Para que en este nuevo 2 de abril se supere la retórica y las
frases huecas, debemos recuperar nuestra capacidad de análisis histórico.
Nuestra historia patria comenzó mucho antes que el 25 de mayo de 1810.
Pablo Yurman
Aquel 2 de abril de 1982 contaba con apenas doce años de edad, transitando esa compleja etapa de la vida en que, siendo aún niño comenzaba a interesarme por la historia y cultura de mi pueblo. La jornada no había llamado demasiado mi atención hasta que mi madre, con un tono inusitadamente serio y grave que me era desconocido, me dijo: “Vamos a la plaza”. Y fuimos nomás, junto con miles de personas, a la Plaza 25 de mayo de la ciudad de Rosario.
El espectáculo me provocaba una mezcla de extrañeza y fascinación, por no haber visto nunca antes, pero ahora en vivo y en directo, esas imágenes que parecían sacadas de documentales en blanco y negro. Recuerdo la nutrida presencia de los sindicatos, de algunas agrupaciones políticas y de gente común, sin filiaciones partidarias, pero que instintivamente se volcaba a protagonizar algo que se asumía como compromiso ineludible de la hora. Lo hacía, además, a donde siempre lo ha hecho el pueblo argentino: a la Plaza. Y no era aquel espectáculo ante mis ojos el propio de los festejos deportivos, comparación que alguien podría hacer como al pasar, porque fui testigo de lágrimas incontenibles y voces quebradas en esa multitud que se sabía pueblo.
Recuerdo también la voz del locutor oficial que anunciaba a
las autoridades municipales que se hallaban presentes. Al nombre de cada
funcionario la multitud respondía con una sonora silbatina y cánticos
despectivos. Parecía tener en claro que la ilegitimidad de quienes gobernaban
por la fuerza no hacía mella, no obstante, en la legitimidad del acto soberano
de recuperar lo que era nuestro. Y desafiando el estado de sitio se aprovechaba
la ocasión para el desahogo colectivo. Tocó el turno de hablar a los contados
oradores, el entonces intendente municipal, Alberto Natale de extracción
demócrata-progresista, y otro político vernáculo, René Palestra de
auto-filiación socialista (aunque años más tarde sería diputado nacional por
Santa Fe por el radicalismo), quienes difícilmente podían disimular el fastidio
no ya por la previsible silbatina, sino por tener que hacer malabares
argumentativos para celebrar, junto con el pueblo congregado y los muchachos
“del bombo”, un hito más en la defensa de nuestra soberanía frente al atropello
ancestral de los ingleses. Indudablemente se abrevaba en corrientes históricas
antagónicas, y esas corrientes que suelen ser subterráneas, ese día salieron a
la superficie y quedaron de pronto, cara a cara.
El 2 de abril habilitó, en cierto sentido, que en miles de hogares se improvisaran clases oficiosas de genuino patriotismo (no de envalentonamiento patriotero, que no es lo mismo). Y de labios de mi madre aprendí a distinguir que con independencia de la calidad de quien circunstancialmente ocupe el poder, hay causas nacionales que por ser justas y encontrarse pendientes de saldarse, permanecen en nuestra memoria colectiva como un recordatorio constante para sucesivas generaciones. Me enseñó a amar a mi Patria y saber que la persona no es un individuo aislado sino que integra un torrente vivo que hunde sus raíces siglos atrás y que no se acaba con la propia existencia.
Tampoco importó a mi madre, en aquél momento viuda, desempleada y con un hijo púber, donar humildemente lo poco que se tenía que en el caso era nada menos que la pulserita de oro del bautismo de su hijo único. No era ciertamente el valor material de tal donativo el que habría de decidir la contienda bélica. Pero era una lección: la dignidad en la vida supone que lo material es siempre accesorio de lo espiritual, único baluarte inexpugnable de la persona.
Captar la lógica del usurpador
Para que en este nuevo 2 de abril se supere la retórica y las frases huecas, más propias de quienes cumplen, por circunstancias del cargo, un incómodo deber, como aquéllos oradores silbados de hace más de treinta años, lo primero que hay que recuperar es nuestra capacidad de análisis histórico. Y nuestra historia, sabido es, no comenzó el 25 de mayo de 1810 sino que hunde sus raíces mucho más allá en el tiempo. Así se comprende que la derrota de 1982 sea, sin embargo, el último episodio, o la última batalla si se prefiere, de una guerra de siglos en el que hubo dos modelos antagónicos: uno representado por el Quijote y Martín Fierro, el otro por Francis Drake y los actuales usurpadores.
Es posible que para repeler con éxito al invasor, como se hizo en 1806, 1807 y 1845, haya que pensar en grande y deponer intereses particulares. Siguiendo el planteo del politólogo Marcelo Gullo, toda vez que a partir de 2009 con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, Inglaterra logró que su acto de fuerza ilegítima de ocupación se encuentre respaldado por toda la Unión Europea, la Argentina debería pasar, urgentemente, a la etapa de latinoamericanización del reclamo por la plena soberanía sobre Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur.
Latinoamericanizar el reclamo sobre las islas y todo el extenso mar circundante, sería como aprovechar la oportunidad perdida en 1982 cuando la miopía de nuestra diplomacia (y también cierto prejuicio racista) rechazó la desinteresada ayuda de nuestros pueblos hermanos latinoamericanos.
