Ellos curan a la ligera el quebranto de mi
pueblo, diciendo: "¡Paz, paz!", pero no hay paz. (Jeremías 6,14)
Era 1983 y si algo anhelábamos los
argentinos era paz. Veníamos de una década sangrienta. Dos guerras en diez años
era demasiado para cualquiera, pero también es necesario aclarar que en esos
diez años, además de verterse sangre a destajo todo se había hecho mal. Desde Perón
que puso como presidente a un imbécil del que creía que su intrínseca
obsecuencia lo eximiría de la traición y terminó ensuciando sus calzoncillos
cuando los “imberbes” le exigieron una amnistía infame pasando por ese coro
griego almidonado y falaz de políticos que en cuarenta años solo han privilegiado
la ignorancia y mejorado sus cualidades de cortabolsas, hasta llegar a aquellos
que decían que iban a reorganizar la República y terminaron sumiéndola en un
lamentable caos económico y social.
Aunque todos lo conocían, ninguno de
ellos se decidió a modificar lo que es en sí el sarcoma que corroe a los
argentinos. Nadie se animó a cambiar la indisciplina congénita que nos agobia,
ni el triunfalismo estúpido que nos hace vivir cualquier evento como si fuera
un campeonato mundial y que si se pierde nos sume en grupales estados
depresivos, ni el individualismo feroz que nos enorgullece. Ni siquiera esa
siniestra mentalidad de camorra a la que jocosamente llamamos viveza criolla y
que no es otra cosa que una deshonesta manera de encarar la vida.
No, todos ellos estaban para el “bronce”, los
fierros o el bolsillo, pero no para el callado trabajo de reeducar a un pueblo
que desde hacía años se la creía. Un pueblo engolosinado con el pueril cuento
del “granero del mundo”, el “crisol de razas” o el de los “buenos muchachos que
mataron el hambre a españoles e italianos” mientras- adolescentes consentidos
viviendo una perpetua “edad del pavo”- jamás pensamos que era culpa nuestra
todas y cada una de las de las desgracias que nos sucedían. Siempre había, para
nosotros, alguien que desde afuera se empeñaba en destruir el futuro de
opulenta gloria que nos habíamos inventado pero que jamás nos pusimos a
construir.
Era 1983 y si algo anhelábamos los
argentinos era paz, pero de tan anhelada fuimos incapaces de cimentarla y en
nuestra ingenuidad, o estupidez, dejamos que nuestros políticos que vivían
invocándola como bien supremo se hicieran cargo de ella y como todo “bien
supremo” por ellos demandado terminó, la paz ansiada, en el cuarto de las cosas
inservibles.
Como siempre, tuvo más peso el verso
que la realidad en que vivíamos. La ausencia de hombres de buena voluntad y
sentido común y la abundancia de logreros que venían por las migajas de un
estado caído indicó cual sería el futuro de la Argentina. Acometieron la tarea
de seguir dividiendo a la sociedad, no importando cuan herida estuviera ésta,
sino que apostaron a la mistonga fama que un juicio malintencionado y torcido les
podía procurar, antes que tratar de ordenar social, económica y moralmente a
una República deshecha.
Contar todas y cada una de las torpes
pero pérfidas medidas que desde 1983 se tomaron ameritaría un libro y no esto
que solo pretende ser una modesta reflexión, pero la mala fe puesta en juego,
la descalificación permanente del que no pensaba igual, la persecución a los
militares que combatieron a la subversión más allá de los errores que pudieron
haber cometido, el asistencialismo a destajo, la indisciplina social fomentada
muchas veces desde el poder y la mezquina tarea en la que se empeñaron para que
el estado hiciera abandono de sus
funciones específicas solo sirve para que sepamos que la división profunda que
hoy escinde a la sociedad, no empezó ayer, empezó de manera larvada hace
treinta años y tiene nombres y apellidos, tanto de hombres a los que la muerte
los ha vuelto “próceres” como los de aquellos que hoy se aferran a una banca
que los exima de prisión.
Esta es la realidad de la Argentina
y su enfermedad terminal, la falta de paz. Paz a la que nadie le interesó
apuntalar y hacer crecer y que jamás a esos hombres pequeños se les ocurrió
lograr. Permitieron ladinamente que la justicia fuera tomada a saco por jueces
garantistas que solo han conseguido hacer endémica la inseguridad en las
calles, que la salud y la escuela pública, pese a las frases altisonantes que
se repiten hasta la nausea, sea cada vez más un despojo, que cada día haya más
familias que saben que al menos uno de sus hijos no llegarán al año de vida por
desnutrición, y donde la palabra futuro, inclusión y progreso son entelequias
insostenibles que solo se animan a discutir con groseras justificaciones o
perversas descalificaciones mientras practican un sostenido saqueo de las arcas
del estado.
Solo con tres frases podemos definir
el como y el por que de la postración de la Argentina. Tres frases que son el
compendio de la ignorancia, la mentira, la ineptitud y la soberbia que envuelve
a la clase política argentina. Tres frases dichas por tres presidentes de estos
años lamentablemente perdidos; frases que cualquier político podría, en su
desvergüenza, hacer suyas: “no supimos, no pudimos o no quisimos”, “No los voy
a defraudar”, “vamos por todo”.
Mientras tanto en Argentina, la paz
empieza nunca.
JOSE LUIS MILIA
josemilia_686@hotmail.com