lunes, 3 de diciembre de 2012

AMENAZAS Y CORRUPCIÓN


OPINIÓN

Hay dos problemas independientes, el de los libelos de cuya existencia la prensa ha dado cuenta en innumerables oportunidades,  y la forma de evitarlos, que sería alguna forma de legislar la lucha contra la corrupción.

 Así a varios periodistas les han llegado libelos anónimos con amenazas de muerte e  infundios calumniosos y en otros casos pancartas públicas con fotografías que muestran tenores o mensajes ladinos que en nada se ajustan a la verdad.
Los destinatarios y su familia han sido intimidados, amedrentados, se han preocupado, que además de atentar contra su seguridad e intimidad,  hayan sufrido el escarnio y la infamia injusta.
Es sabido que la amenaza incluida en el delito de coacción es particular pues no se dirige a alarmar o amedrentar, sino a obligar al sujeto pasivo a que actúe o no actúe, o que soporte o sufra algo, pretendiendo gobernar su conducta vulnerando su facultad de libre determinación
La norma  penal que garantiza a quienes han sido amenazado protege la integridad corporal y la vida en definitiva, desde el más remoto límite en cuanto a la inmediatez de su posible afectación, por lo que  la amenaza es un delito contra el sentimiento de seguridad en el que se protege la libertad psíquica que encuentra su expresión en la intangibilidad de sus determinaciones.
Pero existe un difundido malestar público, pues la policía, los fiscales  y jueces que debieran actuar de oficio y el  estado que dice ser inocente, se muestran incapaz de prevenir los delitos señalados y  cometidos, y de descubrir a sus autores. 
Es peligroso para la sociedad que sus organismos de seguridad se mutilen, se obliguen a prescindir de herramientas indispensables,  y que los ilícitos cometidos contra los periodistas no se investiguen,  porque al quedar en la clandestinidad esas herramientas no desaparecen sino que se orientan indebidamente.
Todos estamos contra la corrupción. La corrupción es el proceso de descomposición, de muerte, de infección, de putrefacción, que ataca a los seres vivos.
Nadie debiera defenderla, aunque algunos a veces la justifican diciendo que siempre es compañera de los procesos vitales, de desarrollo, de inversiones: se dice, prefiero un gobierno corrupto que haga obras y no un gobierno honesto que no haga nada. Bueno: contra eso hay que luchar.
Hay que demostrar que sí es posible actuar con eficacia y con honestidad al mismo tiempo, y que la corrupción, a pesar de presentarse acompañando a los procesos de desarrollo, lleva en sí la estafa, la falsía, la muerte, el despojo a la generalidad, a los contribuyentes.
La corrupción quizás sería mejor combatida si se la describiera perfectamente en un código penal. Puede ser. Pero hay un concepto general, bien visto y aceptado, de que todos somos iguales ante la ley.
A eso posiblemente haya que analizarlo: hay cosas que un individuo cualquiera puede hacer, y un funcionario no, simplemente por razón de su cargo.
La gauchada a un amigo está socialmente muy bien vista; cuando a la gauchada la hace un funcionario hasta puede constituir un delito.
El concepto de corrupción, qué es honesto y qué es corrupto, está muy ligado a la moralidad.
Y la moralidad depende de un sistema de valores, de principios aceptados por el cuerpo social.
Cuando la sociedad reconocía a una religión como verdadera, se simplificaba el análisis; no digo que no se delinquiera, pero sí que había conceptos aceptados por todos.
Ahora resulta más difícil definir a la moral porque al prescindir de la religión se pierden parámetros del bien y del mal.
Pero, de todas maneras, es necesario que nos pongamos de acuerdo en cuáles son las conductas aceptables, qué es lo que puede y lo que no puede hacer un individuo en el desempeño de una función pública.
Componer un cuerpo de normas, un código que rija las conductas, no es una tarea fácil ni sencilla; es engorrosa y con resultados que seguramente serán discutibles. Pero es una tarea a la que debemos abocarnos cuanto antes, porque la sociedad lo necesita, lo reclama y está ávida de normas que permitan vislumbrar una esperanza.
En política, en administración pública, esperamos emplear el término en este mismo sentido, bien preciso.
Una conducta corrupta es la que, con mala fe, no procura el bien general sino el propio o el de allegados o benefactores.
Y alarma al pueblo argentino ver la enorme corrupción generalizada, y que queda impune debido a falta de pruebas fehacientes o de investigaciones desacertadas.
A lo que se apunta, lo que está en la mira de la ciudadanía honesta y preocupada, es la corrupción de ciertos funcionarios y del propio gobierno.
Se presume que el gobierno debe dar una solución con resultados concretos y hablar de gobierno supone los tres poderes de estado.
¡Periodistas, Ciudadanos… “No olvidemos que para los hombre se han hecho las empresas.” Lo decía el general San Martín!

DR. JORGE B. LOBO ARAGÓN