Angelelli. Historia de un presunto martirio (II). A propósito de tres notas de Vatican Insider
1. Hemos mencionado en nuestra anterior entrega la serie de artículos que el portal Vatican Insider
dedica a reivindicar la figura del Obispo Angelelli en sus ediciones
del 30 y 31 de octubre y del 2 de noviembre pasados. De la lectura de
estas notas se desprende que sus autores, Andrea Tornielli y Andrés
Beltramo Álvarez (que han presentado su serie de escritos como “una
investigación documental”) ignoran hechos fundamentales de la reciente
historia argentina o si los conocen los tergiversan. Lejos de ser, como
pretenden los autores, una investigación documental de lo que se trata
es, en primer lugar, de una reiteración de notorias inexactitudes y, en
segundo término, de documentos carentes de toda relevancia o a los que
se atribuyen un valor que no poseen.
El
artículo que lleva la firma de Tornielli no es sino, como acabamos de decir,
una reiteración de lugares comunes cuyo único fundamento es la retórica habitual
de los mentores y propulsores de esta beatificación. Sostener, por ejemplo, que
Angelelli “acabó en el blanco de los militares por su cercanía a los campesinos
y por su anuncio evangélico siguiendo las huellas del Concilio Vaticano II y de
la Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Medellín” es sólo uno de los
típicos clichés de la progresía izquierdista.
Ya hemos referido cuál fue el
verdadero contexto histórico en que se desarrollaron los hechos en los que
estuvo involucrado Angelelli.
Tornielli
se refiere, además, a la muerte de los dos sacerdotes que serán beatificados
con Angelelli, el padre Carlos de Dios Murias, un franciscano argentino, y el
sacerdote francés Gabriel Longueville. Cita al respecto una carta del Custodio
Provincial de los Conventuales, el Padre Giorgio Morosinato, dirigida al
Ministro General de la Orden, el Padre Vitale Bommarco, el 27 de julio de 1976,
pocos días antes de la muerte de Angelelli, en las que el religioso sostiene
que “no tenemos dudas de que el doble delito fue perpetrado directamente o
mediante mercenarios por la extrema derecha”, y añade: “el pueblo repite
unánimemente que todo es obra de dos altos oficiales de la base de Chamical”.
Finalmente, el mismo Padre Morosinato concluye que la muerte de ambos
sacerdotes era una venganza “particularmente contra el Padre Carlos, que
siempre, en público y en privado, defendía al obispo y, sin medias tintas,
predicaba el Evangelio según la actualización proclamada por el Vaticano II y
por Medellín”. Esta carta, según Tornielli, habría sido hallada en la
Nunciatura de Buenos Aires y, luego, incorporada a la causa de beatificación.
Pero
estas afirmaciones contenidas en la carta, teñidas de incuestionable
ideologismo progresista (no sabíamos que el evangelio de Cristo hubiese sido
“actualizado” en Medellín) carecen de todo fundamento probatorio. A decir
verdad, nunca se pudo probar a ciencia cierta quienes fueron los responsables,
intelectuales y materiales, del asesinato de estos sacerdotes, un crimen abominable
sin duda pero que no puede atribuirse sin pruebas a miembros de la Fuerza Área
con sede en la Base de Chamical. Morosinato sólo se apoya en dichos: “el pueblo
repite unánimemente”. Pero ya sabemos qué es el “pueblo” en la jerga
tercermundista. Por lo demás ninguna de sus afirmaciones se apoya en pruebas:
son sólo opiniones, dichos, versiones que nunca pudieron ser probadas.
