Por Agustín Laje (*)
América Latina está viviendo momentos políticos que han ido generando
un conflicto conceptual al cual muchos pensadores y filósofos rehúyen
abordar. “¿Nos gobierna una dictadura o una democracia?”, es la
controvertida pregunta que empieza a escucharse en aquellos países donde
el llamado “socialismo del siglo XXI” −exportado por el chavismo
principalmente a la Argentina, Nicaragua, Bolivia y Ecuador− se ha ido
consolidando. Tal interrogante tiene origen en un fenómeno político
ciertamente llamativo: gobiernos elegidos democráticamente ejercen el
poder dictatorialmente, por cuanto no se someten a la ley o, en el mejor
de los casos, la modifican como un traje a medida, concentrando la suma
del poder público en sus manos y atacando las libertades individuales
de sus ciudadanos.
Los filósofos populistas, como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, a
menudo rentados por estos gobiernos, sostienen que aquél fenómeno tiene
naturaleza democrática irreprochable. Los filósofos institucionalistas,
en cambio, permanecen sumergidos en un mutismo alarmante.
Pero antes de adentrarnos en una problemática de suyo compleja, cabe
preguntarse: ¿Vale la pena enfrentar una discusión de tipo conceptual
sobre lo que está viviendo Latinoamérica? Toda vez que la palabra es el
instrumento con la que el hombre crea la realidad simbólica que lo
rodea, la discusión conceptual no sólo vale la pena sino que es
sumamente necesaria. Abandonar este tipo de discusiones es,
precisamente, lo que ha consolidado la hegemonía populista en la región.
Empecemos señalando que tratar la cuestión democrática importa una
desmesurada complejidad que resulta del abuso que se ha hecho del
término “democracia”. En efecto, cuando un vocablo significa tantas
cosas al mismo tiempo y tan distintas entre ellas, eso es porque se lo
ha vaciado de significado.
La derrota de dos de los tres totalitarismos más cruentos del siglo
pasado al finalizar la Segunda Guerra Mundial, envolvió al sistema
democrático de una legitimidad discursiva infranqueable hasta nuestros
días. Prácticamente nadie quiso, desde entonces, estar al margen de esa
etiqueta que tantas puertas políticas abría o, al menos, evitaba cerrar.
Nadie quiso privarse de ser, aunque sea sólo en lo enunciativo, un
“demócrata”. Y tanto fue así, que hasta los totalitarismos ubicados en
la órbita soviética durante la Guerra Fría intentaron explicarle al
mundo que configuraban una democracia “no burguesa”, o sea, “popular”.
Perversa ironía de gobiernos que hacían del genocidio una práctica
cotidiana contra sus propios pueblos.
Ante la evidente complejidad de pensar sobre un concepto hoy
mutilado, se hace necesario rastrear su verdadero significado en sus
orígenes, y para ello debemos remontarnos muy rápidamente a la antigua
Grecia, cuna de la civilización occidental. La razón de ello es que el
primer registro que tenemos de la democracia reside en la oración
fúnebre que Pericles pronunció por los caídos de la Guerra del
Peloponeso, en el año 431 a.C. Sus palabras indicaban que en la
esencia de la democracia estaba la idea de mayoría, aunque no porque la
mayoría tuviese valor intrínseco como hoy se lo entiende erradamente,
sino porque sólo dándose sus propias leyes, con la participación de
todos, los atenienses podían ser hombres libres e iguales. Y para eso,
todos tenían que pasar por el gobierno en algún momento. Las reducidas
dimensiones de la ciudad griega hacían posible esta democracia directa,
supuestamente capaz de garantizar la libertad de aquellos que eran
ciudadanos.
Pocos años más tarde, condenado a muerte su maestro Sócrates, Platón criticaría rudamente a la democracia en su famosa obra la República,
donde esbozó y reivindicó una sociedad totalitaria comandada por un
filósofo-rey. Lo interesante en Platón es advertir que sus argumentos
contra la democracia son, en última instancia, argumentos contra la
libertad y contra lo que hoy llamamos igualdad ante la ley. En sintonía
con Pericles, aunque desacordando en sus juicios valorativos, el
filósofo vinculaba a la democracia con la idea de libertad e igualdad formal.
