Nada sucede, que de toda eternidad no haya Dios previsto y querido, o por lo menos permitido
Nada sucede, sea en el mundo material, sea en el espiritual, que Dios
no haya previsto de toda la eternidad; porque Dios no pasa, como los
hombres, de la ignorancia al conocimiento, ni saca enseñanza de los
acontecimientos.
No sólo ha previsto cuanto sucede y ha de suceder, mas también ha
querido cuanto de real y de bueno hay en las cosas, con excepción del
mal, del desorden moral, que sólo permite con miras a bienes mayores. La
Sagrada Escritura, como arriba vimos, es categórica en este particular y
no deja lugar a duda alguna, según lo han declarado los Concilios.
El segundo principio es: que Dios no puede querer ni permitir cosa
que no esté conforme con el fin que se propuso al crear, es decir, con
la manifestación de su bondad y de sus infinitas perfecciones y con la
gloria del Verbo encarnado, Jesucristo, su Unigénito. Como dice San
Pablo (I Cor. 3, 23), “Todo es vuestro; vosotros, empero, sois de
Cristo, y Cristo es de Dios”
A estos dos principios se añade otro tercero, formulado asimismo por
San Pablo (Rom. 8,28): “Sabemos que todas las cosas contribuyen al bien
de los que aman a Dios, de aquellos que él llamó según su eterno
decreto” y perseveran en su amor. Dios hace que contribuyan al bien
espiritual de sus almas, no sólo las gracias que les dispensa y los
dones naturales que les concedió, más también las enfermedades, las
contradicciones, los fracasos, aun las mismas faltas, dice San Agustín,
que permite para llevarlos al puro amor por el camino seguro de la
verdadera humildad; como permitió la triple negación de Pedro para
hacerle humilde y desconfiado de sí mismo, más valeroso y más confiado
en la divina Misericordia.
Estos tres principios nos dicen en sustancia: “Que nada sucede que no
haya Dios previsto o por lo menos permitido; que cuanto Dios quiere o
permite es para la manifestación de su bondad y de sus infinitas
perfecciones, para gloria de su Hijo y para bien de los que le aman.” De
aquí se desprende que nuestra confianza en la Providencia nunca pecará
de excesivamente filial y firme; y aun podemos añadir que debe ser tan
ciega como la fe la cual versa sobre los misterios no evidentes no
vistos, fides est de non visis. Sabemos con certeza que la divina
Providencia dirige todas las cosas hacia el bien y estamos más seguros
de la rectitud de sus designios que de la pureza de nuestras mejores
intenciones. De donde al abandonarnos en manos de Dios, nada hay que
temer, a no ser el defecto de sumisión.
El don de temor impide que la esperanza se torne en presunción, como
la humildad evita que la magnanimidad degenere en orgullo. Santo Tomás
de Aquino. Son virtudes complementarias que se equilibran, se robustecen
mutuamente y crecen juntas.
Pero las últimas palabras nos obligan a formular contra el quietismo
otro principio, el cuarto, tan cierto como los anteriores: es evidente
que el abandono a nadie exime de hacer lo posible por cumplir la
voluntad de Dios significada en los mandamientos, en los consejos y en
los sucesos;pero cuando realmente hayamos querido cumplirla todos los
días, podemos y debemos abandonarnos en lo demás a la voluntad divina de
beneplácito por misteriosa que nos parezca, evitando la vana inquietud y
la agitación.
“No habiendo lugar para la indiferencia cristiana en lo que se
refiere a la voluntad significada, es preciso limitarla, como dice San
Francisco de Sales, a ciertos acontecimientos dispuestos por la voluntad
de beneplácito, cuyas órdenes soberanas deciden de las cosas que
diariamente ocurren en la vida.”
Dom Vital Lehodey “El beneplácito divino es el objeto del abandono, y la voluntad significada el de la obediencia.”