Los
asesinatos, empero, existieron y no hay dudas al respecto. Es cierto. Pero ¿se
puede afirmar que fueron por odio a la fe? Esta es la cuestión central. Tanto
Murias y Longueville como Pedernera estaban seriamente comprometidos con la
prédica revolucionaria y liberacionista y estrechamente ligados al peronismo
revolucionario. Murias pertenecía a la misma línea del cura Puigjané, personaje
de quien nos ocuparemos en otra nota. Baste adelantar, por ahora, que este
fraile capuchino participó, años después, en 1989, en el asalto al Cuartel de
La Tablada (en el que murieron decenas de soldados y policías) delito por el
que fue condenado a veinte años de prisión, aunque en 1998 se le benefició con
prisión domiciliaria y finalmente fue indultado por el Presidente Duhalde en
2003. Volviendo a Murias son bien conocidos sus vínculos con Cristianos para la Liberación, un grupo
ligado a Montoneros. Según el
periodista Horacio Verbitsky, fue precisamente Montoneros el que creó el mencionado grupo que integraban
sacerdotes y laicos y que tuvo una existencia relativamente breve. De hecho
sólo llegó a publicar dos documentos, redactados por Norberto Habegger
(secretario de organización de la rama política de Montoneros)[1],
en los que se instaba a “participar en la lucha de los explotados” y
cuestionaba -con citas de los Padres y algunos Papas- la propiedad privada.
Siempre de acuerdo con la misma fuente, Carlos de Dios Murias figuraba entre
los integrantes junto a otros sacerdotes de reconocida militancia
revolucionaria como Salvador Barbeito y Emilio Barletti (ambos integrantes de
la célula montonera que funcionaba en la iglesia de San Patricio, de los Padres
Palotinos, en Buenos Aires), Pablo Gazzarri y Carlos Bustos, entre otros[2].
El
Padre Gabriel Longueville, por su parte, fue un sacerdote francés que, tras una
breve estancia en México, llego a la Argentina en 1970. Estuvo primero en la
Provincia de Corrientes y luego, en marzo de 1971, llegó a La Rioja. Monseñor
Angelelli lo designó párroco en El Chamical donde trabajó junto al Padre
Murias. Longueville estaba identificado con la Teología de la Liberación. En
una carta dirigida al Obispo Angelelli, en junio de 1973, le expresa con toda
claridad su compromiso “al pisar suelo riojano” que no era otro que “acompañar
a nuestro pueblo a la liberación total”.
Finalmente,
Pedernera estaba fuertemente comprometido con los sectores revolucionarios de
la izquierda peronista, cercanos a Montoneros.
Oriundo de la Provincia de San Luís, en 1968 fue nombrado en la coordinación
del Movimiento Rural de la Acción Católica Argentina para la Región Cuyo y en
1973 se traslada a La Rioja donde colabora con Angelelli. Por cierto, los
movimientos rurales de la Acción Católica se originan en Francia con el
propósito de cubrir la acción pastoral en las poblaciones de las zonas rurales.
Pero no es menos cierto que en Argentina, en los años sesenta y setenta, buena
parte de dichos movimientos estuvieron ligados a las tendencias más
radicalizadas del peronismo revolucionario y aún de Montoneros. Así ocurrió, entre otras, en las provincias de Misiones
y de Santiago del Estero: en la primera, el llamado Movimiento Agrario Misionero y en la segunda el denominado MOCASE[3].
La Rioja no fue en este sentido una excepción.
Vamos
a esto: los asesinatos de los dos sacerdotes y del dirigente rural son crímenes
abominables que ocurrieron en el marco de una guerra que con justicia se la ha
llamado la guerra sucia. Los bandos enfrentados cometieron hechos horribles.
Pero difícilmente pueda sostenerse que uno de esos bandos (los militares)
actuaba movido por odio a la fe en tanto el otro (el de las organizaciones
guerrilleras y sus apoyos de superficie) promovía la fe católica. Tampoco
estamos afirmando, no nos consta, que los tres estuviesen involucrados en
acciones directamente armadas ni terroristas; pero estuvieron, sí, cerca de las
organizaciones guerrilleras a las que brindaron una incuestionable apoyatura
ideológica y propagandística. Por tanto, la conclusión del superior
franciscano, que Tornielli cita, que “ni el padre Carlos ni el padre Gabriel
Longueville pertenecían a la izquierda, ni usaban armas. Además, el padre
Carlos había participado con el papá en varias campañas electorales a favor del
partido radical (partido del centro). Es más, se puede decir que eran
anti-comunistas”, resulta por lo menos de un sarcasmo inadmisible. Que no
llevaban armas, lo hemos dado por supuesto ante la falta de evidencias
concretas; pero que no eran de izquierdas y más bien eran anticomunistas son
afirmaciones que no se sostienen. Al margen, digamos que el partido radical no
era necesariamente de centro: cualquiera que conozca medianamente la realidad
argentina de aquello años sabe que el viejo Partido Radical fue infiltrado en
vastos sectores por la izquierda más radicalizada y que muchos de sus miembros
integraron las filas de la guerrilla trozkista representada por el
autodenominado Ejército Revolucionario del Pueblo.
