OPINIÓN:
Es sabido que la Virgen María, junto a la Cruz, no sólo ha participado
en forma eminente en el misterio redentor (corredención) sino que ha
compartido, místicamente, la misma muerte de su Hijo.
Así reza
una oración litúrgica dirigida a la Virgen Madre:
“Dichosa
tú que, sin morir, mereciste la corona del martirio junto a la Cruz de tu Hijo”
(2ª Misa de la Compasión, oración postcomunión).
En el
misterio, que hoy celebramos, la Virgen María se convierte en el “icono
escatológico de la Iglesia peregrina”, es decir: al ser entronizada en cuerpo y
alma en la gloria, todos nosotros estamos incluidos en este triunfo anticipado.
Ella es actualmente todo lo que la Iglesia peregrina aspira a ser en un futuro.
Es verdad
que nuestra pascua o paso a la vida eterna tiene dos etapas: la muerte física y
la resurrección al fin de los tiempos. Sin embargo, lo esencial es nuestra
entrada en la gloria después de nuestra muerte.
En efecto,
en este mundo el alma necesita de las imágenes sensibles aportadas por el
cuerpo para entender y gozar, pero en el cielo no conoceremos por imágenes sino
que Dios mismo será a la vez la imagen, el objeto de la visión y el gozo
beatíficos.
Por lo
tanto, la resurrección de los cuerpos al fin de los tiempos no aportará un
cambio o progreso esencial a nuestra gloria sino sólo accidental.
El alma
que goza de la visión beatífica tiene ya una gloria perfecta y completa, ya que
la raíz misma de la sensibilidad permanece en ella.
Veamos,
pues, nuestra propia muerte como una participación viva, actual y fecunda en el
misterio pascual de Cristo.
Hoy nos
parece absolutamente normal honrar a la Virgen como Madre de la Iglesia, pero
esta “definición” del Papa del Concilio costó sangre, sudor y lágrimas, tanto
al Papa como a los Padres conciliares. Ha sido una ocasión más en la cual el
gran Papa nos dejó un ejemplo no sólo de cómo amar y servir a la Iglesia sino
también de cómo sufrir por ella.
En cuanto
a la muerte de la Virgen, tampoco la tocó esta vez el Concilio.
Ya vimos
que la Virgen también murió (místicamente) junto a la Cruz en orden a nuestra
corredención.
Ahora
bien, consumada la Redención en la cruz (y la corredención al pie de la cruz),
la muerte de la Virgen, sin pecado original, carece de causa eficiente y
suficiente.
En efecto,
la Virgen al pie de la Cruz llegó a la última consumación de su misión en la
tierra. Todo lo ocurrido después es consecuencia de esto, sobre todo la
madrugada de Pentecostés. La Iglesia nació del costado de Cristo muerto en la
Cruz. Pentecostés fue la manifestación gloriosa de este nacimiento.
La vida de
la Virgen después del Calvario es uno de los misterios más profundos y sublimes
que a todos sus amantes nos gustaría conocer.
Cumplida
su misión de corredimirnos junto y bajo su Hijo, exenta del pecado original y
colmada de gracia desde su Concepción, su vida oculta junto a san Juan debe
haber sido una adoración, acción de gracias e intercesión incesantes por toda
la Iglesia naciente.
Es verdad
que no tenemos datos concretos sobre el fin de su vida terrena, inmediatamente
antes de su Asunción, pero lo espontáneo, natural y necesario desde el punto de
vista teológico es su pascua (paso) directo a la gloria. Son los mortalistas
los que deben aducir razones para justificar la presunta muerte de la Virgen,
ya que al carecer de pecado original no tendría ninguna causa natural o
racional.
Podemos,
pues, pensar sana, lúcida y piadosamente que la Virgen “consumado el curso de
su vida terrena, fue asunta al cielo en cuerpo y alma” sin pasar por la muerte.
Claro, sin herir ni descalificar a los muchos que piensan de otra manera.
San
Agustín decía así: “En lo cierto: unanimidad; en lo dudoso: libertad; en todo:
caridad”.
Termino
recordando la antigua máxima: “Nuestros muertos gozan de buena salud”, incluso
los que deben pasar un tiempo en el Purgatorio purificándose, ya están salvados
y pueden beneficiarse con el consuelo de nuestras oraciones y sacrificios.
Como
quería san Pío X, asumamos desde ahora nuestra propia muerte, ofreciéndola
libre y espontáneamente por la vida del Cuerpo Místico.
Ahora que
estamos lúcidos hagamos un acto de generoso desprendimiento y aceptemos no sólo
nuestra propia muerte, sino también todos los detalles y circunstancias
físicas, psíquicas y espirituales que la acompañen.
Vivamos
intensa y apasionadamente nuestra vida terrena, pero en función de la vida
eterna que esperamos y nos espera.
Encomendemos
nuestros muertos a la misericordia divina, para que ellos nos encomienden a
nosotros una vez glorificados.
Por último
los dejo con el Apóstol: “Hermanos” Ambicionad los carismas mejores.
Y aún os
voy a mostrar un camino mejor.
Ya podría
yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy
más que un metal que resuena o unos platillos que aturden. Ya podría tener yo
el don de predicción y conocer todos los secretos y todo el saber; podría tener
fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada.
Podría
repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo
amor, de nada me sirve.
El amor es
comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se
engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal;
no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites,
cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites.

Ahora
vemos como en un espejo de adivinar; entonces veremos cara a cara. Mi conocer
es por ahora inmaduro, entonces podré conocer como Dios me conoce. En una
palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el
amor (1 Cor 12, 31 – 13, 13).
DR. JORGE
B. LOBO ARAGÓN
jorgeloboaragon@gmail.com