Formuló este cuarto principio de una manera equivalente el Concilio
de Trento (sess. 6, c. 13) al decir que todos debemos esperar firmemente
el socorro de Dios y confiar en Él, esforzándonos por cumplir sus
preceptos.
Ya lo dice el refrán popular: “Haz tu deber, venga lo que viniere.”
Todos los teólogos explican qué cosa sea la voluntad divina
significada en los mandamientos, en el espíritu de los consejos y en los
sucesos de la vida.
Santo Tomas. Hay acontecimientos muy significativos, como la muerte
de una persona. También hay pecados, como observa Santo Tomas (ibid),
permitidos por Dios, ora sean faltas personales, como la triple negación
de Pedro, permitida por Dios para asentarle en la humildad, ora faltas
contra nosotros, como ciertas injusticias que Dios permite se nos
infieran para nuestro provecho espiritual; de esta última especie son,
por ejemplo, las persecuciones contra la Iglesia.
Y añaden que ajustando nuestra conducta a la voluntad significada de
Dios, debemos abandonarnos a la voluntad de beneplácito, por oculta que
sea, como que estamos seguros de antemano que todas las cosas quiere o
permite santamente para nuestro bien.
Es digna de notarse aquella sentencia del Evangelio de San Lucas
(16,10):“El que es fiel en las cosas pequeñas también lo es en las
grandes”; como hagamos cada día lo posible por ser fieles al Señor en
las cosas ordinarias, podemos contar con su gracia para serle fieles en
las circunstancias extraordinarias que por permisión divina
sobrevinieren; si llegare el trance de padecer por él, estemos seguros
que nos ha de dar la gracia de antes morir heroicamente que
avergonzarnos y renegar de él.
Tales son los principios de la doctrina del abandono.
Aceptados por todos los teólogos, constituyen en este particular la
expresión de la fe cristiana. Así, el equilibrio se halla por cima de
los dos errores mencionados al principio del capítulo. Por la fidelidad
al deber en todo momento se evita el falso y perezoso quietismo; y por
el abandono se libra uno de la vana inquietud y de la estéril agitación.
El abandono sería pereza, de no ir acompañado de la cotidiana
fidelidad, que es como el trampolín para lanzarse con segundad hacia lo
desconocido. La fidelidad cotidiana a la voluntad divina significada nos
da derecho de abandonarnos plenamente en el porvenir a la voluntad
divina de beneplácito, todavía no significada.
El alma fiel recuerda con frecuencia las palabras de Nuestro Señor:
“Mi alimento es cumplir la voluntad de mi Padre”; también ella se
alimenta constantemente de la voluntad divina significada. A la manera
del nadador que, apoyándose en la ola que pasa, se entrega a la que
viene, al océano que parece quererle tragar, pero que en realidad le va
sosteniendo; así el alma debe hacerse a la mar, al océano infinito del
ser, como decía San Juan Damasceno; apoyándose en la voluntad divina
significada en el momento actual debe entregarse a la voluntad divina,
de la cual dependen las horas siguientes y todo lo venidero. Lo porvenir
es de Dios; en su mano están todos los sucesos: de haber pasado una
hora antes los mercaderes ismaelitas que compraron a José, no habría
éste bajado a Egipto, y otro habría sido el rumbo de su vida; también la
nuestra depende de ciertos acontecimientos que están en las manos de
Dios dan equilibrio, estabilidad y armonía a la vida de Dios. La
fidelidad cotidiana y el abandono en las manos espiritual Es la manera
de vivir en recogimiento casi continuo y en abnegación progresiva, que
son las condiciones ordinarias de la contemplación y de la unión con
Dios, Por ello es necesario vivir en el abandono a la voluntad divina,
todavía desconocida, alimentándonos en todo momento de la que ya
conocemos.
La unión de la fidelidad con el abandono nos permite vislumbrar lo
que será la unión de la ascética con la mística; la primera tiene por
principal fundamento la conformidad con la voluntad divina, la segunda
tiene su asiento en el abandono.
“LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS”
RÉGINALD GARRIGOU – LAGRANGE