2.
Mención aparte merecen las dos notas de Beltramo Álvarez.
A diferencia de Tornielli que pretende presentar una suerte de contexto
histórico general, estas dos notas apuntan más bien a dos cuestiones
específicas: una explicación de la conocida foto en la que Angelelli aparece
celebrando misa con el emblema de Montoneros detrás y la noticia de un
documento inédito relativo a una supuesta declaración de Monseñor Witte a favor
de la tesis del atentado.
Respecto
de la famosa foto, Beltramo anuncia que “Vatican
Insider
reconstruyó la historia jamás contada detrás de esa estampa” y que “los hechos
relacionados con aquella fotografía cuentan una historia totalmente distinta”.
¿Cuál es esa historia nunca contada y distinta? Que esa foto corresponde a la
inauguración de una sala de primeros auxilios, el día 7 de noviembre de 1973,
en un barrio pobre de La Rioja. Al iniciar aquella misa, sigue relatando
Beltramo, “Angelelli no había reparado de la presencia del cartel a sus
espaldas, colocado allí por algunos muchachos como expresión de su entusiasmo
juvenil”. Al parecer uno de esos entusiastas jóvenes (hoy hombre maduro) se
comunicó con el actual obispo auxiliar de Santiago del Estero, Enrique
Martínez, “para hacerle saber que el obispo, al darse cuenta de la presencia de
la bandera, terminada la celebración, los llamó a un costado para
recriminarles y reprenderles, ‘con caridad pero con firmeza’, sobre aquel
gesto. Y añadió que, en diversas ocasiones, el propio Angelelli manifestó su
preocupación por los dolores de cabeza que, ya advertía, ese episodio le podría
acarrear”.
¿Quién
puede seriamente dar crédito a esta excusa pueril que insulta la inteligencia
de cualquier persona de coeficiente mental medio? ¿Puede pensarse que Angelelli
no advirtiera el inmenso cartel que ocupaba toda la pared? ¿No lo vio al entrar
y en ese caso ordenar que se lo retirara? Pero donde el relato hace agua es
cuando el autor de la nota sostiene que hacia finales de 1973 “Montoneros no era
una organización proscripta y en muchas de las provincias argentinas era
considerada como la cenicienta de la liturgia peronista” y que sólo a partir
del 1 de mayo de 1974 cuando Perón los echó de la plaza los montoneros se
dieron a la clandestinidad. Pero ¿quién que conozca siquiera de lejos la
historia argentina puede ignorar que en esa fecha, noviembre de 1973,
Montoneros llevaba sobre sus espaldas numerosos crímenes y atentados
terroristas? ¿Quién puede desconocer que el 1 de junio de 1970 un comando
montonero asesinó, previo secuestro, al General Aramburu? ¿O que esos mismos
asesinos en septiembre de 1973, apenas unos dos meses antes de la cuestionada foto,
ultimaron al líder sindical José Ignacio Rucci? Podríamos llenar varas páginas
con la simple enumeración de los crímenes montoneros anteriores a la fecha de
la foto. Más aún: Montoneros nunca
fue otra cosa desde su aparición en mayo de 1970 que una organización armada
terrorista. Quien ignore esto no tiene la menor competencia para evaluar hechos
incontrovertibles, salvo que mienta adrede.