Pero a ello habría que sumarle una estrategia mucho más pragmática, tan pragmática como lo es la mentalidad usurpadora; usurpador para quien las islas no ameritan derramar lágrimas de emoción. La lógica del invasor se mide en utilidades económicas. Desde hace siglos es siempre el mismo criterio. Pues bien, los ocupantes se irán cuando los costos de la ocupación resulten insoportables para el bolsillo del contribuyente inglés promedio. En este sentido, es saludable el acompañamiento de los países limítrofes al cerrar sus puertos a buques con bandera de las Islas. Es hora de que si los kelpers quieren comer, por ejemplo, vegetales frescos, tengan que ir a comprarlos a Londres, y no a Montevideo. Cuando el contribuyente británico tenga que subsidiar la alimentación, el vestido y la vivienda de tres mil “ocupas” sin que ello reporte utilidad alguna a su pueblo, es posible que acepten negociar la soberanía.
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Pablo Yurman
Aquel 2 de abril de 1982 contaba con apenas doce años de edad, transitando esa compleja etapa de la vida en que, siendo aún niño comenzaba a interesarme por la historia y cultura de mi pueblo. La jornada no había llamado demasiado mi atención hasta que mi madre, con un tono inusitadamente serio y grave que me era desconocido, me dijo: “Vamos a la plaza”. Y fuimos nomás, junto con miles de personas, a la Plaza 25 de mayo de la ciudad de Rosario.
El espectáculo me provocaba una mezcla de extrañeza y fascinación, por no haber visto nunca antes, pero ahora en vivo y en directo, esas imágenes que parecían sacadas de documentales en blanco y negro. Recuerdo la nutrida presencia de los sindicatos, de algunas agrupaciones políticas y de gente común, sin filiaciones partidarias, pero que instintivamente se volcaba a protagonizar algo que se asumía como compromiso ineludible de la hora. Lo hacía, además, a donde siempre lo ha hecho el pueblo argentino: a la Plaza. Y no era aquel espectáculo ante mis ojos el propio de los festejos deportivos, comparación que alguien podría hacer como al pasar, porque fui testigo de lágrimas incontenibles y voces quebradas en esa multitud que se sabía pueblo.
El 2 de abril habilitó, en cierto sentido, que en miles de hogares se improvisaran clases oficiosas de genuino patriotismo (no de envalentonamiento patriotero, que no es lo mismo). Y de labios de mi madre aprendí a distinguir que con independencia de la calidad de quien circunstancialmente ocupe el poder, hay causas nacionales que por ser justas y encontrarse pendientes de saldarse, permanecen en nuestra memoria colectiva como un recordatorio constante para sucesivas generaciones. Me enseñó a amar a mi Patria y saber que la persona no es un individuo aislado sino que integra un torrente vivo que hunde sus raíces siglos atrás y que no se acaba con la propia existencia.
Tampoco importó a mi madre, en aquél momento viuda, desempleada y con un hijo púber, donar humildemente lo poco que se tenía que en el caso era nada menos que la pulserita de oro del bautismo de su hijo único. No era ciertamente el valor material de tal donativo el que habría de decidir la contienda bélica. Pero era una lección: la dignidad en la vida supone que lo material es siempre accesorio de lo espiritual, único baluarte inexpugnable de la persona.
Captar la lógica del usurpador
Para que en este nuevo 2 de abril se supere la retórica y las frases huecas, más propias de quienes cumplen, por circunstancias del cargo, un incómodo deber, como aquéllos oradores silbados de hace más de treinta años, lo primero que hay que recuperar es nuestra capacidad de análisis histórico. Y nuestra historia, sabido es, no comenzó el 25 de mayo de 1810 sino que hunde sus raíces mucho más allá en el tiempo. Así se comprende que la derrota de 1982 sea, sin embargo, el último episodio, o la última batalla si se prefiere, de una guerra de siglos en el que hubo dos modelos antagónicos: uno representado por el Quijote y Martín Fierro, el otro por Francis Drake y los actuales usurpadores.
Es posible que para repeler con éxito al invasor, como se hizo en 1806, 1807 y 1845, haya que pensar en grande y deponer intereses particulares. Siguiendo el planteo del politólogo Marcelo Gullo, toda vez que a partir de 2009 con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, Inglaterra logró que su acto de fuerza ilegítima de ocupación se encuentre respaldado por toda la Unión Europea, la Argentina debería pasar, urgentemente, a la etapa de latinoamericanización del reclamo por la plena soberanía sobre Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur.
Latinoamericanizar el reclamo sobre las islas y todo el extenso mar circundante, sería como aprovechar la oportunidad perdida en 1982 cuando la miopía de nuestra diplomacia (y también cierto prejuicio racista) rechazó la desinteresada ayuda de nuestros pueblos hermanos latinoamericanos.
Pero a ello habría que sumarle una estrategia mucho más pragmática, tan pragmática como lo es la mentalidad usurpadora; usurpador para quien las islas no ameritan derramar lágrimas de emoción. La lógica del invasor se mide en utilidades económicas. Desde hace siglos es siempre el mismo criterio. Pues bien, los ocupantes se irán cuando los costos de la ocupación resulten insoportables para el bolsillo del contribuyente inglés promedio. En este sentido, es saludable el acompañamiento de los países limítrofes al cerrar sus puertos a buques con bandera de las Islas. Es hora de que si los kelpers quieren comer, por ejemplo, vegetales frescos, tengan que ir a comprarlos a Londres, y no a Montevideo. Cuando el contribuyente británico tenga que subsidiar la alimentación, el vestido y la vivienda de tres mil “ocupas” sin que ello reporte utilidad alguna a su pueblo, es posible que acepten negociar la soberanía.