En la citada obra, Platón también presentó una clasificación de las
distintas formas de gobierno que, en sentido descendente en términos de
bondad, iban de la siguiente manera: aristocracia (gobierno de los
virtuosos), timocracia (gobierno de los más fuertes), oligarquía
(gobierno de los más ricos), democracia (gobierno de las mayorías),
tiranía (gobierno del líder tirano). El pasaje de la democracia a la
tiranía era una paradoja explicada por la consolidación de lo que hoy
llamamos caudillo. ¿No está pasando algo similar en la América Latina de
nuestros tiempos?
Aristóteles, poco más tarde, desencantado con la democracia pero
menos crítico que Platón respecto de ella, ya no la propondría como un
ideal, sino como un sistema más, junto a la aristocracia y la monarquía.
Estas formas “puras” de gobierno tenían sus formas “impuras”, a las que
podían retroceder si se pervertían: la demagogia, la oligarquía y la
tiranía, respectivamente. Lo relevante en Aristóteles es que entendió
que las mayorías podían dejar de ser democráticas, con lo cual evidenció
que el número es condición necesaria pero no suficiente para la permanencia de una verdadera democracia.
Ahora bien, ¿Cómo se entiende la democracia en el marco de la modernidad? Para ser sintéticos, diremos que la democracia
es el sistema político que otorga al individuo libertad política,
permitiéndole elegir a sus representantes o ser elegido por sus pares
como tal y, al mismo tiempo, lo habilita para acabar pacíficamente con
una gestión de gobierno que considere perjudicial. La esencia respecto
de la idea antigua de democracia, como es evidente, se mantiene intacta:
libertad e igualdad formal como valores constitutivos.
La gran diferencia entre la antigüedad y la modernidad, es que en
aquélla la democracia no precisaba ser mediada por representantes sino
que se practicaba en forma directa, realizando así la libertad del
ciudadano que, a la postre, se autogobernaba. Pero en la realidad
moderna la cuestión es más compleja: al ser representativa, la
democracia ya no se puede alimentar únicamente de la regla mayoritaria,
pues se corre con el riesgo de terminar en lo que Alexis de Tocqueville
llamó “tiranía de la mayoría”, o lo que Max Weber denominó “cesarismo
plebiscitario”. Ejemplo paradigmático de ello es el de Adolf Hitler,
votado por el 89,9% de su pueblo. ¿Acaso diríamos que éste fue un
demócrata simplemente porque resultó elegido por una abrumadora mayoría?
Otro ejemplo ilustrativo es el del primer sufragio universal
(masculino) en Francia, que llevó al poder a Luis Bonaparte, quien
irónicamente instauró la primera dictadura moderna.
El ideal democrático es, entonces, algo más que el acto de colocar
una papeleta en la urna para luego sumarlas y finalmente brindar un
cheque en blanco al ganador. La visión de la democracia como
sinónimo de la “regla de la mayoría”, además de ser simplista, supone
una contradicción insalvable: si el cumplimiento de la regla de
la mayoría fuese el único requisito de una democracia, entonces la
mayoría podría, por caso, prescribir legítima y “democráticamente” la
muerte de la minoría, lo que redundaría en la destrucción de la propia
regla en cuestión, pues mayoría no significa totalidad.
De lo anterior se deduce que, para sobrevivir a su propia lógica
interna, la democracia precisa de límites al poder y garantías de
libertad para los ciudadanos. Aquí entra en escena el componente republicano del cual precisa toda democracia moderna para no autodestruirse.
Los límites al poder político, que resultan de una fragmentación de
poderes en permanente control recíproco, evitan que de la democracia
surja, sin más, el totalitarismo o autoritarismo de un poder
autocrático. Pensadores modernos como Locke y Montesquieu sistematizaron
estas ideas, calificando como “despotismo” a todo sistema que
concentrara la suma del poder público en una sola mano.
Si un gobierno es o no democrático, se analiza −en virtud de
todo lo visto− a partir de dos dimensiones: origen y ejercicio del
poder. Un gobierno que no tiene origen en la voluntad
mayoritaria no puede ser democrático porque la regla de la mayoría es
intrínseca a toda democracia, desde la antigüedad hasta nuestros días.