El
tercero, y último, artículo de la serie pretende dar a conocer un documento,
hasta ahora inédito, que demostraría que Monseñor Bernardo Witte, sucesor de
Angelelli en la sede riojana, habría avalado en ese documento la tesis del
atentado contradiciendo de este modo la versión del accidente. El documento en
cuestión es una carta redactada en hoja oficial del
Obispado de La Rioja que lleva por título “Aporte voluntario a la investigación
del homicidio de monseñor Enrique Angel Angelelli”, fechada el 7 de septiembre
de 1988 y dirigida al Presidente de la Cámara Federal en lo Penal de la Ciudad
de Córdoba. Beltramo acompaña un facsímil de esta carta. Lo primero que llama la atención es que
Monseñor Witte, quien siempre sostuvo públicamente que la muerte de Angelelli
fue accidental, pudiera de pronto avalar la tesis contraria. Al respecto
conviene cotejar algunas fechas. El 29 de julio de 1988, es decir menos de dos meses
antes de la carta exhibida por Beltramo, en declaraciones al diario La
Prensa y en referencia al dictamen elaborado en 1986 por el Juez de La
Rioja, Monseñor Witte sostuvo:
Nos
sorprendimos de que la misteriosa muerte de Monseñor Angelelli, haya sido
caratulada de asesinato sin que se tengan las pruebas suficientes. En la causa
se incluyó a militares sin suficientes pruebas, y luego éstos recibieron los
beneficios de las leyes de punto final y obediencia debida, sin que pudieran
defenderse.
Hay más.
El 27 de septiembre de 1988, apenas veinte días después de la carta, Monseñor
Witte aparece suscribiendo unas declaraciones del único testigo ocular del
hecho quien afirma que se trató de un accidente (respecto de este testigo
hablaremos más adelante pues las cosas no sucedieron exactamente como las
cuenta Beltramo). ¿Cómo se explica que en el curso de apenas dos meses Monseñor
Witte hubiera sostenido la tesis del accidente, después la del atentado y, otra
vez, suscribiera unas declaraciones que hablan de un accidente? O Monseñor
Witte se contradecía a cada paso (cosa poco probable) o bien se trata de otra
cosa. Máxime si se tiene en cuenta que, como dijimos, Monseñor Witte sostuvo
hasta el final de sus días que, tras sus propias investigaciones, Angelelli no
murió asesinado sino víctima de un fatal accidente.
Ahora
bien, si se examina con atención la carta esgrimida por Beltramo (cuya firma
parece auténtica) lo que Monseñor Witte hace es solamente transmitir informes
recibidos, entre ellos la nueva versión del sacerdote Pinto (que viajaba con
Angelelli en el mismo vehículo el día del accidente) sin hacerlos propios. No
es de poca relevancia recordar que Pinto en su primera declaración del 5 de
agosto de 1976, al día siguiente de la muerte, dijo que recordaba sin mayores
precisiones haber pasado por la localidad de Punta de los Llanos, seis kilómetros
antes del lugar del accidente, y que no se recuperó hasta el momento en que se
halló internado en el hospital donde fue atendido, por lo que no recordaba nada
respecto de la forma ni de los motivos en que se produjo el vuelco de la
camioneta que guiaba Angelelli. En ningún momento aludió al supuesto hecho de
haber sido interceptado por otro vehículo de color claro. Esta historia del
atentado la relató sólo muchos años después cuando, tras haberse negado en
reiteradas ocasiones a prestar declaración testimonial -no obstante haber sido
citado por el juez de Instrucción de La Rioja- apareció con la novedosa versión
del atentado. ¿Admirable recuperación de la memoria doce años después de los
hechos o un burdo ardid judicial para eludir la responsabilidad que le cabría
en el accidente si, como todas las pericias lo confirman, no era Angelelli
quien conducía la camioneta sino el propio padre Pinto? Pinto, en efecto,
hubiera sido acusado de homicidio culposo si la justicia hubiera establecido
que era él quien conducía el vehículo. Esto bastaría para explicar su súbita
recuperación de la memoria.
El
documento que Beltramo exhibe como un gran descubrimiento carece, por tanto, de
toda relevancia cuando no es otra cosa que uno de los varios pasos dados por
Monseñor Witte en pro del esclarecimiento de la muerte de su antecesor, pasos
que lo llevaron a concluir que la muerte de Angelelli no fue otra cosa que un
lamentable accidente de ruta al volcar la camioneta que, casi con absoluta
seguridad, guiaba el curioso testigo de curiosa memoria.
(Continuará)
Maria Lilia Genta
Maria Lilia Genta
[1] Respecto
de este personaje puede consultarse Ernesto
Salas y Flora Castro, Norberto Hebegger. Cristiano, descamisado y
montonero, Buenos Aires, 2011. También, Luís
Miguel Donatello, Catolicismo y
Montoneros: religión, política y desencanto, Buenos Aires, 2010.
