(A propósito del referéndum entre los isleños sobre la soberanía de las islas)
Por Antonio Rodolfo Lloveras
Profesor extraordinario consulto de la Universidad Católica de Cuyo.
Inglaterra, en su larga historia de potencia imperial que durante siglos ha proyectado su acción agresiva en los cinco continentes, ha adquirido una merecida fama de proceder en sus relaciones internacionales con una estudiada falta de escrúpulos que se acomoda a la famosa sentencia de Disraeli de que el Reino Unido “no tiene amigos ni enemigos permanentes sino sólo intereses permanentes.” Ese comportamiento singular, revestido de una simbiosis de flema, descaro y cinismo, dosificados según las circunstancias, se manifiesta en las actitudes políticas de sus gobernantes como una manera de lograr a toda costa los objetivos que se proponen alcanzar. Y también para eludir responsabilidades o dejar de cumplir obligaciones asumidas frente a otros Estados o la comunidad internacional cuando no se compaginan con lo que consideran sus “intereses” que anteponen, incluso, al derecho internacional y a las decisiones de sus organismos institucionales, como son las Naciones Unidas.
Los argentinos hemos padecido, en nuestra larga relación con el imperio inglés, estos desplantes de poder traducidos en agresiones y abusos dirigidos a someternos a su dominio y saquear nuestros recursos, de diversas maneras. Basta recordar las invasiones de 1806 y 1807 rechazadas por el pueblo de Buenos Aires; la toma por la fuerza de las Islas Malvinas en el año 1833 expulsando a los pobladores argentinos; el bloqueo del puerto de Buenos Aires por la flota anglofrancesa en 1845, con el objetivo de impedir la incorporación a la Confederación Argentina de la banda oriental, imponer en beneficio de su comercio la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay y promover la segregación de las provincias mesopotámicas; intento frustrado por la gesta de la Vuelta de Obligado y la tenaz resistencia de las fuerzas argentinas y de Juan Manuel de Rosas que los obligaron a cesar la agresión y aceptar la plena soberanía de la Confederación Argentina sobre sus ríos y territorio; y su abierto respaldo a la política del entonces Imperio del Brasil a incorporar a su dominio la provincia del Uruguay segregándola de la Confederación Argentina.
De la codicia inglesa, que va a la par con la perfidia de sus procedimientos, vale la pena recordar como botón de muestra tres hechos –entre otros muchos- de los que hemos sido víctimas. El primero, acaecido poco antes del comienzo de nuestra historia como Nación independiente, es el incumplimiento por el gobierno inglés del compromiso asumido por el general Beresford, que comandó la primera invasión del año 1806, quien en la capitulación firmada el 12 de agosto luego de su derrota se obligó, como prisionero de guerra y representante de su gobierno, a cambio de su libertad que le fue otorgada, a restituir el tesoro del virreinato compuesto de un millón y trescientas mil onzas de oro y plata, robado por los ingleses al virrey Sobremonte y enviado diligentemente a Inglaterra, pese a lo cual el tesoro nunca fue restituido. El segundo hecho, ocurrido más recientemente, es la declaración de inconvertibilidad de la deuda de 1.600 millones de dólares que tenía Inglaterra con Argentina por los suministros de alimentos y materias primas durante la segunda guerra mundial, al concluir esta guerra en el año 1945, default que nos impidió disponer de lo que, en ese entonces, era un monto muy importante de divisas que, por la situación económica mundial estaba sometida a una progresiva devaluación; obligándonos a invertir ese monto indisponible en la compra de los equipos y materiales que nos quisieron vender a los precios que ellos fijaron, y aplicarlo en parte al rescate de los ferrocarriles. El tercero, es la pretensión insólita del gobierno inglés de cobrarnos intereses por los fondos de esa deuda depositados, supuestamente, en el Banco de Inglaterra, como si se tratara de un crédito propio y no una deuda impaga que, si generaba intereses, sólo podían ser a favor del acreedor que era la Argentina. Actitudes demostrativas de esa particular disposición inglesa a acomodar las situaciones a su propia conveniencia aún tergiversando descaradamente la realidad de los hechos y violando sin pudor sus compromisos y los principios morales y jurídicos que imponen su cabal cumplimiento; que, sin embargo, son implacables en exigir a los demás.
Como un nuevo episodio de esa historia de abusos y perfidias, nos encontramos ahora con la humorada inglesa del “referéndum” sobre la soberanía de las Islas Malvinas que el gobierno de británico dispuso realizar entre los habitantes de las islas, es decir, entre los propios ingleses -ya que todos los habitantes implantados en las islas tienen ese origen y ciudadanía-, para que manifiesten su opinión sobre si quieren o no seguir siendo lo que actualmente son, es decir, ingleses y súbditos de su graciosa majestad. ¡¡ Tramposo dilema ¡¡ Que se añade al rosario de picardías y agresiones arriba recordadas. Algo así como si esa misma pregunta se la hubiesen hecho a los habitantes de Londres o de cualquier otra ciudad de Inglaterra. A esta parodia grotesca, propia del “ingenio” del primer ministro Cameron, que parece no haber encontrado otro argumento para desviar la atención pública de su inocultable desprecio por las resoluciones de las Naciones Unidas y atenuar el descrédito resultante de ese desvío, inconcebible en un Estado que, además de fundador de la Organización, es miembro permanente de su Consejo de Seguridad; podríamos replicar con un referéndum análogo que recogiera la opinión de los argentinos y demostrara cuál es su voluntad sobre la soberanía de las Malvinas con una votación que seguramente superaría en más de diez mil veces a la de los isleños. Lo que no dejaría ser la misma farsa y autoengaño en que consiste el referéndum, porque no hace falta votación alguna para saber lo que piensan los isleños ingleses y el pueblo argentino sobre el tema.
El único resultado positivo de esta torpe artimaña es poner en evidencia, una vez más, la mala fe con que procede el gobierno inglés, y confirmar lo que, por obvio, todo el mundo sabe, o sea, que los descendientes de los invasores que se apoderaron por la fuerza de las Malvinas en el año 1833 y actualmente viven en ellas, quieren seguir siendo lo que han sido siempre, ciudadanos y súbditos británicos, y que desde esa fecha hasta el presente nada ha cambiado en el estatus jurídico de las islas como territorio insular argentino usurpado por Inglaterra.
Esta actitud del gobierno inglés es el fiel exponente de una política imperial que no admite otros principios y normas que los de su propia conveniencia y no trepida en utilizar cualquier medio para alcanzarla, aún cuando se trate de un disparate. Por eso, a su descarada y ridícula exhortación a que respetemos el resultado del referéndum, sólo cabe responder instándolos a cumplir las resoluciones de las Naciones Unidas y respetar el incuestionable derecho de la República Argentina sobre las islas respaldado por la irrenunciable decisión de su pueblo de recuperar su soberanía.