jueves, 25 de febrero de 2016

Por qué y en qué cosas hemos de abandonarnos a la Providencia de Dios (I)


Por qué y en qué cosas hemos de abandonarnos a la Providencia de Dios (I)

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San Miguel Arcángel
Comentario del blog: Nos faltan las palabras para describir la belleza de esta publicación. Recomendamos a nuestros lectores una lectura atenta y sin prisa. Rumiando cada una de sus partes. Sólo así podrán degustar la verdad, y la dulzura de lo que están a punto de leer.
La doctrina del abandono en la divina Providencia, abiertamente contenida en el Evangelio, ha sido falseada por los quietistas, los cuales se entregaron a la pereza espiritual, dieron de mano a la lucha por la perfección y redujeron gravemente el valor y la necesidad de la esperanza; ahora bien, el verdadero abandono es la forma más excelente de la confianza o esperanza en Dios.


Mas puede uno también apartarse de la doctrina del Evangelio incurriendo en el defecto contrario a la pereza quietista, que es la vana inquietud y la agitación.
En este particular, como en otras muchas cosas, la verdad es a manera de una cumbre que descuella entre dos posiciones extremas, que son los dos errores apuntados.
Importa, pues, precisar el sentido y el alcance de la verdadera doctrina del abandono en la voluntad de Dios, para evitar sofismas que corren con apariencia de perfección cristiana.
Veamos primero por qué y en qué cosas hemos de abandonarnos en manos de la Providencia. Después pasaremos a declarar cómo haya de ser el abandono y cuál sea el gobierno de la Providencia con los que a ella totalmente se entregan.
Serán nuestros guías en la exposición de tan bella doctrina San Francisco de Sales. Bossuet. El P, Piny. O. P. a. Y el P. de Caussade, S. J.
Por qué debemos abandonarnos en manos de la Providencia
A esta pregunta responderá cualquier cristiano: porque la Providencia es Sabiduría y Bondad. Cierto; más para bien comprenderlo, y a fin de evitar el error quietista, que renuncia a la esperanza y a la lucha necesaria para la salvación, y por no incurrir en el otro extremo, que consiste en la inquietud, en la precipitación y en la agitación febril y estéril, conviene enunciar cuatro principios accesibles a la razón natural y llanamente contenidos en la Sagrada Escritura, los cuales, a la vez que declaran la verdadera doctrina, muestran también los motivos que nos han de resolver a abandonarnos en las manos de Dios.
El primero de ellos es: Nada sucede, que de toda eternidad no haya Dios previsto y querido, o por lo menos permitido
Nada sucede, sea en el mundo material, sea en el espiritual, que Dios no haya previsto de toda la eternidad; porque Dios no pasa, como los hombres, de la ignorancia al conocimiento, ni saca enseñanza de los acontecimientos.
No sólo ha previsto cuanto sucede y ha de suceder, mas también ha querido cuanto de real y de bueno hay en las cosas, con excepción del mal, del desorden moral, que sólo permite con miras a bienes mayores. La Sagrada Escritura, como arriba vimos, es categórica en este particular y no deja lugar a duda alguna, según lo han declarado los Concilios.
El segundo principio es: que Dios no puede querer ni permitir cosa que no esté conforme con el fin que se propuso al crear, es decir, con la manifestación de su bondad y de sus infinitas perfecciones y con la gloria del Verbo encarnado, Jesucristo, su Unigénito. Como dice San Pablo (I Cor. 3, 23), “Todo es vuestro; vosotros, empero, sois de Cristo, y Cristo es de Dios”
A estos dos principios se añade otro tercero, formulado asimismo por San Pablo (Rom. 8,28): “Sabemos que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios, de aquellos que él llamó según su eterno decreto” y perseveran en su amor. Dios hace que contribuyan al bien espiritual de sus almas, no sólo las gracias que les dispensa y los dones naturales que les concedió, más también las enfermedades, las contradicciones, los fracasos, aun las mismas faltas, dice San Agustín, que permite para llevarlos al puro amor por el camino seguro de la verdadera humildad; como permitió la triple negación de Pedro para hacerle humilde y desconfiado de sí mismo, más valeroso y más confiado en la divina Misericordia.
Estos tres principios nos dicen en sustancia: “Que nada sucede que no haya Dios previsto o por lo menos permitido; que cuanto Dios quiere o permite es para la manifestación de su bondad y de sus infinitas perfecciones, para gloria de su Hijo y para bien de los que le aman.” De aquí se desprende que nuestra confianza en la Providencia nunca pecará de excesivamente filial y firme; y aun podemos añadir que debe ser tan ciega como la fe la cual versa sobre los misterios no evidentes no vistos, fides est de non visis. Sabemos con certeza que la divina Providencia dirige todas las cosas hacia el bien y estamos más seguros de la rectitud de sus designios que de la pureza de nuestras mejores intenciones. De donde al abandonarnos en manos de Dios, nada hay que temer, a no ser el defecto de sumisión.