[2] Cf.
Horacio Verbisky, La mano izquierda de Dios, Tomo IV La última dictadura (1976-1983), Buenos
Aires, 2010.
[3] Pueden
consultarse al respecto los trabajos de Laura
Graciela Rodríguez, Los
radicalizados del sector rural. Los dirigentes del Movimiento Agrario Misionero
y Montoneros (1971-1976), en Mundo
Agrario, volumen 10, número 19, segundo semestre de 2009 y María Agustina Desalvo, El MOCASE: orígenes del Movimiento Campesino
de Santiago del Estero, en Astrolabio, n. 72, 2014.
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Angelelli. Historia de un presunto martirio (I) (María Lilia Genta)
Una historia olvidada
De no mediar una vuelta atrás del Papa
Francisco (cosa muy poco probable) o un milagro de la Virgen (que impetramos y
esperamos) el próximo 27 de abril serán beatificados en la Provincia argentina
de La Rioja el obispo Enrique Angelelli (que rigió la diócesis riojana entre
1968 y 1976), los curas Carlos Murias y Gabriel Longueville y el laico
Wenceslao Pedernera (todos ellos colaboradores del obispo) a quienes la Santa
Sede ha declarado muertos por odio a la fe según decreto pontificio dado a
conocer el 8 de junio del pasado año.
El hecho ha causado estupor y no poco
escándalo entre quienes conocen las circunstancias históricas que rodearon las
muertes de los pretendidos mártires. Se han elevado varias peticiones a la
Santa Sede, debidamente documentadas, en favor de una suspensión de la medida;
no han faltado las súplicas dirigidas al Vicario de Cristo rogando se deje sin
efecto semejante beatificación; dos obispos argentinos (ambos eméritos) han
manifestado públicamente su oposición[1]; en
muchos medios católicos (y aún en la prensa secular) se ha dado amplia difusión
a las razones que fundan tales pedidos y súplicas. Pero hasta ahora la
respuesta ha sido el silencio oficial del Vaticano o, en su defecto, algunas
notas periodísticas aparecidas como las tres que publicara el portal oficioso
de la Santa Sede Vatican Insider en
sus números de los días 30 y 31 de octubre y 2 de noviembre pasados.
Estos
artículos, firmados el primero por Andrea Tornielli y los otros dos por Andrés
Beltramo Álvarez, pretenden rebatir con argumentos insostenibles las sólidas
razones que esgrimen quienes se oponen a esta beatificación que tanta inquietud
y perplejidad ha provocado en amplios sectores católicos y aún seglares.
Va de suyo que quienes nos manifestamos
contrarios a esta beatificación somos católicos que procuramos ser fieles a la
Fe de nuestro bautismo, a Cristo, a la Iglesia, a la Tradición y al Magisterio.
Lo hemos proclamado en cuanta ocasión fue preciso hacerlo. Además, y a riesgo
de parecer inmodestos, no creemos que debamos rendir examen de ortodoxia. Sin
embargo, los propulsores de esta descabellada beatificación nos han dedicado
los peores calificativos. Según Monseñor Marcelo Colombo, ex obispo de La Rioja
y actual arzobispo de Mendoza, somos “profetas del odio que en su omnipotencia
se sienten dueños de este país”, “ideólogos de la seguridad nacional” y, al
parecer, nos identificamos con “los poderosos” enemigos de “los pobres”;
además, nuestras críticas resultan “trasnochadas, anacrónicas e irreverentes”. Para
Tornielli, en cambio, representamos sectores católicos “alérgicos a ciertas
enseñanzas de la Doctrina social de la Iglesia, en relación con la justicia
social”. Tales falacias se comentan solas y son muestra evidente de la
ofuscación ideológica que padecen los fautores de este curioso martirologio.