Pero al mismo tiempo, un gobierno que, teniendo legitimidad de origen,
ejerce el poder sin respetar la libertad y la igualdad formal, tampoco
puede ser democrático porque aquellos valores son también intrínsecos a
toda democracia, desde la antigüedad hasta nuestros días.
Los gobiernos de facto que tuvieron lugar en la América Latina del
siglo XX, fueron y son considerados dictaduras puesto que su origen no
fue legitimado por la voluntad explícita de las mayorías a través de
mecanismos constitucionales. Muchos de ellos, además, ejercieron el
poder en forma autocrática y sin respetar ciertas libertades, lo que
terminó por consolidar su naturaleza dictatorial.
La idea de dictadura nos viene de la antigua Roma, pues éste fue el
nombre que en el sistema político y jurídico romano adoptó la forma de
gobierno que, en un período de excepcionalidad, concentraba la suma del poder público en una sola mano que gobernaba sin ajustarse a las leyes
establecidas para tiempos de normalidad institucional. Nuestra idea
moderna del dictador clásico retoma este concepto, añadiéndole un origen
desvinculado de las mayorías, lo que termina por colocarlo como
antítesis de la democracia.
El conflicto conceptual del cual hablábamos al inicio de todo se hace
ahora evidente. En efecto, numerosos gobiernos de países
latinoamericanos han seguido la metodología chavista −conocida también
como “Socialismo del Siglo XXI”− consistente en llegar al poder mediante el sufragio universal, para luego ejercerlo dictatorialmente. El modus operandi
ha sido similar en Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador y Nicaragua.
De lo que se trata es de ir monopolizando la suma del poder público en
la figura de un caudillo, restringiendo libertades de todo tipo (de
expresión, de prensa, de comercio, etc.); reformando instituciones para
ubicarlas bajo el control del mandamás; confeccionando constituciones
que, como un traje a medida, sean del pleno gusto del autócrata;
fagocitando los otros poderes republicanos (legislativo, judicial y en
algunos casos también electoral); montando sistemas propagandísticos
goebbelianos al tiempo que se desarticula y persigue toda usina
periodística independiente, entre otras prácticas tendientes a hacerse
del poder total.
¿Cómo calificar a este tipo de gobiernos? Hay quienes sostienen que
se trata de democracias antirrepublicanas. El problema con este concepto
es que la democracia moderna que carece de república, al corto o mediano plazo se conduce indefectiblemente a su suicidio.
Aristóteles y Platón, en la antigüedad, ya advertían sobre la forma en
que se degradaba una democracia (en demagogia para aquél, en tiranía
para éste). En la modernidad, Tocqueville preferirá hablar de “tiranía
de las mayorías” para describir el fenómeno de un gobierno mayoritario
despótico.
El problema en nuestro caso reside en que estos nuevos populismos
latinoamericanos conservan legitimidad de origen, valiéndose de las
reglas del sistema democrático para destruir la democracia misma. Son por ello antidemocráticos, aunque en un sentido distinto a los dictadores clásicos.
La interrogante entonces es: ¿Cómo llamar a un gobierno que accede al
poder mediante el sufragio universal, pero en su ejercicio traiciona los
valores democráticos y republicanos que lo llevaron a ese lugar?
Hablar de “neodictaduras” es la opción más precisa. En efecto, el prefijo neo indica que se trata de una versión aggiornada
de algo que, a pesar de las alteraciones propias de los nuevos
contextos y métodos, no pierde su esencia. La neodictadura es, en
concreto, aquella que ha tenido legitimidad de origen en las mayorías,
pero que ha pervertido la democracia en su ejercicio, arremetiendo
contra la libertad, desapegándose de la ley o pervirtiéndola en su favor
y, sobre todas las cosas, destruyendo los límites al poder que, a modo
de medicina, la república le suministra a la democracia moderna para que
no expire.
Propongo entonces que empecemos a llamar a las cosas como son, y a nuestro gobierno como lo que realmente es: una neodictadura.
(*) Es autor del libro Los Mitos Setentistas, y director del Centro de Estudios LIBRE.
agustin_laje@hotmail.com | www.agustinlaje.com.ar | @agustinlaje
La Prensa Popular | Edición 188 | Jueves 4 de Abril de 2013