El don de temor impide que la esperanza se torne en presunción, como la humildad evita que la magnanimidad degenere en orgullo. Santo Tomás de Aquino. Son virtudes complementarias que se equilibran, se robustecen mutuamente y crecen juntas.
Pero las últimas palabras nos obligan a formular contra el quietismo otro principio, el cuarto, tan cierto como los anteriores: es evidente que el abandono a nadie exime de hacer lo posible por cumplir la voluntad de Dios significada en los mandamientos, en los consejos y en los sucesos;pero cuando realmente hayamos querido cumplirla todos los días, podemos y debemos abandonarnos en lo demás a la voluntad divina de beneplácito por misteriosa que nos parezca, evitando la vana inquietud y la agitación.
“No habiendo lugar para la indiferencia cristiana en lo que se refiere a la voluntad significada, es preciso limitarla, como dice San Francisco de Sales, a ciertos acontecimientos dispuestos por la voluntad de beneplácito, cuyas órdenes soberanas deciden de las cosas que diariamente ocurren en la vida.”
Dom Vital Lehodey “El beneplácito divino es el objeto del abandono, y la voluntad significada el de la obediencia.”
Formuló este cuarto principio de una manera equivalente el Concilio de Trento (sess. 6, c. 13) al decir que todos debemos esperar firmemente el socorro de Dios y confiar en Él, esforzándonos por cumplir sus preceptos.
Ya lo dice el refrán popular: “Haz tu deber, venga lo que viniere.”
Todos los teólogos explican qué cosa sea la voluntad divina significada en los mandamientos, en el espíritu de los consejos y en los sucesos de la vida.
Santo Tomas. Hay acontecimientos muy significativos, como la muerte de una persona. También hay pecados, como observa Santo Tomas (ibid), permitidos por Dios, ora sean faltas personales, como la triple negación de Pedro, permitida por Dios para asentarle en la humildad, ora faltas contra nosotros, como ciertas injusticias que Dios permite se nos infieran para nuestro provecho espiritual; de esta última especie son, por ejemplo, las persecuciones contra la Iglesia.
Y añaden que ajustando nuestra conducta a la voluntad significada de Dios, debemos abandonarnos a la voluntad de beneplácito, por oculta que sea, como que estamos seguros de antemano que todas las cosas quiere o permite santamente para nuestro bien.
Es digna de notarse aquella sentencia del Evangelio de San Lucas (16,10):“El que es fiel en las cosas pequeñas también lo es en las grandes”; como hagamos cada día lo posible por ser fieles al Señor en las cosas ordinarias, podemos contar con su gracia para serle fieles en las circunstancias extraordinarias que por permisión divina sobrevinieren; si llegare el trance de padecer por él, estemos seguros que nos ha de dar la gracia de antes morir heroicamente que avergonzarnos y renegar de él.
Tales son los principios de la doctrina del abandono.
Aceptados por todos los teólogos, constituyen en este particular la expresión de la fe cristiana. Así, el equilibrio se halla por cima de los dos errores mencionados al principio del capítulo. Por la fidelidad al deber en todo momento se evita el falso y perezoso quietismo; y por el abandono se libra uno de la vana inquietud y de la estéril agitación.
El abandono sería pereza, de no ir acompañado de la cotidiana fidelidad, que es como el trampolín para lanzarse con segundad hacia lo desconocido. La fidelidad cotidiana a la voluntad divina significada nos da derecho de abandonarnos plenamente en el porvenir a la voluntad divina de beneplácito, todavía no significada.
El alma fiel recuerda con frecuencia las palabras de Nuestro Señor: “Mi alimento es cumplir la voluntad de mi Padre”; también ella se alimenta constantemente de la voluntad divina significada. A la manera del nadador que, apoyándose en la ola que pasa, se entrega a la que viene, al océano que parece quererle tragar, pero que en realidad le va sosteniendo; así el alma debe hacerse a la mar, al océano infinito del ser, como decía San Juan Damasceno; apoyándose en la voluntad divina significada en el momento actual debe entregarse a la voluntad divina, de la cual dependen las horas siguientes y todo lo venidero. Lo porvenir es de Dios; en su mano están todos los sucesos: de haber pasado una hora antes los mercaderes ismaelitas que compraron a José, no habría éste bajado a Egipto, y otro habría sido el rumbo de su vida; también la nuestra depende de ciertos acontecimientos que están en las manos de Dios dan equilibrio, estabilidad y armonía a la vida de Dios. La fidelidad cotidiana y el abandono en las manos espiritual Es la manera de vivir en recogimiento casi continuo y en abnegación progresiva, que son las condiciones ordinarias de la contemplación y de la unión con Dios, Por ello es necesario vivir en el abandono a la voluntad divina, todavía desconocida, alimentándonos en todo momento de la que ya conocemos.
La unión de la fidelidad con el abandono nos permite vislumbrar lo que será la unión de la ascética con la mística; la primera tiene por principal fundamento la conformidad con la voluntad divina, la segunda tiene su asiento en el abandono.
“LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS”
RÉGINALD GARRIGOU – LAGRANGE