1. En realidad, todo el proceso de esta
beatificación responde, en esencia, a la asunción sin más por parte de ciertos
sectores eclesiales, de una historia falsa o, mejor dicho, de una enorme
impostura impuesta por una abrumadora propaganda en Argentina a partir de 1983,
año en que cesa el gobierno militar y se abre paso a la sucesión de gobiernos
democráticos. Esa propaganda ha sostenido invariable el relato de una “historia
oficial” que consiste en afirmar que en Argentina hubo una terrible dictadura
militar que asesinó, secuestró e hizo desaparecer a treinta mil personas
absolutamente inocentes, comprometidas con las luchas populares por la
liberación, en el marco de un enorme genocidio. La versión eclesiástica de este
relato supone que hubo obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que se
enfrentaron valientemente a la dictadura genocida (mientras la mayoría de la
cúpula jerárquica se mantenía en silencio o colaboraba directamente con los
militares) lo que significó, en algunos casos, la ofrenda de la propia vida.
Así, en este marco, Angelelli era un obispo comprometido con la justicia
social, dedicado a los pobres, fiel al espíritu del Concilio Vaticano II: un
día, unos militares perversos decidieron acabar con su vida fraguando para ello
un accidente automovilístico. Felizmente, tras varios años, la impoluta
justicia democrática descubrió la verdad y condenó a los asesinos. Epílogo:
Angelelli murió asesinado por odio a la fe; ergo es mártir y como tal es
beatificado. Lo mismo cabe decir respecto de sus “compañeros de martirio”. He
aquí, en síntesis, el relato en su doble vertiente secular y eclesial.
Pero esta historia no resiste la menor
crítica. Cualquiera que conozca medianamente lo sucedido en Argentina (y en
Hispanoamérica) durante las décadas de los años sesenta y setenta sabe
perfectamente que se trata de una historia radicalmente falsa. La verdad es muy
distinta y es necesario decirla. Lo que ocurrió en aquellos dramáticos años es
que el comunismo internacional con sede en la Unión Soviética y con el
indiscutible apoyo de la Cuba castrista desató en prácticamente la totalidad
del territorio hispanoamericano lo que se llamó la Guerra Revolucionaria. Esta
guerra, atípica, desarrollada a nivel continental bien que con las debidas
variantes regionales y nacionales, fue sobre todo una guerra ideológica cuyo
objetivo antes que la conquista del territorio apuntaba a la conquista de la
población y a la toma del poder por vía armada a fin de imponer la utopía de un
“socialismo nacional” de neto corte marxista, ateo y totalitario. Por tanto,
una de las etapas de este proceso revolucionario consistía en la organización
de un aparato militar guerrillero cuyo modus operandi era, en esencia, el terrorismo, al principio selectivo
contra las fuerzas armadas regulares y, luego, indiscriminado contra la
población en general. Cuanto decimos está plenamente documentado en los
periódicos de la época y en multitud de estudios y de ensayos que pueden
consultarse sin mayores dificultades.
Pero este cuadro de situación no estaría
completamente descripto si a todo lo dicho no se agregara la decisiva
participación de un fuerte componente eclesial que sumó una cuota nada
despreciable de activa colaboración ideológica y armada a la acción de las
fuerzas revolucionarias del comunismo. Este es el punto fundamental, el que se
omite con demasiada frecuencia cada vez que se examina la época que estamos
analizando, el punto, en suma, que la jerarquía católica argentina hasta el día
se ha negado a revisar[2].
Pero sin la consideración de este punto es imposible entender el verdadero
sentido de la vida y aún de la muerte de Angelelli y de otros que como él
siguieron los pasos extraviados de lo que, con aguda precisión, se llamó la
Iglesia clandestina[3].
Nos estamos refiriendo al grave impacto que
tuvieron en la vida de la Iglesia, tanto en Argentina como en el resto de
Hispanoamérica, las experiencias de la llamada Teología de la Liberación y el
Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo que se inspiraba en ella. En
ambos casos se trató de una gravísima desnaturalización del Evangelio que de
mensaje salvífico ordenado a la vida eterna pasó a ser una suerte de utopía
revolucionaria intramundana adoptando, incluso, la praxis y la hermenéutica
marxistas de la revolución social. Con el propósito, en muchos casos noble
y bien intencionado, de ocuparse de los
pobres y de dar respuesta a situaciones objetivas de injusticia en las
sociedades hispanoamericanas, se sustituyó la auténtica doctrina social de la
Iglesia por la temible utopía de un “socialismo cristiano”.
Sin duda que las turbulencias que siguieron
inmediatamente a la clausura del Concilio Vaticano II y el estado de confusión
generalizada en que quedó sumida la Iglesia en aquellos años contribuyeron de
manera decisiva a la configuración de este fenómeno. De hecho, los promotores
de este “socialismo cristiano” con su idea de “un hombre nuevo” -más próxima a
la ideología marxista del Che Guevara que a la teología paulina- no hacían sino
invocar el “espíritu del Concilio”. Este “espíritu” campeaba por doquier dejando
a su paso un cúmulo de estragos y de ruinas. Es en este contexto eclesial -e
insistimos en subrayar enfáticamente este punto- en el que se inscribe la
activa participación de numerosos sacerdotes, religiosos y laicos en las
organizaciones guerrilleras armadas y en las organizaciones colaterales de
superficie que constituyeron una vasta red mundial de apoyo a la subversión
marxista.
De lo que se trató, en realidad, fue lisa y
llanamente de la introducción de la dialéctica marxista en el interior de la
Iglesia. Esta dialéctica fue creando falsas antinomias: integrismo versus
progresismo, conservación versus renovación, poder episcopal versus autoridad
papal, “iglesia de los pobres” versus “iglesia de los poderosos”, “el aire enrarecido,
envejecido” versus el “aire fresco” , “estructuras eclesiales caducas” versus
“nuevas estructuras eclesiales”, etc. Tales antinomias aparecían como
oposiciones absolutas, sin dejar lugar a matices ni a integraciones en un
constante avance hacia el enfrentamiento y la disyunción.
Por otra parte, esos mencionados sectores
eclesiales, en ocasión fuertemente radicalizados, no se presentaban, en todo
caso, como una parte o un carisma más dentro de la unidad de la Iglesia sino,
al contrario, pretendían representar el verdadero rostro de la Iglesia
jactándose de poseer una asistencia especial del Espíritu Santo el cual les
acordaba ciertos carismas especiales para la realización de su misión profética
para la transformación de la Iglesia, transformación radical tanto en lo
dogmático como en lo pastoral. Esta suerte de “nueva Iglesia” debía prestar
activa colaboración al marxismo (se daba por descontado que la humanidad
avanzaba ineluctablemente hacia el socialismo) como condición indispensable de
toda “encarnación” de los valores cristianos en el orden temporal. Se trataba, como
ya dijimos, de una grave desnaturalización del mensaje cristiano; en efecto, el
cristianismo no tenía ya por objeto la salvación sobrenatural de los hombres
sino una salvación intramundana, inmanente y secularizada identificada con las
propuestas más radicales de la revolución comunista.
2. Pues bien, fue en este contexto que se
desarrolló la actividad pastoral de Monseñor Enrique Angelelli desde los años
iniciales de su oficio episcopal. Más aún, Monseñor Angelelli es una figura
paradigmática que encarna como pocos este desgraciado compromiso de la Iglesia
argentina con el proceso de la guerra subversiva marxista.
Son numerosos los hechos que avalan lo que
decimos. Como Obispo Auxiliar de Córdoba es muy conocida su actuación contra el
Arzobispo Monseñor Ramón José Castellano quien debió abandonar su cargo a causa
de ciertas acciones de un grupo de sacerdotes y profesores del Seminario Mayor
(del que era Rector el propio Angelelli), que llevaron a un profundo
enfrentamiento en el catolicismo cordobés; Angelelli no sólo alentaba dichas
acciones sino que las lideraba en su doble condición de obispo auxiliar y de
rector del Seminario. En La Rioja, al frente de cuya sede episcopal fue
designado tras los sucesos de Córdoba[4], su
acción estuvo notoriamente signada por el tercermundismo y la teología de la
liberación. Se rodeó, en efecto, de sacerdotes y laicos de inequívoca filiación
tercermundista (que fueron desde el primero al último día sus colaboradores más
estrechos) al tiempo que emprendió toda clase de persecuciones contra quienes
no comulgaban con su línea pastoral. De esta misma época comienza a conocerse
su cercanía y compromiso con las organizaciones terroristas como Montoneros. También son muy conocidos
los duros enfrentamientos que protagonizó con amplios sectores de fieles que no
admitían el giro ideológico que Monseñor Angelelli imprimía a su gestión. Los
enfrentamientos fueron de tal calibre que la misma Santa Sede tuvo que
intervenir.
El encargado de investigar la situación e
informar a la Santa Sede fue Monseñor Vicente Zaspe quien elevó al Papa Paulo
VI un informe que en nada respondía a la realidad que se vivía en la Iglesia
riojana. En dicho informe se hablaba de la fidelidad de Monseñor Angelelli al
Evangelio y al Concilio Vaticano II. Sin embargo se omitía un dato fundamental:
se trataba de un Evangelio y de un Concilio distorsionados por la suma de todas
las ideologías de izquierda, de inspiración tercermundista que gravaban
pesadamente sobre la integridad de la Fe.
Todo esto constituye, sin lugar a dudas,
una contra ejemplaridad respecto de lo que debe ser un genuino pastor católico
a quien se le encomienda regir, instruir y santificar a su pueblo. Monseñor
Angelelli, por desgracia, lejos estuvo de configurar en su vida y en su obra
pastoral el ejemplo de un sucesor de los Apóstoles: ni rigió, ni santificó ni
instruyó al rebaño que le fue confiado ya que con su acción sólo produjo
confusión y desunión; y esto, independientemente de sus intenciones que
permanecen ocultas para nosotros y sólo sujetas al inapelable juicio de Dios.
(Continuará)
Maria Lilia Genta
Maria Lilia Genta
[1] Nos referimos al
Arzobispo Emérito de La Plata, Monseñor Héctor Aguer y al Obispo Emérito
Castrense Monseñor Antonio Juan Baseotto. Monseñor Aguer, en carta dirigida al
diario La Nación, con fecha 5 de
agosto de 2018, sostenía, entre otras cosas: “¿Por qué no se declara el
martirio del filósofo Carlos Sacheri, maestro de la Doctrina Social de la
Iglesia, asesinado por el ERP a la salida de misa y cuya sangre salpicó a su
mujer y a sus hijos? Sospecha: se piensa que Sacheri era “de derecha”, y
en su libro La Iglesia clandestina
había denunciado los errores del progresismo y la infiltración marxista en
ambientes católicos. Su beatificación sería eclesiásticamente incorrecta”. Por
su parte, Monseñor Baseotto en carta fechada el 12 de octubre de 2018 y
publicada en varios medios nacionales y del exterior afirmaba: “Voy constatando
en muchos cristianos bien formados que abrigan, como yo, una duda muy seria
acerca de este supuesto martirio. Claramente, si hubiera sido muerto por los
militares, no habría sido por su Fe, sino por su compromiso con las fuerzas de
izquierda, entonces operantes en La Rioja y hoy, en el poder, al que han
llegado muy hábilmente”.
[2] Nos referimos a los
pronunciamientos y documentos oficiales de la Jerarquía. Ha habido varios
obispos (muy pocos) que, a título
personal, no sólo han reconocido esta realidad sino que la han denunciado
pública y valientemente.
[3] La expresión “Iglesia
clandestina” fue acuñada por Carlos Alberto Sacheri quien en 1970 publicó un
libro con ese nombre. Al igual que Jordán B. Genta (asesinado en octubre de
1974) Sacheri murió en un atentado terrorista en diciembre del mismo año. Ambos
denunciaron la ofensiva revolucionaria del comunismo en Argentina en aquellos
años: Genta principalmente en el plano político y cultural, Sacheri en la
Iglesia. En una carta hecha pública en 1975, sus asesinos declaraban
explícitamente que habían sido asesinados por su condición de “soldados de
Cristo Rey”.
[4] En
realidad, el objetivo de Angelelli era ser desginado Arzobispo de Córdoba en
remplazo del defenestrado Monseñor Castellano. Pero la Santa Sede adoptó una
decisión en cierto modo salomónica: nombró arzobispo de Córdoba a Monseñor
Primatesta, a la sazón Obispo de San Rafael (Mendoza), y traslado a Angelelli a
la sede de La Rioja, sede que asumió el 24 de agosto de 1968.